Raspe, Rudolph Erich, Aventuras del barón de Münchhausen,
España: Doncel, 1971, 174 pp. (Libro joven de bolsillo).
En pleno siglo xviii y muy probablemente en la sobremesa de la corte alemana un fanfarrón cuenta sus hazañas, un militar y hábil embustero narra la manera en que libra sus batallas más allá de toda lógica y coherencia. Ese hombre era Karl Friedrich Hieronymus Barón de Münchhausen. Pero este hombre no hubiera sido nada (de hecho nunca lo fue, pues sus actividades castrenses nunca le redituaron ningún éxito) si no hubiese tenido quien lo escuchara: Rudolph Eric Raspe.
Ilustración de Gustave Doré, 1866
Pocos datos biográficos se tienen del Barón de Münchhausen, que era militar, que se casó dos veces, que era cercano a la corte de Hannover y que tenía un gran vicio: darle vuelo a la lengua para contar las aventuras más descabelladas (motivo por el cual terminó en la miseria, pues ¿en dónde es bien visto un mitómano?). Lo trascendente aquí es que sus mentiras han llegado hasta el siglo xxi (se han hecho películas acerca de ellas, la primera en 1911 y la más reciente en 1988 dirigida por Terry Gilliam; incluso, existe un síndrome psiquiátrico que le hace honor, el Síndrome de Münchhausen según el cual quien lo padece se hace daño para llamar la atención).
¿Pero por qué un mentiroso ha logrado saltar las barreras de la historia para seguir contando sus mentiras? Es probable que Eric Raspe no sea el mejor escritor (tampoco le importaba, lo que él de verdad apreciaba era su carrera de científico y clasificador de arte), sólo se dedicó a transcribir lo que escuchaba, pero la imaginación a la que le puso letra es tan inabarcable que es imposible no admirarla, y ciertamente el transcriptor era casi tan desquiciado como el mismo barón.
Al Barón de Münchhausen le quedaban cortos Superman, Batman, Hulk y toda la Liga de la Justicia juntos (es de la lectura del barón de donde sale la clásica imagen de las historietas de las chispas en la cabeza luego de un golpe), y lo mejor es que él hacía gala de no poseer ningún poder más allá de lo humano: peleaba con jaurías de osos polares; viajaba montado en balas de cañón; montaba caballos desollados en la marcha por lobos; saltaba de un lugar al otro del orbe en globos aerostáticos (cuando apenas se habían inventado), o cabalgando enormes águilas a las que domesticaba en el camino; imaginaba canales aún inexistentes (se prefigura en su lectura la construcción del Canal de Panamá); viaja a la Luna para verificar que sí es de queso y conocer a los selenitas; salva la vida a los reyes franceses (ya luego el rey se atarantó y por eso llegó a la guillotina); luego de Jonás y antes de Gepetto viaja en el aparato digestivo de una ballena; todas las reinas, la de Rusia, la de Francia, la de Alemania se rendían ante su presencia seductora, y él como todo caballero, por supuesto no negaba sus favores; emprende una campaña militar acompañado de los míticos Gog y Magog; domestica a la Esfinge y conoce a Don Quijote, y “…declaró el barón, es tan cierto como el Evangelio”, pues “…dado que existen ciertos viajeros propensos a hacer afirmaciones que quizá superan cuanto es rigurosamente cierto, pudiera ocurrir que algunos de los que me escuchan alimentaran dudas sobre la autenticidad de mi relato. A tales incrédulos sólo puedo decir que les compadezco por su poca fe…”.
Eric Raspe se encontró ante los cimientos del surrealismo y tomó nota, lo cual le costó el prestigio social pues al final de su vida fue repudiado. La narración es vertiginosa, sin descripciones sobradas, todo es preciso, escueto y ágil, de tal forma que si uno se adormece en menos de lo que les cuento está en otra aventura sin apenas darse cuenta de cómo llegó allí. A estas aventuras se le han agregado otras en su recorrido a través de la historia, varios escribanos hicieron sus aportaciones, se dice incluso que en la época de Hitler había algunas aventuras de adoctrinamiento nacional-socialista que por fortuna, la obra por sí misma logró purgarse.
Estas aventuras parecen una obra sencilla e ingenua, de hecho están clasificadas como obra de la literatura infantil, pero no lo son; por sobre el tono antiheróico y bufonesco que el Barón imprime a su narración y Raspe a su escritura, pervive la burla y el desprecio por la clase de los coronados, “Cada uno de nosotros [los militares en campaña] cumplió exclusivamente su propio deber; lo cual, en el lenguaje de los patriotas, de los soldados y de los caballeros, significa ya hacerse acreedor de todo el honor posible. Un honor que la mayoría de los politicastros de café no puede comprender ni comprenderá nunca”; en repetidas ocasiones se burla de ellos haciendo notar las habilidades y talentos que posee aun sin ser de sangre azul, se lee entre líneas el desprecio y la crítica por la monarquía, y se descubre un estímulo a la libertad de la imaginación, un acicate a la búsqueda de otras perspectivas de la vida (¡en mitad del siglo xviii !), razones más que suficientes para que ambos, Raspe y el Barón, terminaran sus vidas en el desprecio casi total de su sociedad. Dejó aquí un pasaje de los que a mi gusto es de los más reveladores.
El barón acompañado de una caravana increíble: Gog, Magog, la Esfinge y otros personajes no menos sobresalientes, llega a un pueblo en la parte central de África, al llegar ahí el emperador muere y le hereda su reino. Es entonces, cuando
[…] Un poco después mandé publicar en el Boletín del Reino la siguiente proclama, que inmediatamente reprodujeron los restantes periódicos del imperio:
“Por decisión de su excelencia el Barón de Münchhausen, visto y considerado que todos los graneros del reino han recibido recientemente una provisión de caramelos para usos específicos, y puesto que la población se ha mostrado hostil a todo tipo de alimentación europea, se prohíbe a todos los funcionarios encargados de la vigilancia de dichos caramelos, que cedan, vendan o permitan que se venda cualquier parte o cantidad de dicho material. Los transgresores de la presente orden serán castigados con severísimas penas.
Münchhausen
En el castillo de Gristariska,
el día de Triskill del mes de Griskish
del año Mulikasra-navos-kasnavildash.”
La proclama suscitó, como era de esperar, en todo el imperio, la más profunda curiosidad. “¿Sabes qué son esos caramelos?”, preguntaba la señora de Mooscilgarusti a su excelencia Darnarlaganl. “¡Caramelos!”, respondía él. “¿Caramelos?, no. ¿Qué caramelos?”. “Me refiero”, replicó la gentil señora, “a la enorme cantidad de caramelos almacenada, bajo la vigilancia de la policía, en todos los graneros del imperio; ese material cuya venta y distribución ha sido prohibida a todos los indígenas bajo la amenaza de las más severas penas”.
“¡Dios mío!”, fue la respuesta. “¿Qué diablos pueden ser? ¡Prohibido! ¿Por qué ha de estar prohibido? Por favor, señora de Fasciascià, ¿sabe por casualidad qué son esos caramelos? ¿Y usted, lord Trastilleux? ¿O usted, señora Gristilarkash? ¡Cómo! ¿Nadie puede decirme en qué consisten esos caramelos?”.
Los caramelos fueron durante varios días temas de conversación en todos los salones del imperio. Caramelos, caramelos, caramelos. En todas partes, de la mañana a la noche, se oía siempre la misma palabra, e incluso en la noche, cuando el sueño reconforta a toda la humanidad, las damas del imperio soñaban sólo y exclusivamente con los caramelos.
[…] Pero existía un punto en el que todos estaban de acuerdo: el gobierno debía de tener un propósito secreto al dar órdenes tan categóricas con respecto a la conservación de aquel producto, prohibiendo su distribución entre la población.