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El alma de Buenos Aires
Identidades Subterráneas | Bruno Bartra | 26.01.2011 | 0 Comentarios

Las coor­de­na­das de mi ami­go Leo fue­ron pre­ci­sas: ha­bía­mos de ir a una di­rec­ción en el ba­rrio Ca­ba­lli­to, to­car el tim­bre de una ca­sa y es­pe­rar a que nos abrie­ran. Fi­nal­men­te y al ca­bo de dos días, tras ha­ber ca­mi­na­do por Puer­to Ma­de­ro, el Con­gre­so y los al­re­de­do­res de la Ca­sa Ro­sa­da, las co­sas pa­re­cían po­ner­se in­te­re­san­tes en un Bue­nos Ai­res que no aca­ba­ba de des­per­tar ad­mi­ra­ción.

orquestabaigon2Foto tomada del sitio oficial de Ciudad Baigón

Ahí es­tá­ba­mos, so­bre una ave­ni­da si­mi­lar a Cuauh­té­moc, to­can­do el tim­bre; y aden­tro, La Ve­cin­dad, un cen­tro cul­tu­ral oku­pa don­de, al pa­re­cer, se ha ges­ta­do gran par­te de la es­ce­na rock-cum­bian­che­ra de la ca­pi­tal ar­gen­ti­na, y que por lo vis­to es pa­ra­da obli­ga­da pa­ra cual­quier ma­ni­fes­ta­ción al­ter­na­ti­va sub­te­rrá­nea de la ciu­dad.

Esa no­che hu­bo un ra­dio-dra­ma; un gru­po de rock con ban­do­neón; el dj Sul­tán —quien es­to es­cri­be— po­nien­do mú­si­ca bal­cá­ni­ca; el dj Tu­do Bem —nues­tro ami­go Leo— con su mú­si­ca bra­si­le­ña, y un gru­po de sam­ba. To­do en un en­tor­no de pa­re­des gra­fi­tea­das y múl­ti­ples pie­zas de­co­ra­ti­vas a ma­ne­ra de ar­te ob­je­to, no muy dis­tin­to de una ca­sa oku­pa eu­ro­pea.

De vuel­ta en ta­xi ya en la no­che y al día si­guien­te no de­ja­ba de sor­pren­derme que pe­se a es­tar a mi­les de ki­ló­me­tros de Mé­xi­co,  uno se sien­te allá mu­cho más en ca­sa como la­ti­noa­me­ri­ca­no que cuan­do só­lo cru­za el Río Bra­vo.

Nue­va­men­te, la no­che si­guien­te, Leo nos dio las in­di­ca­cio­nes ha­cia Al­ma­gro; ahí, un edi­fi­cio ro­tu­la­do co­mo es­cue­la de tan­go y ubi­ca­do en una ca­lle os­cu­ra da­ba la im­pre­sión de es­tar ce­rra­do. Ha­bía que tim­brar tam­bién. Y sí, da­ban cla­ses de tan­go y bai­le fol­cló­ri­co ar­gen­ti­no pe­ro, el si­tio re­sul­ta­ba ser al­go más cer­ca­no a un bar, lla­ma­do La Ca­te­dral del Tan­go —con al­tar a Car­los Gar­del in­clui­do—, se pre­sen­ta­ban va­rios gru­pos de folk. Al inicio se im­par­tió una cla­se de dan­za, an­tes de que la no­che se tornara bo­he­mia. Aunque era do­min­go por la no­che, pa­re­cía el lugar no ce­rra­ría ja­más.

Al día si­guien­te, des­pués de pen­sar que to­da la mo­vi­da al­ter­na­ti­va ar­gen­ti­na se lle­va­ba a ca­bo en lu­ga­res clan­des­ti­nos, la co­sa cam­bió. Aho­ra la ci­ta era en la Ciu­dad Cul­tu­ral Ko­nex, com­ple­jo ar­tís­ti­co ubi­ca­do cer­ca de Abas­to, a unas cua­dras de la ca­lle Gar­del, don­de se ha­lla un monumento al gran mú­si­co ar­gen­ti­no. En di­cho lu­gar se pre­sen­ta­ba un en­sam­ble de per­cu­sio­nes, La Bom­ba de Tiem­po, que ha ad­qui­ri­do cier­ta no­to­rie­dad en la es­ce­na lo­cal: al son de ba­tu­ca­da y rit­mos afro­la­ti­nos bai­la­ban cen­te­na­res de per­so­nas, un buen por­cen­ta­je de ellas, eso sí, turistas. Al ca­bo de unas dos ho­ras de bai­le fre­né­ti­co, el even­to con­clu­yó, pe­ro resultó que Cheikh Gue­ye, un in­te­gran­te de di­cha ban­da, te­nía un pro­yec­to al­ter­no que se pre­sen­ta­ba usual­men­te en el bar lla­ma­do Uni Club, a unas cua­dras de ahí, y don­de se lle­van a ca­bo los “afro­lu­nes”.

El pro­yec­to era el gru­po sin nom­bre de “per­cu­sión tra­di­cio­nal + fu­sión”, co­man­da­do por el pro­pio Gue­ye, un bai­la­rín y per­cu­sio­nis­ta se­ne­ga­lés mar­ca­do por la tra­di­ción griot, quien tras cre­cer en su pa­tria y re­co­rrer Eu­ro­pa se lan­zó a Ar­gen­ti­na evo­can­do las “ma­ra­vi­llo­sas imá­ge­nes” del país su­da­me­ri­ca­no que pu­do ver por te­le­vi­sión du­ran­te el mun­dial de fut­bol de 1978.

gueyeFoto tomada del sitio oficial de Cheikh Gue­ye

Des­pués de lle­gar a di­cho lu­gar, ha­cia las 11 de la no­che, aguar­da­mos y aguar­da­mos, has­ta que ca­si dio la una de la ma­dru­ga­da del lunes e ini­ció el gru­po abri­dor, pa­ra luego dar pa­so a la ban­da del mú­si­co que or­ga­ni­za­ba di­chas fies­tas y que te­nía un fuer­te se­llo afri­ca­no, con cier­tos co­que­teos ha­cia el reg­gae.

Fi­nal­men­te, unos días des­pués, en el Tea­tro Or­lan­do Go­ñi se pre­sen­tó la Or­ques­ta Tí­pi­ca Ciu­dad Bai­gón. El si­tio no era tan vis­to­so co­mo el del lu­nes, ni tan clan­des­ti­no co­mo los de las pri­me­ras no­ches; el ni­vel del en­sam­ble con­for­ma­do por doce mú­si­cos re­sul­tó sor­pren­den­te, y la no­che tam­bién fue úni­ca.

Tras la ex­pe­rien­cia de in­mer­sión en una par­te de la es­ce­na bo­nae­ren­se, uno se pre­gun­ta por qué la mú­si­ca al­ter­na es­tá tan re­clui­da en una de las tie­rras la­ti­noa­me­ri­ca­nas don­de el rock ha te­ni­do ma­yor fuer­za, con una tra­di­ción sin in­te­rrup­ción des­de la dé­ca­da de 1950, y de don­de han sa­li­do al­gu­nos de los gru­pos más em­ble­má­ti­cos de ha­bla his­pa­na. Aho­ra to­do in­ten­to al­ter­na­ti­vo e in­no­va­dor pa­re­ce re­le­ga­do, ya sea a los fo­ros clan­des­ti­nos o a los con­ta­dos si­tios le­ga­les con ca­bi­da pa­ra la mo­vi­da sub­te­rrá­nea.

Pe­ro hay una ex­pli­ca­ción: el 30 de di­ciem­bre de 2004 se in­cen­dió la dis­co­te­ca Re­pú­bli­ca de Cro­ma­ñón, con 4 mil per­so­nas den­tro; fa­lle­cie­ron 192 y hu­bo mil 432 he­ri­dos. Ade­más, re­sul­tó que en el lu­gar ha­bía me­no­res de edad: ado­les­cen­tes de 13 a 15 años y has­ta ni­ños, pues­to que al pa­re­cer un ba­ño del lo­cal es­ta­ba ha­bi­li­ta­do co­mo guar­de­ría. An­te el ri­dí­cu­lo por la fal­ta de re­gu­la­cio­nes, el go­bier­no lo­cal ce­rró una enor­me can­ti­dad de si­tios y en­du­re­ció las me­di­das pa­ra abrir ba­res o dis­co­te­cas.

El he­cho de que ha­yan sur­gi­do tan­tos si­tios clan­des­ti­nos tal vez sea mues­tra de la fuer­za cul­tu­ral de una ciu­dad que siem­pre ha sido se­mi­lle­ro de gru­pos al­ter­nos. En el res­to de Ar­gen­ti­na flo­re­cen ban­das nue­vas; es­ce­nas de Men­do­za y Cór­do­ba co­mien­zan a so­bre­sa­lir. Qui­zás una par­te de la po­bla­ción ar­tís­ti­ca de la ca­pi­tal fe­de­ral co­mien­ce a emi­grar ha­cia otras ciu­da­des don­de ten­gan me­jo­res opor­tu­ni­da­des. Que­da cla­ro que eso su­ce­de­rá an­tes de que es­tos crea­do­res bo­nae­ren­ses de­jen de de­di­car­se al ar­te.

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