En los últimos 20 años nuestras vidas han transitado gradualmente y de forma dispareja hacia un contexto más democrático a partir de la liberalización del sistema electoral. Los cambios que esta liberalización ha generado no son menores y han modificado la estructura de incentivos de ciudadanos y, especialmente, de políticos fuera y dentro del gobierno. En el balance, dichos cambios han redundado en una vida más democrática; hoy México es un país muy distinto —mejor para la mayoría— del que vivíamos hace dos décadas.
Por una vida más democrática no hay que entender que nos hemos transformado todos en mejores personas, ni mucho menos que los políticos ahora se preocupan genuinamente por los ciudadanos. Ningún sistema político que funcione adecuadamente para el agregado social se establece sobre esta base de ciudadanos virtuosos y políticos filantrópicos. Un gobierno más democrático no es un asunto de “buenos” y “malos”, o de “honestos” y “deshonestos”. Es un asunto de incentivos correctos o incorrectos para acercar las preferencias de los gobernantes a las de un número grande de ciudadanos.
El régimen político es un mecanismo que determina cómo y con qué peso se agregan las preferencias de los individuos y grupos en una sociedad. Un gobierno democrático tiene una tasa de conversión de preferencias de grupos sociales en políticas públicas mayor a la de un gobierno autocrático. Conforme aumenta el número de votantes relevantes para mantenerse o aspirar al poder, deberíamos observar políticas más redistributivas, es decir, políticas que beneficien a más a costa de menos. Ahora bien, decir que ganamos con la democracia no equivale a decir que con este sistema ganamos todos los ciudadanos todo el tiempo; algunos pierden en cada iteración, y esperaríamos que esos que pierden defiendan también sus intereses, incluso si son ilegítimos.
El sólo hecho de que las elecciones sean más equitativas genera que la amenaza de perder el poder sea creíble para los gobernantes; y tiene también el efecto de cambiar al votante relevante en la elección. Ya no son las corporaciones las que tendrán el mayor peso para decidir al próximo gobernante como en la época del Priato, sino que ahora, además de las corporaciones, importan “los ciudadanos”, así en genérico. Esto implica que los incentivos están puestos para que las políticas públicas del gobierno también se enfoquen en los segmentos de votantes más numerosos, que en México contienen necesariamente a los pobres, además de los grupos organizados.
Nótese que no es un asunto de justicia social como tal lo que motiva las políticas, sino que los ciudadanos reciben beneficios como una externalidad del político satisfaciendo sus propios intereses, en este caso la reelección de su partido o sus aspiraciones a otro cargo. Suponer que las cosas mejorarán cuando lleguen gobernantes filantrópicos y “preocupados por México” es, por decir lo menos, ingenuo. Esto lo hemos ido asimilando poco a poco, pero aún buena parte de los reclamos a los políticos y de las propuestas para un mejor gobierno se enfocan en las características del individuo en el poder: que si es corrupto, que si no tiene voluntad política, que si no conoce la realidad de los mexicanos, y otros por el estilo. Y con este diagnóstico viene la solución equivocada: lo que necesitamos son políticos honestos, con voluntad política y que conozcan la realidad del país. Entonces la selección de los gobernantes se convierte casi en un concurso de belleza. Error. Por eso, sistemáticamente, nos decepcionamos de nuestros gobernantes. No es un asunto de virtud individual, sino de instituciones que incentiven a los políticos a comportarse en el gobierno de forma que ganemos más con sus decisiones y, lo más importante, que dichas decisiones las realicen porque son las mejores para su interés propio; de otra forma no tendrán incentivos para realizarlas. Por ello, los temas fundamentales que deberíamos discutir son los de las reformas a las instituciones que incentivan el comportamiento de los políticos y dejarnos ya de rumiar sobre si López Obrador o Peña Nieto o Cordero o Marcelo o Lujambio nos arreglarán la vida.
El acceso a los servicios de salud es un buen ejemplo de cómo nuestra vida ha mejorado como colectivo gracias al cambio en los incentivos que ha generado la liberalización de la competencia electoral. Aunque aparentemente contraintuitivo, no es casualidad que durante los repetidos gobiernos federales del PRI —que era el partido de la Revolución, de las masas, del pueblo— no se otorgó cobertura médica universal y se limitó a asegurar a mucho menos de la mitad de la población, sólo a aquellos trabajadores formales en el sector privado a través del imss y a los del sector público a través del ISSSTE. Este afortunado subconjunto de la población no consideraba a los más pobres. Resultará sorpresivo para algunos que haya sido el pan —un partido de derecha, acusado de conservador y pro empresarios— el que haya generado el acceso universal a la salud a través del Seguro Popular, beneficiando directamente a los más pobres y generando externalidades positivas para toda la población.
La razón de este cambio está precisamente en que se han modificado los incentivos de quienes nos gobiernan. En las épocas menos democráticas, el PRI era sostenido en el poder por las corporaciones —sindicatos y otros grupos organizados— y era a quienes atendía. De ahí que sólo los trabajadores organizados recibieran el beneficio del acceso a la salud. El PAN ahora se enfrenta a un electorado mucho más amplio que incluye a grupos organizados, pero también al resto de la sociedad no organizada. Dada la estructura socioeconómica del país, los más pobres necesariamente entran en el cálculo de cualquier partido para acceder o sostenerse en el poder, sea el partido que sea. Vemos ejemplos similares de programas universalistas en gobiernos estatales de PRI y PRD. Esto es un gran cambio en nuestras vidas.
Otro buen ejemplo de los beneficios de nuestra vida democrática es la liberalización de los mercados de consumo. Si comparamos las opciones de consumo que teníamos hace 20 años, veremos que hoy tenemos mucha más variedad para elegir y a precios relativamente más bajos. Ciertamente parte de la mejora es exógena, por ejemplo generada por la tecnología, pero otra buena parte es producto del cambio en la estructura de incentivos a la que se enfrentan los gobernantes. Una economía cerrada a las importaciones de bienes y servicios favorece especialmente a los productores domésticos —la minoría— a costa de los consumidores —la mayoría—, y aumenta el poder relativo del gobierno al estar en sus manos muchas de las decisiones sobre producción y distribución de bienes y servicios a través de regulaciones, subsidios y aranceles. Gradualmente disfrutamos cada día de más opciones y el Estado tiene menos injerencia en las decisiones personales de consumo. Recordemos, por ejemplo, los tiempos en que las opciones legales de tenis se reducían a Canadá o Panam, y los chocolates Hershey’s se compraban como contrabando en los tianguis con el correspondiente sobreprecio.
Pero no todo es “democrático” hoy en día y no lo ha sido en los pasados 20 años. Hemos vivido simultáneamente en distintos regímenes y tiempos políticos, algunos más y otros menos democráticos. Es como ver circulando lado a lado a un auto híbrido Honda y a un Pacer de American Motors. Tenemos acceso a conocer con un nivel de detalle aceptable cómo se gasta el presupuesto social federal, pero es casi pecaminoso que exijamos que se audite el gasto de las universidades públicas; puedo elegir entre una gran variedad de marcas y modelos de automóviles, pero sólo puedo comprar la gasolina que distribuye Pemex.
El diablo ciertamente está en el detalle. Son ajustes marginales a las reglas actuales los que determinarán si nuestra vida democrática mejora o se estanca en lo que vivimos hoy en día. Muchas de las reglas que hoy determinan la estructura de incentivos de los gobernados fueron creadas para darle viabilidad al régimen hegemónico que encabezó el PRI y sus predecesores. Dichas reglas eran convenientes para mantener el poder en manos de unos cuantos a costa de los demás.
Quizás el ejemplo más claro sea el de la prohibición de la reelección para el cargo de Presidente de la República, que con variantes se establece primero en 1917, regresa en 1927 y se prohíbe de nuevo en 1933 como consecuencia del asesinato de Obregón. Esta prohibición permitió a las distintas facciones dentro del pri comprometerse creíblemente a no perpetuarse en el poder y generaba un mecanismo de rotación de grupos y élites en el poder, resolviendo así uno de los problemas principales que tuvieron las facciones ganadoras en el periodo inmediato siguiente al fin de la Revolución. El pri vendió, y muchos compraron, la no reelección como un acto de congruencia con la lucha revolucionaria apelando a la tan famosa y no menos manoseada proclama revolucionaria: “Sufragio efectivo, no reelección”. Habría que preguntarse en primer lugar por qué el pri hizo tanto énfasis en respetar la no reelección pero sistemáticamente violó el sufragio efectivo; suena por demás conveniente. La supervivencia de esta regla sólo beneficia a los partidos para monopolizar candidaturas y recursos, un rasgo profundamente antidemocrático de nuestra vida.
En suma, en los últimos 20 años el país es ciertamente otro. Más individuos se benefician de la redistribución que realiza el Estado y de su salida de muchas actividades que el mercado regula mejor; como colectividad hemos avanzado. Podemos argumentar a favor o en contra de tal o cual partido o tal o cual gobernante y su estadía en el poder, pero esto no se opone a la mejora en las reglas con las que hoy vivimos más democráticamente. Precisamente por estas reglas es que si un partido decepciona con su desempeño, puede ser reemplazado. Ésta no era una opción realista hace 20 años.
Dentro de otros cuatro lustros, si todo sale bien, deberíamos estar hablando de la transformación de las instituciones y de cómo en 2011 padecíamos con un país en donde los partidos monopolizaban el acceso al poder y las decisiones relevantes; donde unos pocos podían bloquear calles sin consecuencias porque la autoridad temía ser vista como represora, y donde los gobernantes aún no entendían que también acciones que dañan a los grupos de poder a favor de las mayorías desorganizadas pueden ser recompensadas electoralmente. ¿Será?
_______________
VIDAL ROMERO es profesor-investigador del Instituto Tecnológico Autónomo de México y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Stanford.
Mala pregunta. Dados grados de calidad, digo que la actual democracia mexicana se parece más a la simulada por el PRI durante 70 años que a la gringa, suiza o finlandesa. Ergo, no cabe juzgar a la democracia en sentido estricto por los resultados de México… ¿verdad?