Si como propone Margarita Garza, la migración es un ritual de paso contemporáneo en el que se suceden las fases preliminar, liminar y postliminar, México constituye para los transmigrantes centroamericanos una frontera de tres mil kilómetros en la que se viven las aspiraciones y sentimientos propios del segundo momento del proceso: el silencio, la incertidumbre, el miedo.
Empujados por la carencia e imantados por la esperanza, miles de seres humanos cruzan diariamente el territorio mexicano aspirando simplemente a la invisibilidad, ansiando acelerar el tiempo, suspendidos en él, conteniendo su tránsito por la historia en un estado de latencia voluntario. En realidad son fantasmas. Se trepan entre los vagones de los trenes de carga soñando con reactivar —algún día no muy lejano, ya en la tierra prometida: Estados Unidos— un impulso vital puesto momentánea y voluntariamente entre paréntesis.
Pero los fantasmas también necesitan alimentarse. Su paso por México puede durar meses y está (lo sabemos ahora gracias a la acción profética de los Scalabrinianos de Solalinde) asediada por peligros y abusos indescriptibles.
Los más débiles, los miserables, los olvidados son objeto de las peores vejaciones, objeto de extorsión, moneda de cambio, ingrediente estadístico, objeto de estudio: finalmente objetos.
Uno de estos fantasmas sorprendió en 1998 a las hermanas Romero Vázquez que caminaban cerca de las vías del tren en su pueblo, apodado La Patrona, en Veracruz. Hasta entonces habían creído que los hombres que se transportaban entre los vagones eran simplemente aventureros o vagabundos.
—Dame de comer, madre —imploró el fantasma. Sorprendidas y asustadas, las hermanas cedieron a este peculiar viajero su mandado: el pan y la leche que llevarían a sus casas.
En la reunión dominical de su familia —abierta, matriarcal, encantadora— decidieron atender el llamado. Una de las hermanas ofreció ayudar con los frijoles, otra con el arroz. Como nadie se animaba a poner lo más dispendioso, doña Leonila, su mamá, se ofreció para comprar las tortillas.
Prepararon diez “lunches” y salieron al paso del tren, para ofrecerlos a quienes —ya para siempre— dejarían de ser fantasmas o vagabundos para adquirir la identidad de peregrinos.
Regresaron a su casa frustradas. Eran mucho más que diez. Tenían hambre. Ellas se organizaron, convocaron, crecieron. Entendieron su vocación y la atendieron. Desde entonces acopian, cocinan, recolectan y empaquetan diariamente para salir al paso de los trenes —de todos los trenes— que van de sur a norte.
Los trenes en México —ya nos lo había dicho Arreola en “El guardagujas”— pueden pasar a cualquier hora. El número de migrantes que transporta cada uno es impreciso. Además, mientras hay maquinistas que, en un gesto de complicidad con las mujeres, se anuncian con tiempo y desaceleran discretamente, otros aceleran y evitan al máximo el uso del silbato. Se trata pues de estar siempre alerta, de tener paciencia. Ellas reconocen el silbato de los trenes que van al norte del silbato de los que van al sur. Con éstos últimos, ni se inmutan.
Cuando se anuncia el tren que sube, se activa la fiesta. Las mujeres, que repiten cotidianamente la multiplicación de los panes y los peces, cargan a toda prisa sus carretillas y salen al encuentro de los migrantes. En el momento en que los alimentan, al paso del tren, ocurren milagros, actos sencillamente fascinantes, pequeños triunfos del Reino, encuentros momentáneos que alcanzan la estatura de lo Eterno, reivindicaciones de la dignidad, humanidad pura.
Su obra no aporta nada al pib ni cambia la condición migratoria de los centroamericanos. No incrementa sus posibilidades de cruzar nuestra frontera norte para ingresar a los Estados Unidos. En el sentido más llano del término se trata de un acto inútil. En ello radica la maravilla.
Quien haya participado del ritual, el que haya acompañado a las patronas un solo día para renovar el sacramento, aunque sea tan sólo por curiosidad, cualquiera que haya sentido la imponencia de la bestia, y al que a su paso un migrante haya arrebatado una bolsita con arroz rojo o un atillo con tres botellitas de agua, puede dar cuenta de este acto de amor femenino, entrañable, definitivo.
Cada vez que un migrante es alimentado por las patronas se renueva un sacramento, se altera favorablemente el ritmo del cosmos, se puede significar toda una vida. Si para muchos los transmigrantes son objetos, las mujeres de La Patrona reconocen cotidianamente (el alimento es sólo un símbolo de ello) su condición de seres humanos.
Lo demás es simplemente la historia que se fue escribiendo desde la fidelidad a un llamado al mismo tiempo esperado y sorpresivo. En uno de los momentos en que las tortillas subieron de precio, a alguien se le ocurrió negociar con las tiendas de Soriana para recoger la merma de pan de sus panaderías; se sumaron más mujeres, hubo quien prestó una camioneta, el patio se fue convirtiendo gradualmente en cocina, en lugar de reunión, en fiesta. El compromiso les ha permitido conocer más de la vida de los migrantes; vincularse con otros de los muchos —Alejandro Solalinde es uno de ellos—que les brindan una mano en su paso por México; compartirles cuando es posible una hojita con información sobre sus derechos y sobre los sesenta albergues dispuestos para ellos a lo largo del país: otro tipo de alimento.
A su alegría se han acercado voluntarios itinerantes, otras mujeres de la familia, curiosos, reporteros, cineastas, grupos de jóvenes y estudiantes, pero la obra mantiene la frescura de lo nuevo, la naturalidad y la vitalidad de lo que no se ha institucionalizado. Se ubica justamente en las antípodas de la burocracia.
Para Norma —líder del esfuerzo, dueña de la casa verde que es también papelería y queda a una cuadra de la vía, una de las hijas de doña Leonila—, la vocación quedó sellada una noche en que el tren, extrañamente, se detuvo en su pueblo y un grupo de migrantes le imploró que atendiera a uno de ellos que había sido brutalmente agredido por los maras por defender la integridad de su esposa. Era un hombre de raza negra. Lo descolgaron sangrante, hirviendo en calentura, del techo de un vagón detenido en medio de la noche. Dos compañeros sostenían sus brazos abiertos, otros lo esperaban en el piso, para recibirlo. La veracruzana contemplaba la escena consternada. La imagen de aquel agonizante se convirtió en la señal que esa mujer creyente había implorado. Al descendimiento de la cruz, sucedió la piedad: lo llevaron muertas de miedo a varios lugares en donde le negaron atención médica, hasta que decidieron llevarlo a su casa. Cauterizaron sus heridas con sal y le procuraron los medicamentos que alguna enfermera le prescribió. Días después, cuando finalmente pudo restablecerse, continuó su camino hacia el norte. Luego supieron por un telefonazo que ese hombre hondureño, a diferencia de otros de sus compañeros de aventura, no había alcanzado los Estados Unidos. Pero esa llamada fue la excepción. Las mujeres de La Patrona normalmente desconocen la suerte de sus asistidos. Ellos, por su parte, si las encontraran en la calle, no podrían reconocer a las samaritanas que honraron su humanidad.
Es posible sin embargo que, como Saint-Exupéry, ellos se sientan llamados a corresponder a las mujeres que salvaron su vida en el rostro de los muchos necesitados que se crucen en su camino. Si esto ocurre, los peregrinos estarán esparciendo a su paso una vida más a la altura de lo humano; en la marginalidad se encenderá una pequeña luz capaz de alcanzar al mundo.
!MARAVILLOSO TESTIMONIO DE LO QUE ES REALMENTE TRABAJAR POR EL REINO DE DIOS, SIN MAYORES CEREMONIAS, SIN LITURGIAS OFICIALES, PERO ESTA OBRA ES REALMENTE UN SACRAMENTO, EL COMPARTIR, EL ALIMENTAR, EL ACOMPAÑAR, EL ESCUCHAR, TODO ES PROFUNDAMENTE HUMANO Y TAMBIÉN PROFUNDAMENTE DIVINO. GRACIAS A LAS «PATRONAS» POR DARNOS ESTE TESTIMONIO, ESO ES CRISTIANISMO DEL BUENO. UN ABRAZO A TODAS…
Este texto estará disponible en el transcurso del mes. Por favor, visite el sumario general o el sumario del suplemento de Cultura regularmente. Los títulos subrayados indican que el artículo completo ya está disponible. Suscríbase a Este País y reciba la versión impresa cada mes a la puerta de su casa o cómprela con su […]
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