En la raíz de la crisis financiera internacional más reciente, está la visión del dinero como fin en sí mismo y como medida de la realización personal y colectiva. Esta visión rige el mundo financiero y ha permeado hasta las bases de las sociedades contemporáneas. Es dañina pero, se pregunta Alasdair MacIntyre, ¿hay remedio?
El hombre vestido con un modesto traje oscuro y camisa gris podría confundirse, salvo por la presencia de su esposa de 33 años, con un abate benedictino en su tiempo libre. Estamos cenando en la elegante atmósfera de la capellanía de la universidad católica de Cambridge; la conversación es animada, pero este hombre, un filósofo de 81 años, se conforma con un vaso de agua y deja intactos los platos y el vino tinto añejo. Modesto, un poco austero, rebosa sin embargo una humanidad benévola desde la punta de su corte de pelo monacal hasta sus punteras raspadas.
Foto tomada de Flickr/CC/SeanConnor
Alasdair MacIntyre es uno de los filósofos de la moral más influyentes del mundo. Ha escrito 30 libros de ética e impartido una gran variedad de cátedras en Norteamérica durante las últimas cuatro décadas. Al mezclar ideas de la antigua Grecia y el cristianismo medieval (con una pizca añadida de marxismo), MacIntyre escribe y diserta sobre los fracasos y las insatisfacciones de la “modernidad avanzada”. Este verano aceptó una invitación de Prospect y el Jesus College de Cambridge para hablar con un grupo de académicos sobre el desastre económico que el capitalismo se ha infligido a sí mismo y le ha infligido al mundo.
A menudo MacIntyre ha dado la impresión de un Savonarola que se rasga las vestiduras. Ha arremetido contra los herederos de las principales escuelas de ética occidentales: el contrato social de John Locke, el imperativo categórico de Immanuel Kant, la utilitaria “mayor felicidad para la mayoría” de Jeremy Bentham. Aun así, la suya no es una voz solitaria en un páramo salvaje y puede reivindicar su vínculo con un trío de pesos pesados del siglo xx: la fallecida Elizabeth Anscombe; su esposo que le sobrevive, Peter Geach, y el filósofo canadiense Charles Taylor, ganador en 2007 del premio Templeton. Los cuatro tienen en común su fe católica, el entusiasmo por el telos (las metas de la vida) aristotélico y la difusión del tomismo, la filosofía de Santo Tomás de Aquino que unió al cristianismo con Aristóteles. También recibe la influencia de León xiii (Papa de 1878 a 1903), quien revivió el tomismo al mismo tiempo que condenaba al comunismo y al capitalismo sin límites.
La idea moral y política clave de MacIntyre es que ser humano es ser un animal social aristotélico con objetivos. Ser bueno, según Aristóteles, consiste en que una criatura (ya sea planta, animal o humano) actúe de acuerdo a su naturaleza —su telos o propósito—. El telos de los seres humanos es generar una vida en comunidad con los otros y la buena sociedad está compuesta de muchos grupos independientes, autosuficientes.
Las políticas de Phillip Blond, el gurú “rojo conservador” de David Cameron, repiten en gran medida estas ideas, aunque de manera poco original. En Estados Unidos, el especialista en política Lew Daly paga tributo a MacIntyre y la enseñanza social papal cuando aconseja a Barack Obama cómo crear un servicio nacional de salud sin el predominio del Estado. MacIntyre difiere de estas influencias y alianzas, de León xiii en adelante, en su respeto remanente a la crítica de Marx al capitalismo.
MacIntyre comienza su charla en Cambridge afirmando que la crisis económica de 2008 no se debió a un error de la ética empresarial. No arranca con una pista falsa. Desde que publicó su texto clave, After Virtue, en 1981, ha sostenido que el comportamiento ético comienza con la buena práctica de una profesión, oficio o arte: tocar el violín, cortar pelo, colocar ladrillos, enseñar filosofía. A lo largo de estas prácticas sociales cotidianas, afirma, la gente desarrolla las virtudes apropiadas. En otras palabras, las virtudes necesarias para el florecimiento humano no son resultado de una aplicación vertical de principios éticos abstractos, sino el desarrollo del buen carácter en la vida cotidiana. After Virtue, que es en esencia un ataque a los errores de la Ilustración, apunta a un catálogo de los supuestos modernos de la beneficencia: liberalismo, humanismo, individualismo, capitalismo. MacIntyre anhela una visión única y compartida de la vida buena, opuesta al supuesto pluralista moderno de que es posible que existan diversas visiones contrapuestas de cómo vivir bien.
En la filosofía, ataca el consecuencialismo, la visión de que lo que importa de una acción son sus consecuencias, la cual a menudo se empareja con el principio de la “mayor felicidad” del utilitarismo. También rechaza el kantismo —la identificación de máximas éticas universales basadas en la razón y aplicadas verticalmente a las circunstancias—. La crítica de MacIntyre suele citar los principios morales contradictorios que los aliados adoptaron en la Segunda Guerra Mundial. Gran Bretaña invocaba una razón kantiana para declarar la guerra a Alemania: no se podía permitir a Hitler invadir a sus vecinos. Pero el bombardeo de Dresde (que para un kantiano implicaba el tratamiento de las personas como medios para alcanzar un fin, algo que nunca se debería aprobar) se justificó bajo argumentos consecuencialistas o utilitarios: terminar rápidamente la guerra.
Si bien el utilitarismo floreció en la filosofía moral anglófona durante la segunda mitad del siglo xx , surgieron dudas respecto a su integridad —y la crítica fue encabezada por el finado Bernard Williams y por MacIntyre—. Williams intentó exponer las limitaciones del utilitarismo con una famosa anécdota: un químico brillante está desempleado; tiene cinco hijos que alimentar y una hipoteca por pagar. Hay un empleo en Porton Down, el centro inglés de armamento químico. El químico odia estas armas, pero si no toma el trabajo, otra persona lo hará y continuará la investigación con mayor empeño. Williams argumenta en su libro Utilitarianism: For and Against (escrito junto con J. J. Smart) que un utilitarista diría que el hombre debe definitivamente tomar el trabajo. Pero, sostiene Williams, eso no toma en cuenta el “proyecto de vida” del hombre: en palabras más populares, su capacidad de mirarse al espejo.
Para MacIntyre, el “proyecto de vida” de Williams es un principio estrecho e incierto. MacIntyre busca oponerse al utilitarismo sobre la base de que las personas son llamadas por su propia naturaleza a ser buenas, no sólo a llevar a cabo actos que se puedan interpretar como buenos. La consecuencia más dañina de la Ilustración, para MacIntyre, es el deterioro de la idea de una tradición dentro de la cual los deseos de un individuo son disciplinados por la virtud. Y eso significa estar guiados por los “bienes” internos, más que los externos. De modo que el sentido de ser un buen futbolista es el bien interno de jugar con belleza y anotar muchos goles, no el externo de ganar mucho dinero. La tendencia a alejarse de la perspectiva aristotélica ha sido inexorable: desde el empirismo de David Hume a la explicación de Darwin de la naturaleza impulsada a avanzar sin propósito, hasta la estéril filosofía analítica de A. J. Ayer y la “demolición de la metafísica” de su libro Language, Truth and Logic (1936).
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Cuando se trata de los banqueros, MacIntyre aplica su enfoque metafísico con rigor implacable. Hay habilidades, sostiene, como ser un buen ladrón, que son opuestas a las virtudes. Quienes se dedican a las finanzas —particularmente al comercio del dinero— son, en la visión de MacIntyre, como buenos ladrones. Enseñar ética a los comerciantes tiene tan poco sentido como leerle Aristóteles a tu perro. Mientras mejores operadores son, más despreciables moralmente.
En este punto, MacIntyre apela al famoso justo medio: “El ser humano valiente”, cita a Aristóteles “encuentra un punto medio entre la imprudencia y la cobardía […] y si las cosas salen mal, ella o él se encontrará entre los perdedores”. Pero los financieros hábiles, sostiene MacIntyre, quieren transferir la mayor cantidad posible de riesgo a los otros sin informarles de su naturaleza. Esto conduce al hecho de no “distinguir de manera adecuada entre imprudencia, cobardía y valentía”. Los financieros exitosos no toman en cuenta —y no pueden hacerlo— a las víctimas humanas de los daños colaterales que resultan de las crisis de mercado. De ahí que el sector financiero sea en esencia un ambiente de “mal carácter” a pesar del hecho de que para muchos aparenta ser una benéfica máquina de crecimiento.
Esta escisión entre la economía y la ética, dice MacIntyre, proviene del fracaso de nuestra cultura para “pensar coherentemente en el dinero”. En su lugar, deberíamos pensar como Aristóteles y Santo Tomás, quienes vieron que el valor del dinero “era ni más ni menos que el valor de los bienes que se pueden intercambiar, así que no hay razón para que nadie quiera más dinero que para los bienes que compra”. El dinero permite más opciones y elegir es bueno. Pero cuando éstas son impuestas por otros cuyo interés es que gastemos, entonces el dinero se convierte en la única medida del florecimiento humano. “Las mercancías se fabrican y distribuyen en la medida en que pueden ser convertidas en dinero […]. A fin de cuentas, el dinero se convierte en la medida de todas las cosas, incluido él mismo”. Ahora se puede ganar dinero “a partir del intercambio de dinero por dinero […] y el intercambio de derivados y derivados de los derivados”. Así, quienes trabajan en el sector financiero han quedado dislocados con respecto a los usos del dinero en la vida cotidiana. Un síntoma de ello, arguye MacIntyre, es la extrema desigualdad. En 2009, por ejemplo, los altos ejecutivos de las 100 mayores compañías de Gran Bretaña ganaron en promedio 81 veces más que un trabajador de tiempo completo promedio.
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El diagnóstico de MacIntyre y su remedio a los males de la “modernidad avanzada” remiten a la historia de su viaje filosófico a lo largo de seis décadas. Alasdair Chalmers MacIntyre nació en 1929 en Glasgow, hijo único de dos médicos. “Abandonaron Escocia tres semanas después de mi nacimiento y fueron a trabajar al East End de Londres”. Pero su padre murió cuando todavía era niño, y su madre se trasladó a vivir al sur de Belfast, donde podía pasar las vacaciones del Epsom College, una escuela secundaria a la que acudían principalmente hijos de médicos. A los 16 años se enroló en el Queen Mary College al este de Londres para especializarse en lenguas clásicas (tal vez por nostalgia del East End es ahora investigador titular asociado en la London Metropolitan University, que se encuentra un poco más adelante). De ahí pasó a la Universidad de Manchester como estudiante de posgrado a la edad de 21 años, y tres años después obtuvo el cargo como profesor adjunto de filosofía, seguido de temporadas de enseñanza en Leeds y Oxford. En una etapa temprana sintió atracción por Karl Marx y su primer libro fue una defensa del marxismo, aunque, como le sucedió a muchos otros intelectuales, su opinión sobre la Unión Soviética cambió luego de la represión al levantamiento de 1956 en Hungría.
En su tercera década de vida exploró las corrientes predominantes de la filosofía en busca de una visión de la vida: encontrar “algo que quería decir”. Rechazó el utilitarismo y su gran cálculo de felicidad porque no parecía dar lugar a compromisos genuinamente incondicionales, y el kantismo porque, aun cuando reconocía que algunas acciones son moralmente necesarias o prohibidas, no ofrece una motivación basada en nuestros deseos. “El difícil trabajo de la moralidad”, insiste MacIntyre, “consiste en la transformación de los deseos, de modo que aspiremos al bien y respetemos los preceptos de la ley natural”.
Aunque fue bautizado como presbiteriano, MacIntyre abandonó la religión durante un cuarto de siglo. Parece haber compartido durante un tiempo la afirmación de A. J. Ayer de que las únicas propuestas significativas son aquellas que se pueden verificar empírica o científicamente. La conversión de MacIntyre al catolicismo alrededor de sus cincuenta años, me dice, ocurrió como resultado de estar convencido del tomismo mientras intentaba desengañar a sus alumnos de su autenticidad. Santo Tomás de Aquino combinó la explicación de Aristóteles de un universo cognoscible a través de la observación, con la filosofía cristiana, para afirmar que un mundo así necesitaba de la existencia de Dios como el creador que lo sostiene. Una visión aristotélico-tomista del mundo, tal como se propone en After Virtue, ofrecía el mejor apuntalamiento filosófico para el florecimiento humano y la única alternativa a la fragmentación de la ética moderna.
MacIntyre sostiene que quienes están comprometidos con la tradición aristotélico-tomista del bien común deben comenzar de nuevo. Esto implica “entender el doble aspecto de la economía globalizada y su sector financiero, de manera que lo comprendamos como una máquina de crecimiento y, en tanto tal, una fuente de beneficios, pero de igual manera como perpetrador de grandes daños y continuas injusticias”. Los apologistas de la globalización, afirma, la tratan como fuente de beneficios y sólo de manera accidental e incidental como fuente de daños. De ahí la visión de que “estar a favor o en contra de la globalización es de alguna manera como estar a favor o en contra del clima”.
Sin embargo, MacIntyre sostiene que el sistema debe ser entendido en términos de sus vicios —en particular, la deuda—. Los dueños y administradores del capital quieren siempre mantener los salarios y otros costos lo más abajo posible. “Pero en la medida en que lo logran, crean un problema recurrente para ellos mismos, ya que los trabajadores son también consumidores y el capitalismo requiere de consumidores con poder adquisitivo para comprar sus productos, de modo que hay una tensión entre la necesidad de mantener bajos los salarios y alto el consumo”. El capitalismo ha resuelto este dilema, dice MacIntyre, al traer al presente el consumo del futuro, por medio de dramáticas extensiones del crédito.
Esta expansión del crédito, continúa, ha estado acompañada de una distribución del riesgo que expuso a la ruina a millones de personas que no se dieron cuenta de que estaban en peligro. Así, cuando el capitalismo excedió de nuevo sus capacidades, el crédito masivo se transformó en deuda más masiva aun, “en pérdida de empleos y pérdida de salarios, en la bancarrota de las compañías y los hogares embargados, en un tipo de ruina para Irlanda, otro para Islandia y un tercero para California e Illinois”. El capitalismo no sólo impone los costos del crecimiento o su falta en quienes son menos capaces de sobrellevarlos, sino que gran parte de esa deuda es injusta. Y a los “ingenieros de esta deuda”, que ya se habían beneficiado desproporcionadamente, “se les ha permitido quedar exentos de las consecuencias de sus acciones delictivas”. La imposición de deuda injusta es un síntoma de la “condición moral del sistema económico de la modernidad avanzada, y en sus formas más básicas es una expresión de los vicios de la intemperancia, la injusticia y la imprudencia”.
¿Cuál es entonces su respuesta? Sus principios implican “cuestiones de merecimiento”, “toma de riesgos responsable” y “poner límites a la carga de la deuda”. El merecimiento es un problema, sostiene, cuando las consecuencias de la deuda se infligen a quienes no la contrajeron, como los niños. Quienes exponen a los otros al riesgo en los mercados financieros deben detallar con claridad, en público y por adelantado, los riesgos que están distribuyendo en términos inteligibles. Y cuando la toma de riesgo falla, las consecuencias para quienes tomaron las decisiones deben ser tan malas como lo son para sus víctimas más afectadas. Finalmente, afirma que se debe poner límites a las cargas impuestas por la deuda a las vidas individuales y familiares, de modo que no sean desproporcionadas —esto puede implicar límites a las tasas de interés, como en Alemania, o incluso perdonar la deuda—. A pesar de estos principios, MacIntyre no aboga por la nacionalización de la banca, pues preferirla parece ser un retorno al estilo paternalista del administrador del banco representado por el capitán Mainwaring en Dad’s Army.
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Aun así, hay una creatividad evidente en las finanzas, a través del papel de la transformación de los vencimientos —pedir prestado a corto plazo, prestar a largo plazo—. MacIntyre no lo acepta, ni está preparado para aceptar explicaciones sobre los beneficios positivos de la creación de dinero, o del uso de derivados para compensar el riesgo. Frente a estas explicaciones, tiende a adoptar la posición del profeta intransigente. Asimismo, niega que la regulación o la quiebra de los bancos pueda resolver los problemas del sector financiero, ya que las regulaciones únicamente “aspiran a prevenir futuras crisis a gran escala”. Cuando se le pregunta si, entonces, su perspectiva es una propuesta irrealizable, responde que en el mundo hay males con los que uno “simplemente tiene que vivir por el momento”. Con esto no parece implicar una aceptación del pecado original tanto como un preludio a un cambio de grandes proporciones o una revolución. ¿Pero hacia dónde?
MacIntyre parece haber entrado en una posición de fin del juego, que involucra un híbrido de Marx y Santo Tomás de Aquino, con Marx como influencia principal. Al mismo tiempo, su versión de Santo Tomás insiste en la oposición cristiana medieval a la usura. John Milbank, fundador de la escuela de Cambridge de ortodoxia radical, que ha influido en el conservadurismo rojo de Blond, protesta: “Recibimos un Santo Tomás en el que ningún académico de historia cree ya, un Aquino sin la teología. ¿Dónde está el énfasis de Santo Tomás en la luz sobrenatural de la caridad? Para Aquino no existe justicia completa sin ella, del mismo modo que sin la Iglesia no existe un Estado genuinamente bueno”. Blond hace eco de estas objeciones: “Parece como si Aristóteles y Santo Tomás se hubieran ajustado a un materialismo y un colectivismo marxistas. Las virtudes aristotélicas se proponen simplemente como una especie de ley natural”.
Sin embargo, desde la formación de la coalición conservadora-liberal demócrata, Blond ha estado buscando y encontrando conexiones entre MacIntyre, Santo Tomás de Aquino, el “distributismo” de G.K. Chesterton de los años veinte y el llamado a favor de los grupos civiles de Jo Grimond en los años cincuenta. ¿No son éstos los antecedentes de la Big Society de David Cameron? La relación entre Santo Tomás de Aquino y el siglo xx es el distributismo, una filosofía que repudiaba la usura, el comunismo y el capitalismo en igual medida, a favor de una economía basada en los gremios, las asociaciones de especialistas, la autosuficiencia y el trueque. En su charla con Prospect, MacIntyre se refirió con nostalgia a uno de los principales arquitectos del distributismo, el padre Vincent McNabb. El distributismo como partido político se colapsó en la década de los treinta y al padre McNabb se le escuchó por última vez quejándose desde su caja de jabón en Hyde Park Corner contra los bloques de departamentos (a los que les falta terreno suficiente para que paste una vaca) y defendiendo el uso de los aceites naturales de la piel como sustitutos del betún para las botas. Las ideas distributistas y subsidiaristas, que pugnaban por los gremios y las asociaciones, florecieron temporalmente en la Italia de los años veinte bajo la forma del corporativismo de Mussolini.
Si la ética de MacIntyre acerca de las finanzas suscita más preguntas de las que resuelve, todavía engatusa con sus referencias tomadas de la historia. Por ejemplo, entretuvo a sus oyentes con la historia de la fundación de una fábrica de máquinas de diesel en la que un inversionista y un ingeniero se unieron para crear un negocio ideal en pequeña escala para su mutuo beneficio y el de la comunidad local. Más tarde, para demostrar las maneras en que se puede resistir al “mal carácter” globalizado por medio de la “toma de riesgo virtuoso”, citó cuatro historias: los indios guaraníes del siglo xviii (retratados en la película La misión) que eligen un futuro colectivizado bajo jesuitas “protoleninistas”, en lugar de la esclavitud; los primeros fundadores de los kibutzim en desacuerdo con visiones opuestas a la colectivización; los dirigentes keralas del Partido Comunista de India, marxista, en 1957, que aplacaban a los terratenientes y al gobierno mientras ayudaban a los pobres, y los pequeños agricultores de Donegal en los años sesenta, que eligieron establecer una cooperativa para sostener su comunidad gaélico parlante, en lugar de emigrar.
Estas historias son fascinantes, pero contribuyen poco a los grandes dramas que MacIntyre había planteado en su charla, cuyas soluciones exigen, como él mismo lo acepta, “las estructuras sociales de una economía […] muy diferente de una economía de libre mercado totalmente libre o de las economías de Estado y mercado de la actualidad en Europa”. Además de decirnos que “sería una economía en la que […] la defensa de la riqueza se reconocería como un vicio”, no amplía más. Sus micromodelos de una teocracia protoleninista—un kibbutz, un Estado indio marxista y una cooperativa agrícola irlandesa— no nos llevan a creer que su reemplazo ideal de la democracia al estilo occidental y la economía global sea realista, ya no digamos deseable.
Al final de After Virtue, sin embargo, sostiene que hemos entrado ya en una nueva era de “oscuridad y barbarie”, similar a la decadencia del imperio romano. “Sin embargo, esta vez los bárbaros no están esperando más allá de las fronteras; desde hace algún tiempo nos han estado gobernando. Y es nuestra falta de conciencia al respecto la que constituye parte de nuestro atolladero”. La supervivencia de la civilización virtuosa puede depender, supone, no de una revolución mundial, sino de la persistencia de comunidades aisladas similares a los monasterios que resistieron la depredación de la temprana Edad Media. “Estamos esperando, no a Godot”, concluye en After Virtue, “sino a otro —sin duda muy distinto— San Benedicto”. ¿Pero a quién o qué se parecería? Todavía no lo dice.
*Este texto apareció originalmente en el número de noviembre de 2010 de Prospect. Lo reproducimos en estas páginas con autorización de dicha revista.
**Periodista, escritor e investigador inglés.
Traducción de Ana García Bergua.