El mundo árabe, España, Israel… ahora Gran Bretaña y Chile. 2011 será recordado por su alta volatilidad. La pólvora común la han puesto las redes sociales. Aunque estas rebeliones han tenido métodos y consecuencias diversas, incluso contrastantes, en el origen de todas puede identificarse el componente de la desigualdad. Cayó el comunismo hace veinte años. ¿Toca el turno del capitalismo voraz? ¿La hora de la síntesis histórica?
En 1968, en una atmósfera de mediocre autocomplacencia, México se preparaba para las Olimpiadas. En aquellos años no se escatimaban gastos. Gustavo Díaz Ordaz, el presidente en turno, era un político adusto e impertérrito que se ufanaba de dirigir un país que apuntaba a la prosperidad, con un crecimiento económico envidiable, en el marco de un modelo arquetípico conocido como el desarrollo estabilizador.
De pronto, la presumida paz social se resquebrajó. A raíz de un enfrentamiento estudiantil callejero en las inmediaciones de La Ciudadela, se desató un movimiento de grandes proporciones, con demandas democráticas, manifestaciones multitudinarias y enfrentamientos con la policía.
El desenlace es tristemente conocido: el movimiento terminó en una masacre estudiantil la noche del 2 de octubre que llenó de vergüenza al ejército, a la policía, al gobierno, al Estado y a la nación. Diez días más tarde, el histórico 12 de octubre, se inauguraron las Olimpiadas en medio del luto de todos los mexicanos.
Ese episodio fatídico y memorable, que posteriormente formó parte de un fenómeno más amplio al insertarse en el flujo de la revuelta de los estudiantes en el Mayo de París y la resistencia de la invasión de tanques soviéticos en Checoslovaquia, se ha preservado en el inconsciente colectivo no solamente como una herida que nunca fue sanada, sino también como una amenaza de violencia súbita que promete dar al traste con cualquier festejo.
Y eso es, precisamente, lo que encogió el ánimo de los ingleses en los primeros días de agosto del presente año.
Las Olimpiadas de Londres en 2012 se perfilaban como una celebración apoteósica, en una nación que ha sido la cuna de la libertad, la tolerancia y la justicia, y donde en los últimos 15 años la curva del crimen ha expresado una tendencia sostenible a la baja.
Pero de pronto, cuando una patrulla de policías le pisó la cola al diablo, se desató una violencia explosiva, irracional, incontrolada y expansiva. Henry Porter, uno de los columnistas más amenos de The Observer, se quedó perplejo porque de la noche a la mañana, en el plácido restaurante Ledbury del hermoso barrio de Notting Hill, una banda de encapuchados armados con bates de beisbol se introdujo tranquilamente y sometió a la concurrencia para despojarla de carteras, anillos y celulares. Pero eso no fue un hecho aislado. En los barrios de Hackney, Peckham y Lewisham, y también en Birmingham, aparecieron hordas de jóvenes regando pólvora a su paso, saqueando comercios, incendiando edificios y automóviles, provocando a la policía, incitando ruidosamente a otros jóvenes a la revuelta.
El detonante de la violencia fue la muerte de Mark Duggan, un hombre negro que se enfrentó con las fuerzas de Scotland Yard en el belicoso barrio de Tottenham, donde hubo una célebre revuelta en los años ochenta y la densidad de población fue incubando un coctel racial donde la pobreza fue el agitador de una mezcla efervescente de caribeños, judíos ortodoxos, africanos del sur del Sahara, musulmanes turcos y anglosajones marginados de la abundancia. No se sabe con certeza si Duggan disparó contra una patrulla o si la policía lo victimó por resistirse a una inspección en busca de armas, pero el incidente desató una turbamulta que incendió un camión de dos pisos, regó una marea de pillaje que se extendió por las casas y los comercios de diversos barrios de Londres, y no cedió hasta llegar al corazón comercial de la ciudad en Oxford Circus.
La insurrección tomó al gobierno en fuera de lugar, ya que tanto el Ministro Cameron como el alcalde de Londres se encontraban de vacaciones. De inmediato, la explicación oficial atribuyó los disturbios a la barbarie de la criminalidad, a las diversas aristas del pillaje puro y duro. Pero hubo otros ingredientes. Para empezar, la delincuencia anónima se expandió a través de las redes sociales. En Twitter y Facebook se reportaban los lugares donde había saqueos, invitando a la concurrencia a robar todos los remanentes. El resultado fue desproporcionado, incomprensible, fuera de toda lógica. En Marks and Spencer, una famosa tienda de ropa, se vieron tropeles de mujeres de clase media robando a mansalva la ropa de los maniquíes. Un estudiante dijo que vio a una madre con su hija participar con entusiasmo en el vandalismo. Días más tarde, las mercancías se exhibían como trofeo. “Tengo una pantalla de plasma adquirida en el pillaje”, dijo un joven desempleado con el orgullo de haber burlado la vigilancia de los respetables y temidos bobbies.
Un componente adicional e igual de inflamatorio en los disturbios fueron los enfrentamientos raciales entre diferentes grupos de inmigrantes. En Birmingham, un automovilista afrocaribeño embistió con su automóvil a tres musulmanes que se juntaron a la entrada de una pequeña tienda para protegerla del saqueo. Los tres murieron. Esto alertó a otras comunidades, que se organizaron en una labor de autodefensa inmediata ante la impotencia de la policía: en Whitechapel, los bengalíes formaron una valla para proteger las tiendas de Commercial Road. En Southhall, los sijs salieron armados con palos y machetes para defender sus templos.
A miles de kilómetros de distancia, en el otro lado del mundo, otros jóvenes se organizan. Su movilización es pacífica, aunque no ha estado exenta de flamazos de violencia. Son los estudiantes chilenos, que encabezados por una muchacha de rostro incandescente, con ojos de lince y sonrisa hechicera, mueve a sus compañeros a rescatar los valores perdidos del comunismo.
¿El comunismo?
Sí. Se llama Camila Vallejo, hija de militantes de la época trágica de Salvador Allende y el golpe traidor de Augusto Pinochet, que ahora reivindica el antiguo ideal de la igualdad entre los hombres y el espíritu libertario de las masas.
Además de la crítica a un sistema incapaz de romper su modelo económico de progreso disparejo, que beneficia solamente a unos cuantos, ensancha los abismos de la desigualdad social y mide el éxito individual exclusivamente en el crecimiento de los ingresos, Camila ha centrado sus demandas en devolverle a la educación el rango de un derecho fundamental para los chilenos, y enfatizar la obligación que tiene el Estado de impulsarlo como una inversión económica y social para el país. Por ello, fiel a sus argumentos, propone un plan hacendario para lograr la reforma educativa.
Ahora bien —dice con una chispa en la mirada—, es lógico que la educación no puede ser gratuita, dado que alguien tiene que pagarla, pero bajo la razón expuesta debiese ser a través de impuestos generales y específicos que debe gravarse; el Estado debe captarla a través de los incrementos de productividad y de los ingresos que obtienen principalmente las grandes empresas; es decir, por medio de impuestos progresivos que se transfieran a las instituciones públicas mediante el presupuesto nacional. Sólo así aportarán al sistema educativo quienes se benefician de él.
Lo que llama la atención de este movimiento estudiantil, lo que lo distingue de las plataformas marxistas de los años setenta, la solemnidad de los planteamientos de la lucha de clases y las consignas contra el imperialismo yanqui, es la frescura de sus demandas —muchas de ellas vinculadas a la protección de los recursos naturales y la tolerancia a la diversidad cultural— y sus originales métodos de combate. Porque en efecto, los estudiantes no sólo utilizan las redes sociales para difundir sus mensajes y comunicarse entre sí, sino que tienen instrumentos de divulgación que van desde la organización de un maratón con disfraces alrededor del Palacio de La Moneda hasta una congregación masiva de besos en las plazas, pasando por manifestaciones carnavalescas, representaciones teatrales y parodias para ridiculizar a los políticos. Armas más eficaces, sin duda, que las pedradas a la policía.
Dejando por un momento de lado a los Indignados españoles, las manifestaciones de Chile y Gran Bretaña representan las antípodas de esa rebeldía juvenil que se expresó en el lejano 1968.
¿Qué sucedió en Londres? Los primeros análisis hablan de las secuelas de la desintegración social y familiar, aunadas a un deseo voraz de consumismo moderno. Los jóvenes dieron rienda suelta a su violencia contenida y pasaron encima de la ley para obtener por medio del asalto un celular, una iPad, una Blackberry, un altero de discos Blu-ray.
Además, en medio de su furor, probaron las delicias de humillar a las fuerzas del orden.
En Chile, por el contrario, ha brotado un movimiento estudiantil con planteamientos profundos, demandas racionales, fuerza, cordura, pacifismo y una cabeza muy atractiva.
Para todos los incrédulos de las demandas estudiantiles, los desencantados de la izquierda, los tránsfugas del socialismo, los que escaparon de los gulags y los que perdieron la ilusión de un universo más justo, se asoma en el aburrimiento del mundo algo parecido a un destello de esperanza: una figura joven, alegre, profunda, traviesa, de ideas atractivas y rostro deslumbrante.
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MARIO GUILLERMO HUACUJA ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.