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Notas sueltas de un pintor
Cultura | Claudio Isaac | 04.02.2010 | 0 Comentarios

1 Creo que la fecha en que inicié mi trayectoria no es de verdadera importancia. Sería inútil negar que mi comienzo temprano en el dibujo se lo debo a una tendencia común entre los antropoides, la imitación. El dibujo a lápiz, a tinta y el apunte en acuarela o gouache constituyen la práctica diaria que observé en casa, desde niño. Traté de copiar lo que hacía mi padre. Lo único que sí consideraría capital de mi supuesta precocidad es que cuando me llegó la edad de ser juicioso en el oficio ya era demasiado tarde como para razonar la elección de un rumbo: sin que interviniera propiamente la conciencia, había empezado a desarrollar inclinaciones y rasgos particulares. Lo que pueda tener de soltura y carácter en el medio se lo debo a esos primeros pasos a tientas, a ese ciego proceso de definición. Así pudo nacer en mí un instinto pictórico al margen de consideraciones racionales, con todo lo provechoso o inconveniente que éstas conllevan.

2 Al repasar lo que dibujan y pintan los niños en su infancia más tierna, comprobamos que casi sin excepción existe un formidable potencial expresivo, mismo que irá diluyéndose —casi sin excepción— por los patrones que dicta la escuela y la influencia del mundo adulto. En vista de esto, me aventuro a resumir que aquel que sobrevive imposiciones y tentativas de truncamiento y logra conservar con los años una capacidad de expresión plástica se lo debe más a una naturaleza impermeable y rebelde que a la posesión de un talento singular, ¿o será que el talento, valor tan palpable pero inaprensible, consista precisamente en eso? En cualquier caso, el carácter personal de una obra me parece más relacionado a la testarudez —que normalmente se cuenta como defecto— que a cualquier virtud reconocida. Entiendo que el talento es un valor real, pero —al igual que lo que llaman genio o inspiración— es un atributo insondable, por lo que resulta de poca utilidad en consideraciones que tratan de evitar el doble filo y la parcialidad de lo subjetivo.

3 Pienso en la cándida maestra de preprimaria que unía círculos y triángulos en el pizarrón, proponiendo que con ellos obtendríamos la silueta de un gato. No sólo me mostré reacio a las situaciones reiteradas de este género sino que, como niño de seis o siete, fui incapaz de resistir más de dos sesiones en una escuela de arte. Nunca intentaron inscribirme a otra, dado el precedente de mi incomodidad furiosa. Muy pronto, el mío se fue delineando sin remedio como un cauce aislado.

4 Creo que a estas alturas ya he pagado en todos los sentidos la cuota del autodidacta: me he tropezado continuamente por falta de método, me he visto dando rodeos de los que un aprendizaje técnico formal me hubiera librado, he crecido ajeno a todo movimiento, generación o escuela pictórica, he perpetrado trazos dudosos, una y otra vez, sin el consuelo de un andamio teórico.

5 El estilo, he llegado a convencerme, es como el resultado del roce entre el mundo y un determinado temperamento. Es una consecuencia inevitable, un accidente natural. Por ende, no comprendo la preocupación por encontrar un estilo propio, temo que eso pueda conducir a la afectación. Procurar un estilo es tan postizo como querer determinar la impresión de las propias huellas digitales.

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6 En un cuadro, todo elemento tiene un valor simbólico, lo queramos o no. Aunque a veces me ha dado por mofarme de los símbolos según la iconografía ortodoxa, usándolos inusitadamente, fuera de su contexto habitual, a menudo con irreverencia, en general he tratado de no manipular la carga simbólica de los elementos reunidos en una hoja de papel o un lienzo. En último caso, la tendencia sería la de dejar que los elementos y su simbolismo se acomoden en el espacio pictórico, dejarlos caer y que cobren lugar y peso por sí solos como por efecto de la fuerza de gravedad.

Del simbolismo deliberado me disgusta el hecho de que tiende —al igual que el muralismo en el siglo XX— a la pretensión de convocar una lectura unívoca. Toda codificación rígida o versión oficial empobrece y opaca el valor de una obra en su plenitud. Claro que durante el proceso creativo es imposible dejar de racionalizar y teorizar al vuelo, y de ahí resulta que muchas veces, aun ni queriéndolo por convicción, se acaba por tener una interpretación personal de lo que es el cuadro en turno. En ese caso, lo importante es no querer imponer esa visión, y adquirir la flexibilidad propicia para que nos rebasen las versiones que otros formulan de nuestro trabajo. Para mí tienen la misma validez las versiones elucubradas por el público. Con frecuencia he recibido de un espectador desconocido interpretaciones más cohesivas y convincentes, más seductoras y sólidas que la mía propia. Por regla, considero la propia como una más, con iguales márgenes de falibilidad que cualquier otra.

Borges aventura que la poesía debe afectarnos físicamente, como la presencia del mar. Esto se extiende al arte en general y apunta hacia algo que rebasa lo racional, aunque lo contenga; su reino es más amplio y su virtud particular descansa en un terreno que la ciencia exacta, la filosofía u otras vías eminentemente conceptuales rozan pero no abarcan de lleno. El concepto, de cualquier modo, subyace en toda obra creativa, hasta en la más basta o aparentemente impulsiva, y no es exclusivo del artista de vanguardia: el rudimentario caballo de madera, hecho por un artesano, parte también de un concepto, uno tan ancestral que linda con lo arquetípico. Por ello, insistir en ese aspecto de lo conceptual es como hacer hincapié precisamente en las áreas menos distintivas de la creación, desdeñando su forte, lo quintaesencial de su naturaleza, que es más hondo y robusto que lo meramente inteligible y por ello nos puede resultar tan sobrecogedor. De paso, la postura de quien pretende abarcar los alcances y sentido últimos de su obra riñe con la visión más intelectualmente humilde que necesariamente mística de que el artista es un vehículo, tesis donde se explica por qué el contenido del trabajo artístico sobrepasa a su creador, constituyendo sin duda una fuerza más rica que él mismo.

(Por otro lado, ya nos ha advertido Adorno respecto a los riesgos fatales de otorgar a lo exclusivamente racional tal peso que pueda sustituir al orden mítico.)

7 Tomo en consideración la técnica en la medida en que me permite expresar lo deseado. Aunque no pido mucho, en repetidas ocasiones me veo totalmente frustrado respecto a lo que me propuse, coartado por mis limitaciones técnicas. Rendido ante ello, se puede decir que hago lo que puedo, no lo que quiero. Como sea, de la experiencia práctica van naciendo una mínima inteligencia aplicada, una relativa madurez y una malicia: el golpe avisa. Me conformo gustoso con esta capacidad de resolución más cercana a la improvisación del albañil que a la planificación del ingeniero.

8 Tal como he dejado dicho en otras partes, mis influencias primeras se encuentran en el ámbito familiar. Mi abuelo materno dedicaba sus tiempos libres a pintar paisajes, y de su amor a los clásicos se había convertido en un copista acucioso. En un segundo plano, existía la presencia de mi tío Abel, el caricaturista Abel Quezada, que iba inventando una curiosa prole, espejo de nuestro clima nacional extremoso: lo siniestro y lo ridículo, lo impune y lo desvalido. Dibujos que se complementaban con textos nutridos y conceptuosos, una vertiente de la caricatura política distinta a la de mi padre, Alberto Isaac, cuya eficacia es más directa, menos textual. He dejado al final la mención de mi padre para detenerme en ésta que fue la influencia más definitiva. Desde muy niño me conocía de memoria los rostros de Kruschev, Johnson y Castro, junto con tantos otros políticos célebres que figuraban en los cartones de mi padre; me divertía haciendo mis propias versiones de esas caras, pero no me interné demasiado en ese terreno. Descubro que por tener una visión benevolente del sujeto a retratar me faltan las armas fundamentales del caricaturista.

Al margen de observarlo en la tarea diaria de bocetar y ejecutar sus cartones, lo veía esporádicamente realizar otras cosas paralelas: a veces sus figuras de cerámica, estilizadas e ingeniosas, a veces sus pinturas en gouache y tinta china, de humor más seco, reinadas por grafismos barrocos y seres de una mitología inventada. Sin duda estos últimos —que a su vez podrían haber surgido originalmente de la impresión del joven Alberto Isaac ante las visiones bizarras dibujadas por su tío Juan Silva en sus cuadernos secretos— son lo que me caló más hondo: la serie de motivos fantasiosos, los elementos narrativos, las situaciones entre semidioses lúbricos y ninfas y los demonios de su personal zoología fantástica. Esa fauna de formas eclécticas aún me acompaña, como lo demuestran tantos de mis cuadros hasta la fecha.

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9 Puesto que el asunto reaparece tercamente cuando se requieren semblanzas y entrevistas, me he preguntado yo mismo respecto a otras posibles influencias a lo largo de mi trayecto. Por tener ya despierta —como quedó establecido— esa línea de sensibilidad hacia lo sobrenatural, desarrollé una gran fascinación por Jerónimo Bosch en cuanto lo descubrí entre los libros de mi abuelo. Estaría entonces cursando la primaria y recuerdo que me ocasionó problemas con la dirección el llevar conmigo a la escuela un volumen con láminas escandalosas: de las cavernas del infierno al jardín de las delicias, multitudes desnudas y delirantes.

Por otros libros de mi abuelo y por sus copias al óleo, que colgaban de las paredes de su casa o se secaban sobre el caballete, fui sumando otras predilecciones: Rembrandt y Velázquez, por ejemplo: la atracción por sus oscuros profundos. Pero siento que declarar sus nombres como influencias sería una pretensión que merecería ser respondida con un grito burlón: —Ya quisieras… Una cosa es admirar a un pintor, y otra es ni siquiera intentar emularlo pues se sabe de antemano que pertenece a otro plano.

En casa surgió la proximidad con otro tipo de cuadros que ocupaban los muros. Eran contemporáneos de mis padres, amigos suyos: Cuevas, Gironella, Leonora Carrington, Vicente Rojo, Rafael Coronel, Arnaldo Coen. De entre todos ellos, la densidad del trabajo de José Luis Cuevas me resultó siempre cautivadora y la sentí connatural. Encontré un misterio poderoso en sus trazos, y la atmósfera de su mundo ceñido representa sin duda otro punto de partida para mí. Como se ve, todos eran contactos dentro del círculo de casa, de alguna manera.

Poco antes de comenzar mi adolescencia, en un periodo que corresponde a mi segunda y tercera exposiciones individuales, sí se localiza una clarísima adhesión a la moda gráfica de los años sesenta: la llamada sicodelia. Las grecas, los símbolos y lemas, los colores en estallido y demás elementos de pronta caducidad pasaron a adornar mis cuadros, en los que sin embargo sobrevivían algunos temas propios. Concluido este penoso pasaje, no distingo otra conversión a una corriente en boga. Tras un repaso completo, tampoco encuentro en mis peldaños posteriores la directriz de una influencia específica, ni de una escuela ni de un pintor que pueda considerarse antecedente directo de mi trabajo.

Con lo anterior —me urge puntualizarlo— de ninguna manera sugiero entre líneas que mi condición sea la de la originalidad. Creo que cuando ésta vale, es tan accidental como el estilo genuino. Y, en última instancia, no me parece una virtud cardinal. No aspiro a ella. Por supuesto, encuentro en mis cuadros una infinitud de fragmentos minúsculos que vienen de aquí o de allá —propuestas espaciales, resoluciones formales, atmósferas. Como producto de mi época, me he expuesto a un caudal de información visual que en alguna medida, quiéralo o no, se filtra en lo que concibo y realizo como pintor.

Alguna vez, el gran museógrafo Fernando Gamboa —que solía cultivar la amistad de gente joven y poseía el raro don de ser tan generoso para escuchar como para prodigar consejos— me planteó con su modo gentil y preciso la recomendación de una práctica provechosa para todo pintor: el ubicarse dentro de una genealogía.

—Busca tu familia pictórica —decía—, encuentra quiénes son tus Antepasados, tus bisabuelos, tus abuelos, sigue la ramificación desde el tronco común y establece tus relaciones, tus parentescos, toma tu lugar.

He intentado seguir el consejo, estudiando mi árbol. De la red de relaciones no he logrado resolver una relativa orfandad pues la grandeza de los maestros pasados me abruma y de tantos otros no supero la distancia. Sólo he confirmado una frondosa rama de parentescos vagos, de rechazos y simpatías.

Al final de la búsqueda, encuentro que las fuerzas más intensas y profundas que me han moldeado como pintor nacen de ciertas lecturas, de diversas fuentes literarias. En el recuento de mis etapas más definidas desde que tengo dieciséis años a la fecha, lo que me resulta más notorio es el influjo de registros tonales recogidos de lecturas reveladoras: desde las latitudes de Rainer Maria Rilke hasta las de Jaime Sabines u Octavio Paz.

10 Nunca me he esforzado por ir con la corriente o contra ella, cosa que, como actitud, acaba siendo lo mismo: involucrarse en un juego.

Es por las mismas razones que, como he mencionado ya, no he pertenecido a vanguardias o grupos de ruptura. Más bien siento admiración por pintores que han seguido su curso aislado —como Turner en su era— e incluso llego a identificarme más con casos de anacronismo intencional, como los prerrafaelistas, los orientalistas, los postimpresionistas.

11 No deja de causarme asombro la energía inventiva de artistas como Picasso, o Stravinsky en la música, pero tiendo a congeniar más con aquellos cuyo trabajo es deliberadamente restringido, como Bonnard y Vuillard, o Gabriel Fauré, de nuevo en la música. Nunca me han atraído las innovaciones por sí mismas. En un sentido formal. Siempre me he acomodado dentro de las convenciones del lenguaje establecido. Sin embargo, sí aspiraría a que cada trabajo mío fuese propositivo.

12 Regreso a la mención del bienamado Pierre Bonnard, que nos da la impresión de haberse pasado la vida pintando los mismos espacios: los rincones de una habitación, un ventanal luminoso, y a su mujer, incontables veces, en la bañera, frente a la chimenea, a la mesa, mirando hacia el jardín desde un cuarto de estar. Hay un matiz entre confinarse voluntariamente en un mundo interior y aferrarse a una receta sin tomar riesgos. No soy gente que ande en pos de retos pero éstos son ineludibles cuando se busca vivificar la relación con el oficio y la pertinencia de los temas, cuando se trata de no perder la sinceridad con uno mismo.

13 Me da la impresión de que nunca elijo el camino fácil. No es por un rigor heroico ni por valentía, sino por superstición personal: por motivos oscuros le temo a lo fácil como al fuego de una condena eterna. A posteriori, a lo que viene siendo el dictado del pensamiento mágico se le unen convicciones menos primitivas que fortalecen la postura en un aspecto más racional. En fin, creo en el recorrido que se hace consistentemente, no en el que se hace invocando golpes de suerte. Al margen de nuestra voluntad, la fortuna tiene, de todos modos, plena participación en el proceso: esperar además la buena suerte es ya una especie de abuso.

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14 En uno de sus primeros escritos, James Joyce formula una tesis literaria que puede extenderse a todo arte. Le da el nombre de epifanía a una manifestación espiritual repentina, y considera que es la misión del hombre creativo dar fe de estos momentos, los más delicados y evanescentes de la existencia, las epifanías. Dentro de lo complejo, inextricable y vasto del hecho estético, el enunciado del joven Joyce me satisface.

15 En una burla de mí mismo me declaro cercano al pintor de calendarios, puesto que en la sinceridad absoluta de mi fuero interno me da por validar sin titubeos la siguiente consideración: si quedó de buen ver la modelo, está de buen ver el cuadro. No es que desatienda por completo aspectos como el balance, la textura, la intensidad del color, pero la verdad es que el interés meramente humano —la figura— es preponderante.

16 Es sabido que pintar produce un placer físico. A mí me produce una excitación inclasificable, independientemente del tema abordado. Supongo que es una cuestión de flujo de energía. Aparte del placer habitual de pintar, existen goces mayores cuando, en ocasiones contadas, estamos frente a un trabajo que posee imantación singular, que se separa del resto de nuestra obra. No es un reconocimiento gradual, sino que se da de golpe, como si la fuerza del cuadro no proviniera de nuestra mano. Quedamos absortos en una especie de plenitud, es una revelación súbita en la que ocurre un fenómeno de despersonalización. No podemos asumir el mérito de la obra como cosa personal porque sabemos que los aciertos ahí palpables son irrepetibles, que no seríamos capaces de convocar por voluntad propia la conjunción de condiciones favorables, ni de reproducir los pasos de su alquimia, o, en caso de lograrlo, no obtendríamos con ellos el soplo que anima al original. Así, podemos celebrar la pintura terminada sin alejarnos de la humildad. Si es irrepetible, no está en nuestras manos. Si no está en nuestras manos, no nos pertenece realmente el logro. Esa despersonalización coincide con el trance místico que mencionan distintos artistas, en el cual sienten que pasan a ser tan sólo el instrumento de una fuerza superior y externa. Ésta es la misma experiencia, referida con otras palabras.

17 Pinto a un ritmo regular sólo por temporadas. No he estudiado el patrón de mis ciclos, ni cómo deslindo las tres vertientes fundamentales de mi quehacer: el cine, la escritura, la pintura. Lo único que sé es que existe un proceso natural de acumulación. No trabajo a diario como pintor, pero sí vivo cada día como tal en cuanto a que no dejo de registrar sucesos e imágenes, ambientes y personas. Voy tomando apuntes mentales y frecuentemente también apuntes en papel.

En situaciones aisladas, la idea de un cuadro completo nace como un relampagueo. En esas ocasiones se impone la ejecución urgente sobre el material que esté a la mano. Pero por lo general la acumulación de vivencias abre el ciclo de trabajo. Los fragmentos almacenados en el recuerdo van madurando, se agitan, toman vida propia, se relacionan entre sí y van cobrando sentido hasta que se tornan verídicamente un peso sobre la conciencia. Es evidente que llegó la hora de liberarlos.

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18 Paul Valéry anotaba que un poema no se termina, se abandona.

Del mismo modo, creo que todos los pintores pasan por la duda respecto a cuándo dejar un cuadro por la paz. A veces, la frescura de los estadios preliminares nos seduce y nos invita a no retocar, no recargar capas, no reafirmar líneas. En algún caso, esta intuición de dejar un cuadro tal como está a medio proceso resulta atinada, pero para llevarla a cabo hay que liberarse de la sensación de que le somos infieles al plan original, a la concepción técnica. Cada situación demanda que optemos de último momento por la fidelidad al método o a la fresca rebeldía. Nunca es fácil elegir, y tantas veces se arruina un cuadro que prometía más cuando estaba en proceso.

19 Un pintor tiene fijaciones, atracciones irrenunciables, recurrencias obsesivas. Pero, ¿hasta dónde y en qué términos es lícito repetirse? ¿Cómo medir los grados de complacencia, autocomplacencia o deshonestidad? La honestidad, que es un requisito indispensable en un trabajo trascendente, tampoco garantiza, aislada de otras virtudes, una obra de valor estético y, por otro lado, no es un atributo que se pueda evaluar objetivamente: ¿quién decide, cómo decide, que una pintura es honesta o no lo es? La obsesión por un tema o una misma forma y la repetición como obediencia a una fórmula mercantil pueden llegar a ser fenómenos harto semejantes a primera vista. Sólo a la larga, pasado un buen tiempo, ha de distinguirse una diferencia clara, como la que hay entre el merolico y el curandero genuino.

Regido por mera intuición, me he establecido una creencia personal: a base de una serie de hallazgos menores se va creando la base de una iconografía propia, de manera que es lícito reutilizarlos; los hallazgos más notables de cada cuadro sería preferible no repetirlos: si se ha encontrado una expresión plena es mejor abandonarla en pos de un próximo reto.

Como toda creencia, ésta tiene sus resquebrajaduras y a menudo traiciono ese ideal por mera inercia o automatismo.

20 Aferrarse a lo que se supone es un estilo personal, un sello autoral, es terriblemente limitante, es una superstición estorbosa que sin saberlo contribuye a la moda del culto a la personalidad.

21 El salto mortal debe ejecutarse sin red protectora, de lo contrario pierde su sentido. Me refiero a que nada satisface tanto al artista como librar un reto interno. De ello puede o no darse cuenta el público. Pero a la larga esa conquista sí se refleja en la solidez de un cuerpo de trabajo en evolución.

22 Con cierta incomodidad, reconozco que mis tres primeras exposiciones se explican en buena medida por el entusiasmo desmedido que le causaba a mis jóvenes padres el que yo dibujara y pintara. Pero también debo dar crédito —y me conforta consignar este agradecimiento— a la fe que me tuvo y el apoyo que me otorgó el dramaturgo Héctor Azar durante la época en que desempeñó distintos cargos de difusión cultural a mediados de los años sesenta.

23 No creo en las etiquetas, dudo que ayuden a penetrar la clave de una obra. Antes al contrario, pueden estimular prejuicios al espectador, encaminarlo por un rumbo equivocado. En estos tiempos en que proliferan movimientos con banderas y nombres específicos, prefiero carecer de todo ello. Alguna vez me dijeron que lo que yo hago podría llamarse “realismo poético”. No me sonó tan inapropiado ni tan pretencioso, aunque jamás he utilizado tal mote para resolver la pregunta inclemente que nunca falla:

—¿De qué tipo es su pintura?

24 Por más satisfactorio que me resulte un cuadro recién terminado, por más desenvuelto que me parezca, siempre tiendo a sentir añoranza por la soltura y el desenfado del apunte original del que partió éste, generalmente realizado al vuelo, sin mayores consideraciones formales. Uno de mis anhelos sería recuperar la armonía ingrávida de los trazos espontáneos del boceto en el trabajo realizado en un bastidor, deshacerme de la rigidez que se posesiona tanto de mi muñeca izquierda como de mi imaginación cuando en el aire pesa la sensación de compromisos o ataduras respecto al resultado final.

25 En las últimas fechas, la moda de desdeñar lo anecdótico en pintura me ha situado, forzadamente, a contracorriente. La consideración de que contar historias en un cuadro sea una falta no me ha frenado, y supongo que seguiré la misma pauta mientras lo narrativo me permita plantear un misterio, que en definitiva es lo que más me interesa.

26 Aunque siempre me pareció una expresión genuina de su época y lo que conlleva, además de un ejercicio innegable de la plástica pura, por largo tiempo tuve una relación conflictiva con la pintura abstracta. Mi apego a la figura humana tenía algo de fidelidad desesperada, y aun en el cuadro abstracto que más me conmoviera —digamos, de Rothko— yo tendía a sentir una especie de nostalgia por la presencia humana, y pensaba que eso me iba a ocurrir para siempre, como una fatalidad resultante de mi propio credo estético. Lo que resultó, insospechadamente, fue que mi credo se ahondó y expandió, de tal modo que la noción desesperada de apego a la figura, como un último recurso del humanismo, se transformó en una serenidad confiada que admite una amplitud en el propio rango expresivo. Así, comencé a pintar cuadros atípicos para mí durante algunas temporadas, no sólo despreocupado de haber abandonado las pautas de un camino personal reconocible, sino gozando de un sentimiento de fresca liberación. Por un lapso pinté una serie de paisajes, despojados de referencia humana. Los gocé plenamente y ese ejercicio me confirió la noción de que eventualmente podría experimentar con la abstracción, algo impensable para mí apenas unos años atrás. En esta aparente infracción de mis propios modos, he recordado una lectura adolescente de Marcel Schwob: “Sé sincero con el momento. Toda sinceridad que dura es mentira”. Encima de todo ello, la visión humanista ha salido fortalecida.

27 Me percato de que, probablemente, mi revisión de las cuestiones del oficio sea trunca y a veces desatinada. Pienso en ese momento en el que descubrimos ante un espejo triple ángulos insospechados de nuestra cara, delatando a un personaje marcadamente distinto del que creemos ser y representar, confiados en la sencillez de lo que nos dice el reflejo frontal del espejo acostumbrado. En fin, ignoro el valor y la impresión global que pueda despertar mi trabajo presente, y puesto que —a cuarenta y cuatro años de mi primera muestra pública— de nuevo estoy situado en un umbral, en cierto modo tengo la bendición de todavía sentirme un primerizo. 

Claudio Isaac

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