El nuevo embajador estadounidense en México, Anthony Wayne, llega en un momento difícil para los dos países. Su antecesor, Carlos Pascual, perdió su trabajo por diferencias con Felipe Calderón y la publicación de cables con comentarios desfavorables sobre México en WikiLeaks. Más allá que sus diferencias personales con Pascual, el presidente ha fulminado contra la incapacidad del país vecino de frenar el tráfico de armas y bajar la demanda para las drogas. Por su parte, los funcionarios americanos están cada vez más preocupados por la seguridad en México, y unos hasta hablan de insurgencia (equivocadamente, por cierto). El escándalo sobre el llamado Rápido y Furioso, en que agentes federales estadounidenses permitieron que armas de fuego cruzaran la frontera y llegaran a las manos del crimen organizado, ha incrementado la tensión aun más.
Como explica una nota reciente del Washington Post sobre la preparación del embajador para su nuevo puesto, “La educación de Tony Wayne viene seis meses después de que su antecesor efectivamente fue echado del país por Calderón –un rompimiento sorprendente en una relación que… era de ‘colaboración sin precedente’.” El reportaje indicó que el asunto de mayor preocupación era como llevarse mejor con Calderón, con todos los expertos en temas mexicanos explicándole a Wayne que fue lo que hizo mal Pascual.
Estos son tiempos de coraje y desconfianza, pues. Sin embargo, a pesar de los varios puntos de desacuerdo, la preocupación sobre la relación bilateral es exagerada por un par de razones.
La primera es que aunque hay muchas diferencias entre los dos países, la cantidad de asuntos importantes en que los dos gobiernos están de acuerdo es mucho mayor. En el pasado, diferencias sobre el petróleo, el régimen en Cuba, la apertura económica, y la deuda extranjera llegaron a ser muy serias. Más allá de los pleitos específicos, los dos países tenían desacuerdos fundamentales sobre sus ideales políticos y económicos que se manifestaban regularmente.
Hoy en día, la situación es distinta. Ambos países operan bajo un sistema democrático y económicamente liberal. La filosofía del libre comercio, concretada bajo el TLCAN, prevalece en los dos lados de la frontera. Si bien la inseguridad ha causado frustración en los lados de la frontera, sigue siendo un área de mucha colaboración entre las dependencias de los dos países. Hay diferencias, por supuesto, pero ahora son más superficiales; vale la pena recordar que, como un pleito de la prepa, Calderón se enojó con Pascual por hablar feo a sus espaldas, no por hacerle daño a México.
La segunda razón, y la más fundamental, es que la relación bilateral es mucho más amplia que la relación entre los gobiernos. La relación entre las dos naciones también consiste en la frontera de 3,000 kilómetros, los 12 millones de mexicanos que viven en el norte, los millones de estadounidenses que viven en y viajan a México todos los años, el tratado de libre comercio y los miles de negocios que lo aprovechan para hacer business, etcétera. En comparación con lo que une los dos países, los problemas entre Pascal y Calderón son pequeños y temporales; los vínculos mencionados arriba no se afectan por cualquier tensión que prevalezca en las embajadas.
Sin embargo, los expertos y analistas de los dos países hablan como si hubiera un impacto mayor porque Pascual no se llevaba bien con Calderón. En un sentido, la atención es entendible, porque México ocupa un lugar extraño para Estados Unidos. Si el gobierno estadounidense tiene un pleito con, por ejemplo, Egipto, pues los dos países no tienen el mismo nivel de vínculos culturales. Rencor entre los gobiernos sería rencor entre los países. Es decir, la relación bilateral en la mayoría de los casos no va mucho más allá de los gobiernos.
Pero el asunto para México y Estados Unidos es diferente. Es un cliché, pero cierto: son países hermanos, y por más que se enoja el gobierno de uno con el otro, lo seguirán siendo.