Es un lugar común afirmar que los hispanohablantes somos machistas y que ello se manifiesta con claridad en nuestra lengua. Tan es así que, junto con tomate o chocolate, los mexicanos tenemos el equívoco honor de haber exportado el adjetivo macho, tal cual, a varios idiomas.
El macho considera implícitamente que entre los humanos hay un género ganador y otro perdedor. Esto se verbaliza desde la escuela primaria y se consolida en la edad adulta: por ello en el recreo se grita ‘¡vieja el último!’ y en el estadio ‘¡el que no brinque es puto!’ o —desde hace apenas un par de años— ‘¡puuuuuto!’, coro dirigido al portero del equipo rival. De esta última expresión homofóbica nos ocuparemos en otro momento; por ahora nos interesa ver cómo se elabora el discurso misógino.
Sabemos a partir de las investigaciones feministas de los setenta (ahora se llaman “estudios de género”, como si sólo existiera uno) que es muy diferente ser un zorro (en los negocios o la política) que una zorra (quien se dedica a otro tipo de actividades). Ser un donjuán, un casanova o un playboy implica tener relaciones sexuales con tantas mujeres como sea posible. Este tipo de hombres por lo general es la envidia de sus congéneres. Una mujer con inclinaciones semejantes es repudiada por ser una golfa o una puta. A ésta última, además de sinónimos como ramera, buscona, meretriz, piruja, pelandusca, fulana o furcia, entre muchos otros apelativos, se le conoce como mujer pública (un hombre público es algo muy diferente) o como perra (que en masculino denota firmeza y capacidad de negociación).
En otra entrega abordaremos las expresiones clasistas que salpican el habla diaria (las cuales suelen denigrar indistintamente a ambos sexos), pero de momento vale la pena destacar que se dice ‘pleito de verduleras’ o bien ‘de comadres’, nunca de verduleros ni de compadres.
Incluso cuando se pretende halagarla, la mujer es cosificada. Las canciones muy nuestras son elocuentes: “eres la gema que Dios convirtiera en mujer para el bien de mi vida”, “como al caballo blanco le solté la rienda, a ti también te suelto y te me vas ahorita”, “me he de comer esa tuna aunque me espine la mano”, “te has equivocado porque yo he de ser tu dueño”. Este fenómeno parece retoñar con tenacidad: algunas letras de reggaeton van más lejos e incluso reivindican, al trivializarla, la violencia de género.
La sabiduría popular, como algunos califican al refranero, perpetúa de generación en generación los estereotipos sexuales: “a la mujer en casa nada le pasa”, “mujer sin varón, ojal sin botón”, “indio, mula y mujer: si no te la han hecho, te la van a hacer”, “la cobija y la mujer suavecitas han de ser”, “no hay mujer más buena que la mujer ajena”, por mencionar sólo cinco (una recopilación chilena consigna 408: http://refranes.dechile.net). Otros, muy mexicanos, son: “la mujer como la carabina, siempre cargada y en la cocina” y, de sentido semejante y construido con nahuatlismos (por si hubiera duda de que el machismo llegó a nuestra cosmovisión por ambas vías, la española y la indígena): “Las mujeres, pa’l metate y pa’l petate”. Hay también innumerables sentencias que se repiten de manera automática, sin pensar: “No llores como mujer lo que no supiste defender como hombre”, “calladita te ves más bonita”, “la mujer es el reposo del guerrero”, “a la mujer ni todo el amor ni todo el dinero”.
La consigna ‘¡vieja el último!’ hace que corran con todas sus fuerzas los niños varones; nadie quiere llegar al final, ser derrotado, convertirse en mujer. La derrota como destino manifiesto de la sexualidad femenina tiene una obvia relación con otro concepto que se hereda de padres a hijos, y no sólo en nuestra cultura: es mejor penetrar que ser penetrado. Mucho se ha escrito sobre el tema, desde el complejo de castración freudiano hasta los hijos de la chingada en El laberinto de la soledad, pasando por el totemismo de las sociedades falocráticas o los mexicanísimos albures. No obstante es importante reiterar que conceptualizamos la acción de penetrar como victoria y el encajar como derrota, tanto en el coito como en una de sus numerosas puestas en escena: el futbol. Los futbolistas profesionales, por cierto, hablan de paternidad cuando determinado equipo siempre le gana a otro. ‘Yo soy tu padre’, lejos de ser algo entrañable, significa que la madre del interlocutor fue seducida —eso en el mejor de los casos— por el macho alfa que hace la proclama. De ahí su superioridad.
Al decir ‘nos chingaron’ queremos expresar que fuimos vejados, ultrajados, penetrados por alguien más chingón —más profanador— que nosotros. En la Ciudad de México, las amenazas con que suelen empezar los asaltos a mano armada son “¡[ustedes] ya valieron verga, cabrones!” o “ya se los cargó/llevó la verga/la chingada”, lo que equipara el pene con una pistola y la cópula con un ajusticiamiento. Nada extraña resulta, por lo tanto, la expresión ‘ya me la pasé por las armas’ con que el macho alardea entre sus pares tras haber conquistado a una mujer.
El discurso machista sigue vigente en pleno siglo XXI. Sólo será anacrónico cuando la dicotomía penetrante/penetrada resulte irrelevante en nuestra sociedad. Aún queda mucho camino por recorrer. ~
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Profesor de literatura francesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, RICARDO ANCIRA obtuvo un premio en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo 2001, que organiza Radio Francia Internacional, por el relato “…y Dios creó los USATM”. Ancira ha ocupado diversos cargos directivos y de promoción cultural en la propia UNAM y el FCE.