Todas las historias que pretendan estar completas deben contener la narración, así sea breve, de algún viaje trágico. Nomás por eso, esta historia comienza en el momento en que don Pepe Martínez llevaba a su hijo Miguel, alias El Chueco, a los Estados Unidos, con el objeto de checarle la locura.
El Chueco no nació malo, como murmuraban los del servicio de la hacienda, siempre faltos de memoria, sino que a los veinte años justos de ser una persona normal comenzaron a darle sus “desparrames”, según decía don Pepe. El primer ataque grave de euforia, mismo que convenció al doctor Ramírez —médico veterinario de la hacienda, que igual trataba reses que personas a falta de otro doctor en las cercanías—, se dio cuando el Chueco, hasta entonces Miguelín, incendió la casa de máquinas.
—Pues nomás se me ocurrió de pronto —dijo entre carcajadas locas y como justificación cuando lo sacaron por la parte trasera del recinto, ya que comenzó a prender fuego desde la puerta hacia adentro, atrapándose, y tuvieron que romper el muro de adobe para salvarle la vida.
Tres días después de este incidente, don Pepe llevó al Chueco a Houston, donde el doctor Hepkins, amigo suyo desde que estudió la ingeniería en Colorado hacía cuarenta años, le diagnosticó maniaco-depresión al hijo que dejó de ser Miguelito para convertirse en “el pinche loco”, y lo mandó de vuelta a la hacienda de Santa Engracia, Tamaulipas, con un medicamento capaz de oxidar trenes.
Claro que ex-Miguel nunca fue regular en la ingesta de su fármaco. Decía que cuando lo tomaba, las muchachas del servicio ya no querían acostarse con él. Por eso lo dejó y tuvo otros desplantes terribles: en sus euforias solía quemar coches o casas del pueblo, que siempre resultaban de algún empleado de la hacienda. Don Pepe indemnizaba a cada uno de los afectados y sólo porque había llagado al Chueco a cinturonazos luego de que quemó la casa de máquinas, como era su costumbre educar, fue el único a quien su hijo no dobleteó la maldición del “bautizo de fuego”, como llamaba a sus pirotecnias.
En sus depresiones, el Chueco invariablemente firmaba una promesa de compraventa por la herencia que, suponía, su padre le daría, manejaba hasta algún prostíbulo, pagaba dos putas por turno, tres turnos por día, y siete botellas de whisky por semana. Su plan: “Cabalgar hasta la muerte en una yegua y con una botella”, según sus propias palabras. Pero aquel ambicioso proyecto se vería frustrado, en las distintas ocasiones, por alguno de los siguientes motivos: uno, porque las prostitutas mismas se compadecían de él y lo alimentaban, lo que prolongaba su vida, hasta que alguna pájara contactaba a su familia y lo rescataban; dos, porque él, hijo del mismísimo diablo, aguantaba vivo hasta terminar con su capital, y regresaba al hogar paterno como el hijo pródigo de las Sagradas Escrituras; tres, porque poco tardaba don Pepe en dar con el putero en el que estaba su hijo, fuera en una de sus visitas regulares o expresamente buscándolo, ya que entonces había pocos en todo el estado.
En uno de estos intentos de suicidio, el Chueco vendió por enésima vez su herencia y todos los timados de toda la historia de ex-Miguel, a los que don Pepe negaba cualquier forma de pago, se congregaron frente a la Casa Grande y a punto estaban de comenzar una segunda Revolución cuando el hacendado salió por la arcada principal, con la camisa arremangada, y repitió la escena tan recordada en la que, según contaban los arrieros más viejos, se enfrentó con un hato de vándalos hacía mucho tiempo, durante el 14, gesto por el que conservó la ahora famosa Hacienda de Santa Engracia, punto de reunión de ricos y famosos, gringos y mexicanos. El aire pegaba recio y meneaba el fogonazo de las antorchas cuando salió don Pepe, despeinado y a medio vestir, sin la menor prestancia y como si el viento no lo tocara; bajó las escaleras hasta quedar a medio metro del primero del grupo, y echó dos balas al cielo negro. Luego les dijo:
—Manojo de pendejos: ¿Cómo adivinan que le dejaré cualquier cosa a nadie? Váyanse a dormir que mañana madrugamos.
Todos se callaron, bajaron armas y antorchas, y siguieron las instrucciones de su amo diciendo, quedo: “Buenas noches, patrón”, mientras ladeaban sus sombreros de paja con las cabezas gachas.
Don Pepe ya se retiraba cuando una de las revoltosas tiró su antorcha, corrió a alcanzarlo y, medio arrodillada, le besó el anillo de graduado.
Después de ese incidente don Pepe decidió llevar al Chueco una vez más con el doctor Hepkins, para que éste, como decíamos, le checara la locura.
Iban trepados en el carro grande de don Pepe cuando llegaron a la frontera. Ex-Miguel dijo, al ver a los policías fronterizos: “¡Para, para!”, y al estar completamente detenido el automóvil, el Chueco salió y se echó a correr hacia dentro del territorio nacional. Iba gritando: “Traidor, traidor”, mientras se alejaba sobre la carretera de ida y vuelta, hasta que paró a un tráiler, se subió y desapareció entre la nopalera.
Don Pepe, quien ya había pagado la consulta y la reservación del Ritz, cruzó la frontera y se siguió de frente hasta Houston.
Al día siguiente, el doctor Hepkins y don Pepe se encontraron, como de costumbre, en el club de tiro que estaba en la interestatal 56. Apostaron una botella de escocés, que se bebieron mientras la jugaban y, al final, don Pepe pagó por todo, incluidos el perro del tendero y los cristales de la torre de vigilancia, que fue a lo que dispararon ya borrachos. Quedaron de verse al día siguiente en el hospital para que don Pepe aprovechara el pago del estudio, por consejo del doctor.
—Let’s just check —dijo el médico.
Dos mañanas visitó don Pepe el hospital para cubrir todos los estudios, que guió el doctor Hepkins; dos tardes, el club de tiro de la interestatal 56; y dos noches, la casa de miss Sunshine, con fines, según míster Hepkins, bien curativos, hasta que al tercer día estuvieron listos los resultados.
—No good news —dijo el gringo al entrar, y se sentó para decir “cancer” como sólo pueden decir cáncer los gringos.
Hepkins dijo “pancreas” y otras vicisitudes técnicas, y remató con:
—Nothin’ to do.
Don Pepe lo invitó al día siguiente a repetir la jornada de tiro, antes de partir de vuelta al rancho. Arreglaron los detalles, se dieron la mano y, cuando don Pepe iba saliendo, el doctor Hepkins agregó, con su educado español:
—¡Mister Martínez! El estudio también dice que tiene usted una resaca terrible.
Don Pepe se despidió sin hablar, moviendo el sombrero charro con la mano, y no paró de reírse hasta salir andando del pasillo. El ruido de sus espuelas quedó inerme en las paredes blancas.
Cuando don Pepe regresó a México llamó a sus doce hijos, y con el mensaje mandó una nota para las mujeres:
—Huercas: si van a llorar, mejor ni vengan.
Se juntaron en la Sala de Trofeos y les dijo, textualmente:
—Me quedan tres —cosa que luego generó mucha incertidumbre y nadie sabía, ni se atrevía a preguntar, si eran tres días, semanas, meses o años.
Al terminar, salió hacia Rugoso 105, su casa chica, dejando a sus hijas con lágrimas en los ojos y a sus hijos sacando cuentas de su parte de la fortuna, que se calculaba en un total de treinta millones oro. En Rugoso repitió el mensaje igual que antes, a sus ocho “pilones”, como les decía, mientras cargaba al menor, que tenía entonces dos años y que tiempo después murió, como cinco más de sus hermanos directos, antes de los treinta y en medio de una gresca.
De allí don Pepe fue al bar del pueblo, invitó quince rondas seguidas a todos los comensales, que eran, sin excepción y como en cualquier establecimiento a cincuenta kilómetros en rededor, empleados directos o indirectos suyos, y regresó a la hacienda solo, con la pistola desenvainada y cantando “Las tres Manuelas”, como habitualmente hacía.
A la mañana siguiente se paró de la cama, crudo como desde siempre, pero también como en el principio de su vida intacto por la incomodidad, el sufrimiento o el dolor, y dijo:
—Vieja…
Mascaba una idea como tabaco, y por eso tardó algunos segundos en decir el resto.
Aquella mujer de don Pepe no era la original. O, a mejor decir, era la segunda original. La primera se había muerto de cáncer hacía quince años y fue en su tiempo, además del Presidente, la única persona a quien el hacendado podría hacer caso. Todos le decían Tía Tula, incluso sus hijos y el servicio de la casa. Sus ramas genealógicas —tanto la paterna, los Pérez-Cervantes, como la materna, los Revillagigedo, descendientes del quincuagésimo tercer virrey de la Nueva España— eran de mexicanos de abolengo a quienes el mal tino de Santa Anna había vuelto gringos, pues al fraccionarse la patria habían quedado a quinientos kilómetros al norte del Río Grande en un indiviso llamado Verdemar, justo en medio de la masa continental. Tras la maniobra de Su Alteza Serenísima, los yanquis, que pronto invadieron lo que ahora es Colorado, bien educados como suelen ser con la nobleza foránea, respetaron las pertenencias de la familia Pérez-Cervantes y hasta los incluyeron en su sociedad, cosa que no resultaría pues toda la familia seguiría diciéndose mexicana y hablando sólo en español.
—Porque esto es México —decían.
Don Pepe y la Tía Tula se conocieron en la universidad. Contra su voluntad, él la raptó al terminar los estudios de Ingeniería, dejando los de ella inconclusos, la llevó hasta el rancho que manejaba desde la muerte de su padre, que había ocurrido cuando don Pepe apenas tenía trece años, y allí la hizo matriarca de la Casa Grande. Se casarían luego de vivir dos años en amasiato, y no fueron por ella sólo porque don Pepe amenazó al padre de doña Tula diciéndole:
—Ésta es mía y quien se meta con ella sale baleao.
La segunda mujer de don Pepe era, cuando vivía la Tía Tula, su amante. Formaba parte de la clase media del pueblo, lo que significa que su padre era el mayoral. No tuvieron hijos porque ella era infértil, y fue ese atributo el que hizo que don Pepe se decidiera a pedirle matrimonio a los pocos meses de quedar viudo.
—Ya no quiero hijos: ¡quiero perros! —decía cuando le preguntaban sobre su descendencia. Pero al poco de que la amante estrenó su puesto de segunda mujer, y de que quedó vacante el puesto de amante, don Pepe montó Rugoso y metió a la Potranca, una joven recién contratada como nana para los nietos. Venía de los Altos de Jalisco, era güera ojiazul, muy bonita y medio bruta, lo que la convertía en la amante perfecta. También era fértil, razón por la que don Pepe tuvo hijos, no perros.
De todo esto tenía noticia la segunda esposa, y lo sabía tan bien que llevaba escritos los detalles de las visitas, como por ejemplo, de la que don Pepe había realizado la noche anterior a su casa chica al terminar de decirles a sus primeros doce hijos que lo acababan de desahuciar.
La segunda esposa, que siempre sería la segunda, pensaba en eso cuando oyó el “Vieja…” de don Pepe, quien hiló ideas y terminó la frase:
—…voy a medirme el lomo. Llama al ebanero de Victoria.
El plan con el ebanero era simple: tomarse medidas para revisar la realización de su propio ataúd. Don Pepe, con una inexplicable veta de emperador egipcio, quería dedicar sus últimos “tres” a supervisar la hacedura de la caja en la que sería devorado por los gusanos. El ataúd debía hacerse a la medida y sin remiendos metálicos como chinches, clavos o escuadras, ni externas ni internas, sino sólo con madera pura de zapote negro, oriundo de las serranías próximas. Justificó que fuera de ese material:
—Pa no flotar en las lluvias —que en años anteriores habían barrido el cementerio, llevándose los ataúdes de pino o cedro como si fueran canoas indias. Entre los navegantes estuvieron los padres de don Pepe, cuyos restos no fueron hallados nunca.
Con su ímpetu ingenieril, don José Martínez tuvo el descaro de sentarse a diseñar, garabateando, lo que sería su caja mortuoria, y pasó casi tres semanas sin salir de la carpintería, donde estuvo con el mejor ebanero de la capital del estado explicándole cómo debían hacerse las cosas y “probándose el ropaje de muerto”, como diría luego en una fiesta.
Según corroboró el ebanero cuando la caja estaba casi lista, a don Pepe le gustaba meterse para ver si entraba bien, si no estaba muy apretado, si olía a aserrín negro. También testificó que durante todas las noches que pasaron trabajando juntos en la carpintería, don Pepe prefirió dormir adentro de la caja que en el catre improvisado.
—Así me voy acostumbrando —decía entrecomillando la frase con dos risillas de adolescente.
Mientras tanto, los hijos Martínez prometieron, a cachos, sus partes de la herencia: unos la jugaron en el bar “La espuela y el fusil”, mientras que otros comenzaron remodelaciones de sus casas. El Chueco vendió de nuevo su parte, pero esa vez lo hizo a tres personas distintas: al mayoral, a la Potranca y a uno de sus hermanos. Luego, y como de costumbre, partió para morir con la yegua y la botella, y todos estaban tan ocupados que nadie reparó en su ausencia hasta que don Pepe, cuando parecía que no saldría vivo de la carpintería, cumplió la tercer semana justa de que dio la noticia, y regresó a la hacienda más vivo que nunca. Muchos estaban decepcionados.
El hacendado mandó instalar la caja al lado de su cama, continuó durmiendo en ella, ordenó los detalles de su entierro y, al enterarse de que todos sus hijos habían prometido sus partes de la herencia, mandó ponerle agarraderas de oro al ataúd para que no viajara en carreta hasta el cementerio, sino en las manos de sus queridos críos, quienes habrían de cargarlo los cinco kilómetros que separaban el casco del enterradero. Esto, a las tres de la tarde del verano tamaulipeco.
—Pa que se chinguen —les dejó escrito en una carta.
Las siguientes tres semanas, don Pepe se reunió con la secretaria que le había elegido su primera mujer, una señora que ya era vieja hacía treinta años, cuando comenzó a trabajar para el hacendado, y que no daba visos de haber sido bella nunca. Era soltera, rigurosamente virgen, usaba unos anteojos que debían pesar más de medio kilo, olía a libro viejo y mojado, y era la eficacia andando. Durante ese lapso, don Pepe y la secretaria —la única mujer del pueblo a la que no había tocado nunca, ni en las pompas ni borracho— se encargaron de organizar las fiestas del 19 de marzo, cuando se celebraba el aniversario de la hacienda. Entonces eran principios de junio, y las tres semanas que duraban las celebraciones no habían pasado hacía mucho, pero don Pepe decidió adelantar las del año que seguía:
—Pa despedirme.
Mandaron traer a los toreros para las corridas de novillos, visitaron el lienzo charro para revisar las gradas y arreglarlas a la brevedad, calendarizaron las peleas de gallos y establecieron las apuestas mínimas. Además, invitaron a la familia que vivía en la capital, a los amigos gringos de Colorado, Boston y Texas —entre los que estaba el doctor Hepkins— y a la parentela de Monterrey y Ciudad Victoria. Se arreglaron las treinta y dos habitaciones, se construyó un ala nueva con diez cuartos más en el tiempo récord de trece días, y se mandó pintar la arcada con la leyenda que ordenó el patrón:
—Buen viaje, José Martínez.
La gente llegó poco a poco, como siempre, y no se fue sino hasta muchas semanas después. Don Pepe los recibía en la entrada, y les decía que su visita era el mejor regalo de despedida que podían darle. Sin humor, muy serio, agregaba:
—Ya me alcanzarán en el Infierno —pero todos reían.
Comenzaron las carreras de caballos, los ríos de “beberecua”, como le decían a la bebida, y la música infatigable (presumiblemente, había tres grupos de música a la vez: marimba o mariachi o banda o cuerdas o cualquier otro). Don Pepe se negó a recibir siquiera la menor retribución económica de sus amigos millonarios, yanquis o mexicas, y, como siempre, no cobró un peso, ni siquiera a los teporochos a los que atrajo el ruideral. Financió la feria, en la que jugaron y comieron todos, empleados e invitados, y durante semanas la actividad económica del rancho se relegó para biendespedir al jefe.
Los que lo vieron cuentan que don Pepe realizó una de las misiones para las que había nacido. La anécdota tiene cola: muchísimos años atrás, cuando aún vivía la Tía Tula, don Pepe, borracho-perdido, se trepó al que fue su caballo favorito, el Apostador, un árabe de doscientos cincuenta mil dólares, subió, primero, los diez escalones que conectaban la calle con el nivel de la Casa Grande, tres metros por encima, y luego intentó treparse con todo y caballo a la mesa de caoba que estaba en el comedor principal, donde cenaban unos gringos riquísimos, pero la Tía Tula gritó de tal modo que el caballo mismo retrocedió. A don Pepe se le bajaron las copas y dijo:
—Discúlpeme, señora.
Luego se bajó del Apostador, el cual tenía la peculiaridad de andar solo hasta su caballeriza, se sentó a la mesa, cenó y, al terminar, se levantó, pidió disculpas nuevamente y se fue a la cama muy apenado. Como puede verse, la Tía Tula era la única en meterlo en orden.
Pero en su fiesta de despedida la Tía Tula no se opuso, así que don Pepe repitió la hazaña, escalando con otro caballo árabe, Consentido de nombre, las escaleras que llevaban a la Casa Grande, y luego la mesa de caoba, donde se servía un pozole que tuvo que ser retirado para dar paso a la proeza. El ranchero maniobró al caballo que, a tientas y a brincos, logró subir a la mesa. Ya arriba, ambos bailaron como si se tratara de una exposición equina, y la afición embraveció de tal modo que el caballo, emocionado o embrutecido, reparó hasta tocar con la pezuña las vigas del techo.
Las fiestas siguieron durante varias semanas. Eventualmente, casi todos los invitados tenían que partir para cumplir con alguna obligación, y la rotación renovaba el ambiente festivo. El único que parecía no irse nunca era el hacendado, que atendía a todos con gusto de hostalero recién lavado. No negó un brindis, o una apuesta, y al poco se sospechó que no estaba desahuciado y que había dado el pitazo nomás para tener pretexto y festejarse, que era, desde siempre, su actividad favorita. Al propagarse un rumor de esa calaña entre la festividad, don Pepe murió.
Justo cuando parecía que el regocijo no tendría fin, al punto de cumplir el tercer mes desde que don Pepe recibió la noticia, y casi a la sexta semana de fiesta ininterrumpida, justo un día después de trepar al Consentido a la mesa de caoba, el anfitrión pidió permiso, se levantó de donde estaba —que era la mesa preparada para sus empleados, con quienes departía— y se fue a su cuarto con el pretexto de dormir. A la mañana siguiente lo encontraron aún erguido, pero de bruces contra el espejo que estaba frente a su escusado, tan frío y tieso como su revólver y con la otra pistola desenvainada y todavía en la mano, como si siguiera orinando. El Chueco fue el primero en encontrarlo, y ya le iba a prender fuego por el pantalón cuando la segunda esposa llegó y entrambos lo metieron, con sobrado esfuerzo, en el ataúd, que estaba a pocos pasos. Luego se llamó a todos los hijos, se difundió la noticia y se arreglaron los preparativos.
Durante la misa de cuerpo presente, el cura habló de las virtudes cristianas de don Pepe:
—La generosidad, la generosidad y la generosidad —dijo solamente.
El resto de la homilía trató sobre su impresión de la cantidad de gente que había. La concurrencia, que estaba constituida por el pueblo entero más los visitantes de Texas, Monterrey, Colorado, Ciudad Victoria, Boston y la capital nacional, debía sumar más de dos mil personas, todos los cuales intentaron caber en la Capillita de la Natividad, diseñada para meter a la familia Martínez, de no más de cien unidades.
Los mejor vestidos fueron los bostonianos, que se distinguían de los regios por no llevar hebilla. Las más llorosas no fueron las hijas, como habría de suponerse, sino las ex nanas de don Pepe, que aún vivían y a las que el difunto había pagado su pensión desde hacía cuatro décadas; eran cinco. La segunda esposa y la amante compartieron la primera banca, así como los hijos de la Tía Tula y los de la Potranca, que rellenaban las cuatro siguientes. El Chueco, que fue secretamente el hijo favorito de don Pepe, luego de intentar prenderle fuego al cadáver de su padre lloró desconsoladamente sobre el hombro de una de las sirvientas más jóvenes y, terminado el entierro, se la llevó a vivir a su casa, donde hizo el primero de cinco lindísimos críos, ninguno de los cuales salió enfermo como él.
Terminada la misa, la concurrencia esperó a que cerraran el ataúd del hacendado, para que saliera como novia recién casada, pero la caja no cerró en el primer intento y podía deberse sólo a dos motivos: que la caja se hubiera encogido, cosa poquísimo probable, o que don Pepe, en su último mes y medio de vida y fiesta, hubiera engordado lo suficiente como para obstruir el cierre de la tapa. Ocho se tuvieron que subir a la caja de zapote negro, mismos que debieron saltar al ritmo para que el cuerpo cediera y se acoplara a la cuadratura de la eternidad. Cuando cerró, el mecánico del pueblo ya había traído su herramienta, así que aseguró la caja con tachuelas, clavos y chinches, y hasta utilizó una escuadra para impedir que se fuera a salir el difunto. El ataúd parecía remiendo chino cuando lo sacaron entre los sinceros llantos del pueblo, acostumbrado a querer sin medida a quien lo trata más duramente.
Era el mediodía de un día cualquiera del que todos recordarían como el verano más caliente en Santa Engracia. Los ocho primeros hijos comenzaron cargando a su padre, cada uno agarrado de una de las agarraderas y todos bien ladeados en dirección opuesta a la del peso. A los pocos minutos ya estaban sudando a chorros, y el Chueco incluso ya se había ampollado ambas manos. Entonces hicieron el primero de tantísimos cambios que duró el recorrido de cinco kilómetros.
—Pa que se chinguen —parecía que aullaba el verano.
Al poco de abandonar la capilla, el caballo blanco de don Pepe, su Consentido arabesco, emparejó a galope a la procesión y se puso al frente del cortejo. Iba sin bridas ni estribos, enjaezado para la fiesta y sin jinete, y se quedó precediendo la fila, bailando como sólo hacía con don Pepe encima, avanzando de a poco, hasta que llegaron al cementerio.
Nadie se atrevió a hablar frente al difunto, los hijos mismos le echaron la tierra al agujero y todo el mundo se quedó callado e inmóvil, hasta que empezó a llover con una de esas lluvias diáfanas que son el producto misterioso de nubes demasiado famélicas. Todos regresaron a sus casas, conscientes de que aquel lugar no podría ser el mismo jamás, y sólo el caballo permaneció en el cementerio, acompañando la primera noche de muerte de su señor.
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Excelente cuento, sobretodo cuando se conoce el escenario. Muy buena narrativa, con cadencia y un interés que te captura desde el primer momento.
Greta Bolio