Para Hannah Arendt, “la capacidad de construir una promesa sostenible” es una de las dos virtudes fundamentales de la vida social. Tiene sentido. Nos lo han dicho maestros, consultores, scouts, líderes sociales, jefes y pastores, cada uno a su manera. Las empresas lo saben, por eso desarrollan mecanismos para atraer y sostener el compromiso de sus colaboradores y proveedores. Lo saben también las adolescentes en sus reiterativos sueños, como lo saben los proyectistas, candidatos, diseñadores y prometidos (sustantivo por demás sugerente). Cualquiera que haya intentado realizar una empresa, generar un proyecto o construir una comunidad (de miles de personas o de dos) acepta con facilidad la lúcida intuición de Arendt como una evidencia.
Sólo en el cimiento de compromisos confiables y compartidos es posible edificar nuevos vínculos, construir un futuro aceptable e, incluso, alimentar nuestra vitalidad.
Pero, al igual que toda propuesta que pueda ser adjetivada de humanista, la de Arendt se mantiene abierta a los aprendizajes de la historia y a los de su propia experiencia. Conoce nuestra humanidad. Sabe de las innumerables rupturas, frustraciones, debilidades y traiciones de las que somos capaces, de nuestra vulnerabilidad y de la consecuente necesidad de reconstruir el nosotros, de sanar heridas y de reincorporar a la comunidad a los débiles, los victimarios, los traidores y a los transgresores.
Por eso reconoce en la reconciliación a la segunda de las virtudes sociales básicas.
El perdón es la válvula que permite reincorporar nuestra humanidad al juego social: un retorno que, en los momentos críticos de la historia de una comunidad, se antoja necesario transitar.
Al prometer, dibujamos los primeros bocetos de una relación o de una empresa; al perdonar, los enmendamos y los terminamos haciendo viables. Con la promesa trazamos el cimiento de todo proyecto; con el perdón, la posibilidad de revitalizarlo. La construcción de promesas nos facilita el tránsito hacia el futuro, que nos preocupa; el perdón nos reconcilia con el pasado, que nos pesa y que puede, incluso, envenenarnos.
Pero, aun siendo necesario, el camino del perdón es indiscutiblemente arduo y problemático por razones múltiples de orden emocional, cultural, social y hasta neurológico.
Por eso resulta a tal grado alentador y sorprendente tener noticia de un proyecto como las Escuelas de Perdón y Reconciliación, creadas por Leonel Narváez, el colombiano que ha sido merecedor del Premio unesco de Educación para la Paz y que ha ayudado a más de noventa mil ex combatientes de las farc a incorporarse a la vida civil.
Desde la convicción de que “sin reconciliación no hay futuro” y de que “sin perdón no hay reconciliación”, y con lemas tan sugerentes como: “Frente a la irracionalidad de la violencia, la irracionalidad del perdón”, esta metodología educativa, además de pretender curarnos de pasado y de futuro, encuentra la clave de su éxito en la disolución de al menos otros tres falsos dilemas.
Resuelve en primer lugar y de manera magistral la supuesta oposición entre teoría y práctica. La frustración por el fracaso de los diálogos de El Caguán, promovidos por el Presidente Andrés Pastrana y de los que el propio Leonel Narváez fuera facilitador, condujo a este último a la Universidad de Harvard. Había constatado que además de las causas “objetivas” del conflicto, como la injusticia social y la corrupción política, existían otras de tipo interno, como el odio, el rencor y el deseo de venganza, que ningún experto en negociación (contaron con los mejores del mundo) consideró, y que parecían ser críticas para trabar o desatorar una negociación. Leonel intuía que dichos factores “subjetivos” podían investigarse hasta promover para su tratamiento una metodología adecuada.
Despertó el interés de un nutrido grupo de académicos y generó como resultado una investigación interdisciplinaria que soportó el rigor de la Universidad de Harvard y de su envidiable equipo de sociólogos, psicólogos, politólogos, historiadores y filósofos.1
Dicho rigor académico, sin embargo, se traduce en una pedagogía simple y profunda, pletórica de metáforas, rituales, diálogos, cuentos, dinámicas y exposiciones al alcance de cualquiera.
Si la preocupación que dio origen al proyecto fue la realidad, habiendo escalado el edificio académico hasta alcanzar tales niveles de rigor y de abstracción, éste debía descender nuevamente, dibujando el hermenéutico trazo de una elipse, hasta tocar de nueva cuenta la realidad misma.
Por otro lado (lo hemos sugerido ya), la vocación interdisciplinaria de estas escuelas logra extender el ámbito intrapersonal —monopolizado normalmente por la psicoterapia o por el confesionario— al político —confiado normalmente al monopolio de los sociólogos, antropólogos sociales y políticos profesionales.
La propuesta metodológica de Narváez intenta salvarnos de la fragmentación y la sobreespecialización, que son quizá los más lamentables pecados académicos de nuestro tiempo. No se agota en el proceso de perdón: ritualiza sus logros en la calle proyectándolos al espacio público. Promueve el rescate —para la paz— de espacios comunitarios fracturados por las violencias, facilita pactos de coexistencia, convivencia o comunión entre antiguos contendientes al tiempo que promueve una nueva narrativa que libera a las comunidades de la circularidad y la repetición: en síntesis, hace política.
Aquí viene bien aclarar que este ejercicio de perdón de ninguna manera cancela la vocación por la justicia ni renuncia a la misma. Tampoco depende de ésta (menos aun de sus condiciones judiciales y burocráticas) para echar a andar sus propios mecanismos.
Justicia y reconciliación deberán correr en paralelo. Además, cualquier mecanismo judicial que en la práctica redoble la violencia o tienda a institucionalizar la venganza (justicia punitiva) está retado a transformarse hasta alcanzar el rostro de una justicia restaurativa tanto de la dignidad de la víctima como de la del victimario.
Finalmente, la propuesta de Narváez —de su fundación, de sus escuelas— rescata al perdón del monopolio de las iglesias, mismas que en no pocas ocasiones lo han convertido en instrumento de manipulación y de control, para proponerlo como una virtud de la cultura política, como un atributo de la ética cívica y como un derecho humano.
En la visión de la filósofa valenciana Adela Cortina, una sociedad plural y democrática se nutre del diálogo abierto entre las diversas éticas de máximos (cuyos contenidos son la felicidad, el sentido de la vida y de la muerte) y la de mínimos o cívica, que involucra a todo ciudadano y tiene por contenido la justicia.
Lo inesperado es que en éste, como en todo diálogo vivo, quepan la mutua transformación e incluso el contagio; que mecanismos como los del perdón y la reconciliación, asociados tradicionalmente a ciertas éticas de máximos, tengan potencial para inocular la ética mínima al grado de postularse como virtud necesaria de la cultura política y más aun, como conditio sine qua non para la viabilidad de una comunidad y para su futuro.
Tal es en esencia la propuesta de Leonel. Pensar en el perdón y la reconciliación como cultura política, en la posibilidad de renovar comunidades devastadas, en una educación diferente capaz de habilitarnos para la vida.
Creer que su metodología —y aun su filosofía— basten para aminorar el efecto de las violencias en México resulta a todas luces ingenuo. Desecharlas, sin embargo, me parece un desperdicio. ~
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1 Leonel Narváez, Perdón y reconciliación como cultura política, Fundación para la Reconciliación.
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y doctor en Desarrollo Humano por la UIA. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.