Para que los mercados funcionen y progresen, argumenta el autor, es necesaria cierta dosis de egoísmo tanto en los productores como en los consumidores. De otra forma ningún intercambio comercial sería posible.
No es la benevolencia del carnicero,
del cervecero o del panadero la que
nos procura el alimento, sino la consideración
de su propio interés.
Adam Smith
I.
Por lo general, al egoísmo no se le considera una virtud (es decir, un hábito operativo bueno que beneficia no solamente a la persona virtuosa, sino a quienes la rodean), sino un vicio (y por lo tanto un hábito operativo malo que perjudica no únicamente a la persona viciosa, sino a todos sus semejantes), razón por la cual se le condena, en muchas ocasiones sin mayores consideraciones, como bien se podría condenar al carnicero, cervecero y panadero mencionados por Smith en uno de los párrafos más conocidos de la literatura económica. Panadero, cervecero y carnicero egoístas —y por lo tanto viciosos— que actúan en función de sus intereses y no de las necesidades de quienes compran esos productos para alimentarse, lo que haría parecer que no existe —por lo menos no desde el punto de vista moral— mayor antítesis que la que se da entre interés y necesidad. Así, resulta vicioso actuar en función de los propios intereses y virtuoso hacerlo en función de las necesidades de los demás.
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En efecto, no parece haber nada más virtuoso que actuar con el fin de aliviar las necesidades de los demás, razón por la cual no parece haber conducta más viciosa que la de quien actúa con el objetivo de salvaguardar sus intereses, tal y como lo hacen el carnicero, el cervecero y el panadero; tal y como lo hacen, a final de cuentas, todos los agentes económicos, ya sean productores, oferentes o vendedores; compradores, demandantes o consumidores.
En el mercado, sin importar el papel que juguemos en cada momento, todos actuamos egoístamente, de tal manera que, parafraseando a Smith, podemos afirmar que no es la benevolencia de los consumidores o de los compradores la que proporciona su ingreso al carnicero, panadero y cervecero, sino la consideración de su propio interés, que consiste en satisfacer sus necesidades.
¿Cómo es posible que, si todos los que participan en los mercados —es decir, en los intercambios de bienes y servicios— lo hacen en función de sus propios intereses y no de las necesidades de los demás —es decir, lo hacen de manera egoísta, y por lo tanto viciosa—, los mercados funcionen y lo hagan en beneficio de todos los que participan? He ahí la magia del mercado y, por lo tanto, el poder del egoísmo.
II.
El progreso económico consiste en la capacidad para producir más y mejores bienes y servicios; depende de la productividad, de la división del trabajo y del intercambio que resulta posible, únicamente, si los agentes económicos involucrados actúan de manera egoísta.
¿Por qué compran los consumidores bienes y servicios? ¿Porque pretenden ayudar a quienes los ofrecen o porque pretenden ayudarse a sí mismos? Y los productores, ¿por qué venden mercancías? ¿Porque su intención es ayudar a quienes las demandan o porque su objetivo es ayudarse a sí mismos?
¿Cuándo fue la última vez que usted compró algo, no porque lo necesitara, sino por ayudar al productor de dicha mercancía? Y, si recientemente lo hizo, ¿con qué frecuencia lo hace? Y si la compra la realizó con el objetivo de ayudar al vendedor, ¿por qué no la llevó a cabo a un precio mayor, considerando su ingreso?
¿Cuándo fue la última vez que usted, en su calidad de productor, vendió algo no porque usted lo necesitara sino por ayudar al comprador? Y si lo hizo recientemente, ¿con qué frecuencia lo hace? Y si lo hizo con la intención de ayudar al consumidor, ¿por qué no lo vendió al menor precio posible considerando el costo de producción?
La respuesta a cada una de estas preguntas es: “Porque actué de manera egoísta, pensando en mi propio interés y no en la necesidad de la contraparte”. Así actuamos todos en el mercado; el egoísmo hace posible su funcionamiento y, por ello, todos los beneficios que trae consigo, comenzando por el más obvio que consiste en que todo intercambio es un juego de suma positiva, por el que ambas partes —productores, oferentes y vendedores por un lado; consumidores, demandantes y compradores por el otro—, ganan, ¡juego de suma positiva que se da a partir de la actuación egoísta de los jugadores!
III.
¿Qué pasaría si, por no comprender el funcionamiento de los mercados, es decir, de los intercambios, los agentes económicos decidieran actuar altruistamente? Lo que pasaría es que ningún intercambio sería posible, por lo que los mercados desparecerían y con ellos se esfumarían la división del trabajo y la productividad. Como resultado final, ¿tendríamos una considerable involución económica?
Supongamos que el oferente y demandante de cierta mercancía deciden —por aquello de que el egoísmo es un vicio y el egoísta un vicioso— actuar altruistamente, de tal manera que el consumidor está dispuesto a pagarle al productor el mayor precio posible según sus ingresos, al mismo tiempo que el productor está dispuesto, no solamente a regalarle al consumidor la mercancía, sino a otorgarle el mayor subsidio que le sea posible. Con tal disposición, tanto del comprador como del vendedor, ¿habrá intercambio? No, ya que nunca llegarán a establecer un precio, porque el demandante quiere pagar el mayor posible y el oferente recibir el menor, al grado de estar dispuesto a subsidiar al demandante. La actuación altruista de las partes involucradas en el intercambio de mercancías los coloca, paradójicamente, en direcciones contrarias, en caminos divergentes, que hacen imposible que se establezca un precio y, por eso mismo, hacen imposible el intercambio.
¿Pero qué sucede si, en vez de actuar altruistamente, en función de las necesidades de los demás y no de los propios intereses, oferentes y demandantes se comportan de manera egoísta? Entonces el consumidor querrá comprar al menor precio posible y el productor vender al mayor, lo cual los coloca, paradójicamente, en la misma dirección, en caminos convergentes, que hacen posible el establecimiento de un precio.
En el primer caso, el del comportamiento altruista de oferentes y demandantes, el comprador quiere pagarle al vendedor un precio de 10 millones de pesos por un par de zapatos, al tiempo que el vendedor quiere subsidiar al comprador con 20 millones de pesos en la “compra” del par de zapatos: no se llegará a un precio y el intercambio resultará imposible. El altruismo impide el intercambio y, así, limita las posibilidades de bienestar de la gente.
En el segundo caso, el del comportamiento egoísta de demandantes y oferentes, el comprador quiere pagarle al vendedor el menor precio posible, al tiempo que el vendedor quiere cobrarle al comprador el mayor precio posible, lo cual permite, mediante el regateo (formalmente conocido como interacción entre oferta y demanda), que comprador y vendedor lleguen a un acuerdo: el precio. El intercambio es posible y acarrea todas sus ventajas, comenzando por el hecho de que es un juego de suma positiva. El egoísmo, al hacer posible el intercambio, expande las posibilidades de bienestar de la gente.
IV.
La división del trabajo eleva la productividad, lo cual da como resultado no sólo más bienes y servicios, sino mejores bienes y servicios, que hacen posible un mayor bienestar.
La división del trabajo, cuya consecuencia es que buena parte de los bienes y servicios que necesitamos para satisfacer nuestras necesidades sean producidos por alguien más y, por ello, sean propiedad de alguien más, tiene sentido en la medida en que el intercambio es posible.
El intercambio, que hace posible la división del trabajo, que hace posible una mayor productividad, que hace posible la producción de más y mejores bienes y servicios —que, a su vez, hacen posible un mayor bienestar—, es posible gracias a la actuación egoísta de los agentes económicos. Gracias a que actúan no en función de las necesidades de los otros sino en función del propio interés. Egoísmo que es, a final de cuentas, la piedra de toque del progreso económico, como claramente lo vio Adam Smith, y como claramente lo explicó con la metáfora de la mano invisible, que será el tema de la próxima entrega.
Desde el punto de vista de las condiciones para el funcionamiento de los mercados, y dadas las ventajas que los mercados traen consigo, ¿sigue siendo válido calificar al egoísmo como vicio y, por ello, como algo que debe combatirse? La consideración —en el marco de los mercados— del egoísmo es descriptiva, ya que nos dice que, en los intercambios, los agentes económicos actuamos de esa forma. Es un hecho. Si para que los mercados funcionen y se obtengan sus beneficios es necesario el egoísmo de los agentes, entonces, de no darse, debería de prescribirse. Sería un deber ser.
Por lo pronto, en éste, como en muchos otros temas, hay que ir más allá de la frontera.
<span style=”font-variant: small-caps;”>arturo damm arnal</span> es economista, filósofo y profesor de Economía y Teoría Económica de Derecho en la Universidad Panamericana.
Buen intento por reconciliar la depredadora economía de libre mercado con las humanidades y una narrativa de corte filosófico compadre. Aunque para mi no resultó convincente.
Saludos
Eduardo Anaya desde GDL