En un entorno institucional y social marcado por el más intenso pluralismo, el régimen presidencial mexicano está agotado. El sistema y nuestra cultura política dificultan, cuando no impiden completamente, los consensos que tanto necesitamos. Gran parte del problema, argumenta Lorenzo Córdova, radica en la figura misma del Presidente y en las luchas de poder que giran en torno a ella.
Como consecuencia del proceso de cambio político que se ha articulado en México a lo largo de tres décadas, han cobrado carta de naturalización fenómenos típicamente democráticos, como la falta de mayorías predefinidas, la alternancia, los comicios competidos y un electorado variable y, en general, sensible a las coyunturas.
Sin embargo, el proceso de construcción institucional y de procedimientos democráticos ha seguido, sobre todo, el curso de los cambios electorales. Es ahí en donde hemos avanzado visiblemente. En otras áreas del diseño y funcionamiento del Estado el progreso ha sido menor o incluso inexistente.
Ello ha traído consigo una serie de complejidades que, dado el intenso pluralismo que nos atraviesa, afectan la capacidad de generar consensos y, consecuentemente, de gobernar el país. En la agenda política del futuro se vislumbra como una necesidad imperativa encontrar los mecanismos que permitan articular una nueva forma de convivencia y de interacción política que favorezca la toma de decisiones sin mermar la calidad democrática —todavía perfectible y lejos de resultar plenamente satisfactoria— que hemos construido con no pocas dificultades en los últimos años.
Ello se traduce, entre otras cosas, en la necesidad de repensar el esquema constitucional de gobierno y de relación entre poderes para propiciar una “gobernabilidad democrática”. Y es que la arquitectura constitucional aún vigente fue pensada para responder de manera funcional al régimen autoritario que se consolidó a lo largo del siglo pasado y hoy, luego del proceso de transformación democrática, resulta disfuncional y hasta pernicioso para la recreación de la convivencia democrática.
El modelo político emanado de la Revolución se articuló en torno a una inusitada concentración de poder en manos del Presidente de la República. Se trató de un régimen en el que tanto el diseño constitucional como el sistema político fundado en la presencia omniabarcante de un partido hegemónico, propiciaban una peculiar concentración de poder en las manos del Ejecutivo. En ese sentido, el presidencialismo mexicano se fundaba en una serie de importantes facultades constitucionales conferidas desde la Carta Magna al titular del Ejecutivo lo mismo que en una serie de facultades metaconstitucionales que multiplicaban su capacidad de control y decisión.1
El cambio político provocó que el pluralismo no sólo se multiplicara sino que, poco a poco, fuera colonizando las instituciones representativas del Estado mexicano. Ello a su vez ocasionó que, en los hechos, prácticamente todas las facultades metaconstitucionales del Ejecutivo, que pasaban por la hegemonía y el control del partido del Presidente en los órganos de decisión política, desaparecieran, y con ello su capacidad de mando casi omnímodo.
Esa nueva realidad plantea la necesidad de encontrar mecanismos institucionales que permitan enfrentar los retos que inevitablemente impone la nueva realidad política en términos de la capacidad de gobernar al Estado mexicano.
Por un lado, el esquema constitucional había sido diseñado para responder de manera funcional al régimen autoritario que se consolidó a lo largo del siglo pasado y ahora, luego del proceso de transformación democrática, resulta disfuncional (e incluso perjudicial) para estimular la colaboración y la corresponsabilidad de los diversos actores políticos. Tenemos, para decirlo de otra manera, una arquitectura institucional que responde a un sistema particularmente autocrático —en donde las decisiones generalmente caían desde lo alto— para regir a una sociedad democrática y atravesada por un intenso pluralismo. En ese sentido, la compleja realidad política nos está demostrando que el diseño del Estado no está sirviendo para proporcionar los canales institucionales para que las diferencias se procesen ni para estimular el compromiso entre las partes.
Lo anterior presenta una paradoja: seguimos teniendo una serie de facultades no democráticas en manos del Poder Ejecutivo (como el monopolio de la acción penal o el ser en los hechos el árbitro de las relaciones laborales) y que han sido fuente constante de confrontación política (como lo demuestran los conflictos sindicales de los últimos años alimentados en buena medida por decisiones de los órganos del Ejecutivo), pero a la vez tenemos a una Presidencia sin la fuerza suficiente para sostener una relación institucional eficaz, respetuosa de la potestad parlamentaria, y que le permita no obstante construir y articular consensos. Es cierto que esto último es producto de la incapacidad política de los gobiernos que se han enfrentado a la falta de mayorías, pero también lo es que no existe ningún estímulo institucional para construir esas mayorías y que generen una corresponsabilidad de los actores políticos —sobre todo de las oposiciones— en la conducción del Estado. Y en ello la forma de gobierno presidencial (con independencia de que en México el diseño constitucional confiere al Presidente atribuciones inexistentes en otros modelos presidenciales, particularmente el norteamericano) contribuye fuertemente a estimular la confrontación política y el obstruccionismo, en virtud de que se funda en una lógica de “todo o nada”, un juego de suma cero en donde, frente al ganador, los perdedores de una elección presidencial no tienen ningún estímulo institucional para sumar esfuerzos y sí una permanente tentación de bloquear, en la medida de sus fuerzas, la acción gubernamental.
Para decirlo de otro modo, si bien es cierto que en general la clase política (incluyendo a los titulares del Ejecutivo) no ha desarrollado una gran capacidad para alcanzar consensos, y la actitud de ésta es más proclive a la confrontación que al acuerdo —lo que ha redundado en una merma en la gobernabilidad del Estado—, también es cierto que el diseño de las instituciones y de su funcionamiento no estimula y alimenta esa vocación hacia la generación de compromisos, sin la cual resulta impensable la gobernabilidad democrática en un contexto de pluralismo político.
Un matiz resulta necesario, sin embargo. Otra de las paradojas de la transición es que, precisamente en el periodo en el que el fenómeno de los gobiernos divididos se ha instalado entre nosotros, el número de modificaciones a la Constitución —que implican un amplio consenso para alcanzar los dos tercios de los votos necesarios en las cámaras federales— ha sido el más alto para un mismo periodo. Dicho de otro modo, desde 1997 ningún partido político cuenta por sí solo con una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y desde el 2000 lo mismo ocurre en el Senado; sin embargo, la década pasada es en la que más cambios constitucionales ha habido (algunos de ellos de suma relevancia, como la reforma electoral de 2007). Es decir, consensos y capacidad para construirlos ha habido. El problema está en otro lado: esos consensos —en ocasiones muy complejos— han sido puntuales y coyunturales, han respondido a temas y a circunstancias específicas y no han supuesto la formación de amplias coincidencias estables y sobre programas políticos de amplio alcance.
Es por ello que resulta indispensable replantearse cuál debe ser la relación institucional que debe mediar entre el Legislativo y el Ejecutivo para propiciar una mejor interacción política, un estímulo para la generación de consensos estables y de larga duración y, por ende, una mayor gobernabilidad. Pero ello debe ocurrir, reconociendo que uno de los rasgos distintivos de la democratización mexicana es precisamente la diversidad política y la frecuente falta de mayorías, mismas que, en tanto expresión del pluralismo existente en la sociedad, deben ser vistas como una consecuencia democrática normal de la realidad política existente y que, por lo tanto, deben protegerse frente a la tentación de construir mayorías artificiales o un sistema de partidos excluyente, como han venido planteando con insistencia varios actores políticos en los últimos meses.2
Debemos decir que el diagnóstico anterior no refleja un problema exclusivo de la realidad mexicana. En las dos últimas décadas en el ámbito de la teoría y de la ciencia política se ha discutido intensamente sobre qué forma de gobierno permite mejor gobernabilidad en las democracias.3
Mucho se ha escrito sobre la pertinencia o no de que los sistemas presidenciales latinoamericanos, en los que la concentración excesiva de poder en manos del ejecutivo ha desnaturalizado el modelo originario, transiten hacia formas de gobierno parlamentaria o, en su caso, adopten algunas instituciones del parlamentarismo para atenuar el poder presidencial.4
Sin embargo, vale la pena insistir en que el sistema presidencial, por sus características institucionales, funciona de manera mucho menos fluida y articulada en un contexto de falta de mayorías parlamentarias —una situación reiterada y que, tal parece, llegó para quedarse en una sociedad cruzada por el pluralismo político como la mexicana— que en un contexto en el que el titular del ejecutivo coexiste con una mayoría afín.5
Una alternativa, antidemocrática y cargada de un carácter autoritario, es la que apuesta por erosionar la representatividad del sistema político e inducir artificialmente la construcción de mayorías.
Otra opción es la que busca tratar de incorporar mecanismos, característicos del sistema parlamentario (como la figura del gabinete sugerida por Valadés), que constituyan estímulos institucionales para la generación de consensos entre las fuerzas políticas.
Sin embargo, creo que el problema reside en la propia figura del Presidente. La puesta en juego que supone la competencia electoral directa por ese cargo es sumamente alta y constituye un juego de suma cero: alguien gana pero alguien pierde con toda la carga disruptiva que ello supone en un contexto de pluralidad y de potencial exacerbación política. Es decir, es precisamente el elemento distintivo del presidencialismo lo que constituye, a mi juicio, la fuente primera del problema. En ese sentido, creo que debemos replantearnos necesariamente el tránsito al sistema parlamentario sin medias tintas.
La propia lógica del funcionamiento del sistema parlamentario implica que en la designación del gobierno haya una mayoría legislativa predefinida que respalde dicho nombramiento. Ello puede ocurrir porque una fuerza política cuenta, como resultado de la elección parlamentaria, con una mayoría propia de legisladores y, por lo tanto, el gobierno responderá exclusivamente a ese agrupamiento político, o bien porque, en caso de que ningún partido alcance por sí solo la mayoría de legisladores, se conforme una coalición parlamentaria que respalde la conformación del gobierno. Pero en todo caso, la condición indispensable para que el gobierno pueda integrarse es que exista una mayoría predefinida o acordada de miembros del parlamento que lo sostenga.
Esa condición que caracteriza al sistema parlamentario elimina la posibilidad de que conviva un gobierno con un parlamento que le es permanentemente hostil y que reiteradamente rechace las propuestas e iniciativas gubernamentales; y de hecho condiciona a las fuerzas políticas a llegar a consensos cuando ninguna de ellas es per se mayoritaria en torno al gobierno.6 Los ejemplos de coaliciones parlamentarias para integrar a gobiernos son frecuentes, y no sólo de casos en los que los partidos coaligados son afines política e ideológicamente: hay ejemplos muy emblemáticos de fuerzas políticas contrapuestas que en las elecciones se presentaron en bandos adversarios y que, luego de una intensa negociación, deciden respaldar conjuntamente un gobierno de coalición (dos casos particularmente significativos en ese sentido son la coalición que en 2010 pactaron conservadores y liberales en Gran Bretaña para sustentar al gobierno de David Cameron y el acuerdo de gobierno —la “gran coalición”, como fue denominada— que alcanzaron en 2005 los dos grandes antagonistas políticos alemanes, la Unión Demócrata Cristiana y el Partido Socialdemócrata, para respaldar el primer gobierno de Ángela Merkel).
Se dice que hace falta un contexto político adecuado y una clase política “educada” para las dinámicas parlamentarias. Pensar así significa, simple y sencillamente, cerrar la puerta a la discusión. Tampoco la Alemania y la Italia del posfascismo o la España del posfranquismo tenían arraigada una cultura política democrática, todo lo contrario.
Los contextos y las actitudes políticas se construyen, máxime cuando ello va acompañado de una revolución institucional como la que supone el cambio de la forma de gobierno.
Por supuesto que el parlamentarismo no nos resolvería los grandes problemas que nos aquejan, pero estoy convencido que nos facilitaría la convivencia del pluralismo —el gran y más importante legado de la transición— y del estímulo para el consenso.
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1 Cfr. Jorge Carpizo, El presidencialismo mexicano, Siglo xxi , México, pp. 190 y siguientes.
2 Véase Enrique Peña Nieto, “Mayorías en el Congreso para un Estado eficaz”, El Universal, 16 de marzo de 2010, y José Córdoba Montoya, “Contra el proporcionalismo”, Reforma, 11 de abril de 2010.
3 Son emblemáticos los textos de Mathew S. Shugart y John M. Carey, Presidents and Assemblies: Constitutional Design and Electoral Dynamics, Cambridge University Press, Cambridge, 1992; Giovanni Sartori, Ingeniería constitucional comparada, Fondo de Cultura Económica, México, 1994; y Juan Linz, “Democracia presidencial o parlamentaria: ¿qué diferencia implica?, en Juan Linz y Arturo Valenzuela (compiladores), Las crisis del presidencialismo, Tomo i Perspectivas comparadas, Alianza Editorial, Madrid, 1997.
4 En este último sentido se han pronunciado, entre otros, Jorge Carpizo, Concepto de democracia y sistema de gobierno en América Latina, unam, México, 2007; y Diego Valadés, “Concepto de democracia y sistema de gobierno en América Latina”, en Andrew Ellis, J. Jesús Orozco Henríquez y Daniel Zovatto (coordinadores), Cómo hacer que funcione el sistema presidencial, unam -Idea Internacional, México, 2009, pp. 429-475.
5 Ésa, según Linz, es la causa que provoca el “bloqueo”, en ocasiones irresoluble, del sistema presidencial.
6 Ése es el eje de la crítica al presidencialismo sostenida por Juan Linz en “Democracia presidencial o parlamentaria ¿Qué diferencia implica?, en Juan Linz, y Arturo Valenzuela (compiladores), Las crisis del presidencialismo, Tomo i Perspectivas comparadas, Madrid, Alianza Editorial, 1997, pp. 25-143.
*Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la unam .