Consideraciones preliminares
El editor que asegure conocer el gusto de los consumidores de novela, miente. El editor que comprometa el ritmo y la creatividad de su autor en aras de un supuesto beneficio comercial, se equivoca. Allí están los fenómenos de ventas en que se convirtieron Roberto Bolaño y Stieg Larsson. Ninguno de los dos lo atestiguó.
Del otro lado está la disminuida respuesta del público a El juego del Ángel, a pesar del enorme aparato publicitario para lanzar la novela al mercado. Carlos Ruiz Zafón se encargó de advertir al editor y a los lectores en el primer párrafo:
Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia. Nunca olvida la primera vez que siente el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza, un plato caliente al final del día y lo que más anhela: su nombre impreso en un miserable pedazo de papel que seguramente vivirá más que él. Un escritor está condenado a recordar ese momento, porque para entonces está perdido y su alma tiene precio.
La crítica fue benévola con Ruiz Zafón: prefirió hacerlo a un lado que escarnecerle.
A diferencia de lo que sucede en el cine y la televisión, son pocas las novelas en las que el lector simpatiza con los transgresores de la ley, o en las que el personaje central —como ocurre con el Comisario Maigret— coincide con la ética y la moral del delincuente, hasta permitir que éste se salga con la suya, porque lo único que ha hecho es defenderse de los abusos de la autoridad, de las sinrazones de las mal llamadas “razones de Estado”, del avasallamiento de los que pueden permitirse el ocio sin restricciones, y que someten a los que poco o nada tienen, a quienes se les aplica la ley pero se les niega la justicia.
Son tres los transgresores que por el momento recuerdo y a los que irrestrictamente apoya el lector al avanzar en la lectura de la novela: Edmond Dantés, cuyo único deseo era conservar el amor de su novia; Jean Valjean, cuya apremiante necesidad era saciar el hambre, y un clochard que conmueve al jefe de la brigada criminal de París en Maigret et le clochard.
Dumas lo resuelve con una observación de su personaje Franz, mientras conversa con el Conde de Montecristo: “En efecto, lo sé […]. La justicia humana es suficiente como acción consoladora: puede verter sangre a cambio de la sangre, eso es todo; es preciso pedirle lo que puede dar de sí y no otra cosa”. Victor Hugo es poético y casi ingenuo al considerar que con un hecho, una acción revolucionaria como la mostrada en la breve asonada en la que son diezmados los amigos de Marius, el inspector Javert comprende y olvida y se aleja. Georges Simenon determina que Jules Maigret ha de pensar más como el lector contemporáneo de su momento:
Maigret comentó con su mujer, incidentalmente, durante la comida:
—¿Recuerdas el caso de la embarcación y el clochard?
—Sí. ¿Hay algo nuevo? —No me había equivocado…
—¿Por qué no lo detienes, entonces? Movió la cabeza.
—No. A no ser que cometa una imprudencia, lo cual me extrañaría de él, nunca podremos detenerle.
—¿Te habló de ello el Doctor?
—En cierto modo, sí…
Más con los ojos que con palabras. Los dos se habían comprendido, y Maigret sonrió recordando esa especie de complicidad que se estableció entre ellos durante un instante, bajo el puente Marie.
Los hombres que no amaban a las mujeres
Stieg Larsson va más allá. El éxito de su narración, la plausibilidad de su cuento, la credibilidad de su historia ocurre cuando el lector decide, por simpatía y por convicción, hacerse cómplice de los protagonistas de Los hombres que no amaban a las mujeres, primeras 800 páginas de las casi 2,500 que suman las tres partes de Millennium.
Mikael Blomkvist, alter ego de Larsson, es periodista dedicado a las investigaciones especiales, reputado por la honestidad y la honradez con las cuales se conduce; de acuerdo a la descripción ofrecida por el autor, es varonil, alto, en los primeros cuarenta y con una endiablada suerte con las mujeres; además, es pulcro en el oficio, pues respeta el anonimato en el que ha de mantenerse la identidad de sus fuentes de información y, antes de publicar cualquier cosa en la revista mensual Millennium, está acostumbrado a confirmar la exactitud de los datos, a discernir cuando una filtración sirve a los intereses de la sociedad y cuando es un instrumento para curar en salud al emisor de la supuesta confidencia, secreto clasificado de gobierno, para transformarlo definitivamente en desinformación.
La directora del mensuario es Erika Berger, compañera de estudios profesionales de Blomkvist, elegante, distinguida, casada con Greger Beckman, quien casi se ha convertido en un marido a modo, pues acepta de buen grado la relación sexual sostenida entre su esposa y el subordinado de ésta en Millennium. Erika Berger es el equilibrio erótico y profesional del periodista Blomkvist.
La solución a la hipnótica trama es Lisbeth Salander, mujer menuda, asocial, reactiva al afecto y la amistad por haber sido vejada por la autoridad que debió protegerla.
Peculiar seducción ejerce Salander sobre el lector, pues si hemos de creer a Larsson, su personaje está más cerca del punk que del revolucionario. Es hacker, bisexual, y decidió adornarse con piercings y tatuajes para demostrar a ella misma y al mundo que nadie está sobre su voluntad, por razones que se explican en el segundo volumen de la trilogía.
Pero no adelantemos vísperas. Otras aptitudes conquistan al lector intelectual: Lisbeth Salander no concluyó siquiera la enseñanza media, y para remediar esa ausencia de método cognoscitivo académico, la naturaleza la dotó de memoria fotográfica y de una asombrosa habilidad cibernética. Entre las computadoras, el software y Salander hay una simbiosis casi perfecta, importante para encontrar las respuestas que necesita el periodista Blomkvist para curarse de su soberbia, al haber dado por cierta una filtración que lo llevó al descrédito, a la cárcel e incluso al desempleo.
Esto último, por cierto, parece no tener significado porque de inmediato surge en la novela el personaje que permite al lector conocer la manera en que se conducen los oligarcas suecos y su estilo para el manejo de la economía. Los usos y costumbres de una buena parte de esa oligarquía, cuyo principal atributo es usar y abusar del ocio sin límites, conducen a desviaciones de todo tipo —que incluyen incesto, pedofilia, sumisión, crimen y, sobre todo, impunidad y abuso de ese poder similar al omnímodo de la divinidad que únicamente es proporcionado por el dinero.
Larsson y Blomkvist se deleitan desmontando los entresijos del mito de la economía y la democracia suecas, con el pretexto de descubrir el paradero de uno de los personajes. El periodista logra su propósito porque Lisbeth Salander decide echarle una mano con sus habilidades de hacker.
Como en toda novela de extensión decimonónica, los amores se triangulan, las esperanzas se tuercen, los éxitos duran lo que un suspiro, y lo que en la mente de los personajes es una aspiración de eternidad choca con la realidad que obliga, motiva a la heroína a castigar al malvado en donde más le duele: su fortuna.
Stieg Larsson nos pasea por los métodos de las policías suecas y los móviles de quienes determinan cómo debe blindarse la seguridad nacional y protegerse la razón de Estado. Larsson se vale incluso de los hospitales psiquiátricos al mejor estilo del estalinismo y nos deja, como sedimento para una inquietante reflexión, una serie de estadísticas referentes al maltrato a la mujer en Suecia.
La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina
Muchos son los recursos narrativos e intelectuales con los que Larsson atrapa al lector. El más perverso de ellos es despertar en éste el deseo de que Lisbeth Salander haga justicia por propia mano, castigue a los delincuentes y exhiba a las autoridades que, en connivencia con un grupo dentro del sistema de seguridad nacional sueco, le impuso tutela como si fuese una menor para establecer sobre ella un férreo control, después de haberla internado en una clínica con la pretensión de lavarle el cerebro y dejarla en libertad sólo cuando creyeron que ya no significaba peligro para ellos.
Larsson recurre a la seducción del raciocinio, al convencimiento por la inteligencia y la comprensión. Así como en Los hombres que no amaban a las mujeres el lector cede ante el enojo, por lo cruel de la trama tejida contra Salander, por la violencia con la que es sometida y violada con saña, por la holganza de la élite económica del país, por la impostura de la prensa, por la autosuficiencia del protagonista masculino —que cae redondito por creer en la amistad— y por la nada remota posibilidad de hacerse con la fortuna del verdadero delincuente y, además, burlar a las autoridades, en esta segunda entrega el lector se doblega ante la lucidez.
Los guiños culturales de Larsson recuerdan las sutilezas del guionista de Prison Break —serie televisiva que consta de cuatro temporadas—, en la que el depositario de un secreto, de una información y una fortuna era un tal Fibonacci, justo cuando en los medios culturales se manejaba la noticia de la solución al teorema de Fibonacci. El escritor sueco no hace menos. El hilo conductor que mueve las voluntades de Blomkvist y Salander es la lógica que podría permitir la solución del teorema de Pierre Fermat.
Los caminos de ambos protagonistas se cruzan de nuevo cuando la revista Millennium contrata a un reportero freelance casado con una candidata a doctora en criminología cuya tesis —que consiste en documentar cómo la sociedad y los tribunales disponen de las víctimas de la trata de personas— sirve de modelo para la investigación periodística que subyace en esta segunda entrega.
Lisbeth Salander descubre que el golpe maestro que dio en la primera parte no resuelve su tedio, de ninguna manera deja atrás la nostalgia, ni es garantía de una vida plena. La nostalgia la hace regresar sobre sus pasos e ir a saludar a su antiguo empleador, dueño de una compañía de seguridad; es el miedo al olvido y a la carencia de afectos lo que la hace preguntar por él o llamar a la puerta de una menuda mujer oriental criada en Francia —con toda seguridad vietnamita o camboyana—, mujer que no es su amante de fijo pero con la que compensa sus vacíos afectivos. O también y para colmo, esa nostalgia la conduce a utilizar sus habilidades cibernéticas y hackear la computadora de Mikael Blomkvist, para enterarse del móvil de esta segunda entrega de la saga.
Lo que en la primera no es sino el esbozo de una simpatía, una complacencia ante la actitud que Salander asume frente al poder y sus personeros, en La chica que soñaba con una cerilla… se transforma en abierta complicidad, porque para el lector de este siglo, para el acostumbrado a la impostura de la defensa de los derechos humanos desde el Estado, para el que sabe que las garantías constitucionales únicamente pueden preservarse con un buen abogado —ya que nadie sale en defensa de los derechos de la víctima—, Lisbeth Salander se transforma en un paradigma de la lucha que cierta mínima dignidad requiere para vivir, porque no pueden existir impunemente cárceles como las de Guantánamo, Abu Ghraib, los Cereso y los Cefereso, o los reclusorios de alta seguridad en los que la norma es la humillación propiciada por los reos con poder, por los celadores y por otras autoridades. Se puede explicar, aceptar y considerar como algo “normal” que los aparatos de seguridad del Estado, de la seguridad nacional de cualquier país, persigan con saña a un delincuente, pero que lo hagan con alguien cuyo único delito fue haber estado en el lugar y en el momento equivocados es más que un absurdo, y es aun peor cuando se trata de satisfacer venganzas personales o garantizar el uso y abuso de los privilegios obtenidos gracias a la sevicia como instrumento de control de la sociedad.
Aquí la víctima es la propia Salander, a quien se esfuerzan en colgarle un triple asesinato. Respecto a la violencia impuesta sobre ella por las autoridades que debieron haberla defendido, aparece esa otra poco discreta sumisión al poder, la del escalador social y el político que busca agradar al de arriba o al que puede garantizarle un ascenso, y que de no lograrlo corre el riesgo de perder todo lo ganado. Por ello, el fiscal encargado de instrumentar la acusación en su contra aplica recursos, tiempo y encono para disminuir su credibilidad.
El lector es conducido de la mano por inferencias que tienen que ver con la administración de justicia; por frases que parecen hechas pero que contienen una buena dosis de praxis política —de realismo en el uso del poder—, que comprenden cómo los gobiernos transforman en premio la impunidad de aquellos a “quienes hay que castigar por lo que verdaderamente hicieron, y no por lo que se dice que hicieron”, o a aquellos cuyo delito “es necesario medir de acuerdo a los servicios prestados al Estado”, pues según su lógica la sociedad ha de subordinarse a las decisiones del gobierno.
La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina es Lisbeth Salander, a quien el siquiatra y los jenízaros que dicen defender la seguridad nacional del Reino de Suecia han decidido quebrar la voluntad. Es entonces cuando se comprenden su debilidad por las altas matemáticas y su necesidad de buscar un refugio.
Lisbeth, quien a duras penas levanta poco más del metro y medio de estatura y no llega a los cincuenta kilos, se muestra decidida a romper con su pasado y a castigar a un delincuente, aunque en ello le vaya la vida. En este segundo volumen Larsson deja abiertas todas las posibilidades de respuesta a la tercera y última entrega.
La reina en el palacio de las corrientes de aire
¿Cuál puede ser el desenlace en una novela en la que el personaje central, Mikael Blomkvist, desciende en el interés del lector ante el perfil de las mujeres que llenan su vida, protagonistas necesitadas de afecto y comprensión, y de ninguna manera urgidas de esa equidad de género que todo lo confunde, porque han demostrado que pueden ocupar su lugar en el mundo a base de inteligencia y valor, incluso frente a los abusos de autoridad, como en el caso de Lisbeth Salander?
Con referencia a la mujer, Stieg Larsson deja en 2,500 páginas tres percepciones que él tiene de su país: 1) las mujeres son agredidas y acosadas, 2) usan por igual la lógica y la razón a fin de seducir y ascender y 3) sólo en pocas ocasiones se da a la mujer su lugar en la historia.
Lo anterior mueve al lector a meditar sobre casos similares, a ver con detenimiento el caso del cristianismo, y quizá fundamentalmente del catolicismo, pues los tres hechos apreciados por Larsson se hacen patentes: una mujer puede ser madre de Dios, es corredentora, es parte fundacional de la fe, pero de ninguna manera puede una mujer compartir responsabilidades con los prelados y los sacerdotes. Es prudente entonces preguntarse si el celibato impuesto es por desconfianza en el hombre o por miedo a la mujer. ¡Vaya usted a saber!
Con la misma precisión con que a lo largo de la novela se refiere a la mujer, Larsson aborda el tema del periodismo: Anders Holm se reclinó en la silla y contempló a Erika Berger.
—Joder, pero si yo nunca he querido ser redactor jefe —dijo.
—Ya lo sé. Pero tienes mano dura. Y estás dispuesto a andar pisoteando cadáveres para publicar una buena historia. Sólo desearía que esa cabecita tuya fuera un poco más sensata.
—¿Qué ha pasado?
—Yo tengo un estilo diferente al tuyo. Tú y yo siempre hemos discutido sobre cómo enfocar las cosas y nunca nos pondremos de acuerdo.
—No —dijo—. Nunca estaremos de acuerdo. Pero es posible que mi estilo esté anticuado.
—No sé si “anticuado” es la palabra más adecuada. Eres un periodista de noticias cojonudo pero te comportas como un cabrón. Algo completamente innecesario. Aunque lo cierto es que la mayoría de las veces nos hemos peleado porque tú has sostenido en todo momento que, como jefe de noticias, no puedes dejar que las consideraciones personales influyan en la cobertura de la información.
Creo que a estas alturas el lector debe tener claro cuál era la norma profesional de Larsson y su alter ego Blomkvist. Tampoco debe llamar la atención la manera en que las consideraciones políticas determinan las imposturas gubernamentales. Éstas van exponiéndose a lo largo de esta tercera entrega de Millennium, tanto por policías puntuales para con su deber social como por funcionarios ajenos a la realidad del Estado.
Así, el fiscal empeñado en culpar a Lisbeth Salander escucha cómo, con precisión, el policía a quien encargó la investigación de los crímenes imputados a ella se deslinda:
—Richard… las cosas son de la siguiente manera: desde su más tierna infancia Lisbeth Salander ha sido víctima de una serie de abusos contra sus derechos constitucionales. Yo no pienso dejar que esto siga. Si quieres me puedes relevar de mi cargo de jefe de la investigación, pero en ese caso me veré obligado a redactar una memoria de tono bastante duro sobre el asunto.
La excusa del siquiatra corrupto a la distorsión que ha hecho del juramento de Hipócrates es la necesidad que tiene de preservar sus privilegios: “Tan sólo era cuestión de ver cómo presentar los hechos. La Constitución no tenía nada que ver con todo aquello. Al fin y al cabo, se trataba de la seguridad nacional. La gente tenía que entenderlo”. ¿Es eso cierto? ¿Son los miembros de la sociedad los que tienen la obligación de comprender las decisiones de sus gobiernos?
Debiera ser al revés, pero no ocurre así. Son los gobiernos los que tienen la obligación de explicar, a satisfacción de la sociedad, las razones, las consecuencias y los resultados de sus políticas públicas, y el autor propicia que esa inquietud se convierta en certeza a lo largo de la enorme novela.
Larsson deja la responsabilidad de la reflexión sobre seguridad nacional a Torsten Edklinth, jefe del Departamento de Protección Constitucional:
La policía de seguridad se modernizó y, sobre todo, la protección constitucional adquirió un nuevo y más destacado papel. Su misión, tal y como se destacaba en las instrucciones del gobierno, consistía en prevenir y descubrir las amenazas que pudieran atentar contra la seguridad interior del Reino. […] Y el comisario Torsten Edklinth se tomó esta misión con la máxima seriedad. Consideraba que se trataba del cargo más importante y más bonito que podía tener un policía, y no cambiaría su puesto por ningún otro de toda la Suecia policial y judicial. Era, simplemente, el único policía del país que tenía como misión la de ser policía político. Se hallaba ante una misión delicada que exigía una gran sabiduría a la par que un milimétrico sentido de la justicia, ya que la experiencia de demasiados países demostraba que una policía política podía convertirse fácilmente en la mayor amenaza de la democracia.
Pareciera que la conducta y los objetivos perseguidos por el encargado del Departamento de Protección Constitucional hacen de Suecia un reino seguro, democrático, protector de los derechos humanos, en el que los funcionarios públicos no son corruptos ni corruptores.
A lo largo de los tres tomos de Millennium el lector mantiene la percepción de que nada escapa a la seguridad del Estado, que el caso de Lisbeth Salander fue un equívoco que no debió ocurrir, porque abrió los ojos de cierta prensa, de ciertos sectores sociales, a la realidad de la impostura de todos los gobiernos: primero están los intereses del que manda, después los de los que pagan.
Sostener que 1984 pasó sin pena ni gloria sería mentir, porque la verdad es muy distinta: los instrumentos de supervisión, vigilancia, coerción y desinhibición de los integrantes de la sociedad impuestos desde el poder son otros y más sofisticados a los entrevistos por George Orwell, aunque el fin sea siempre el mismo y el original: los sótanos de la procuración y la administración de justicia. Luego el desenlace, el vacío, la amenaza de esa nostalgia anticipada, porque el tiempo apremia y porque la única oportunidad de recuperar la entrañable figura de Salander será por medio de la relectura, para que el lector asuma su responsabilidad y se percate, certifique, confirme que esa menuda y joven mujer fue injustamente condenada. ~
Gregorio Ortega Molina
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