Dice García Márquez que “los viajes —como el poder— son afrodisíacos”. Una de las mitologías modernas es la cópula frenética en el gabinete sanitario de un avión. En un buen número de filmes se observa a los protagonistas que, bajo los calores del deseo, irrumpen en ese espacio minúsculo y cumplen con los cometidos del sexo. De alguna manera se acomodan y aunque, a veces, golpean la puerta con sus pasiones, quedan en la postura exacta para cumplir con lo que era inminencia. El que encarne al viajero frecuente, sobre todo en esos trayectos trasatlánticos que son fastidiosos, encontrará que las actividades deportivas del sexo parecen fugarse en esos tránsitos interminables. En primer lugar, salvo en casos de pasajeros con gustos sórdidos, cumplir con un acto íntimo, más allá de los que exige la fisiología, es imposible. El suelo de esas letrinas aéreas está pringado con gotas de procedencia evidente; además son sitios reducidos a tal extremo que, cuando más, dejan que una sola persona esté ahí. Los aeromozos están alertas para evitar cualquier desatino, regañan y amenazan a quien incumpla con alguna disposición, más aun cuando prosigue el síndrome del 11 de septiembre y cualquiera podría ser un terrorista en potencia. Muchos de estos trabajadores del aire descansan al lado de los sanitarios, así que están con un ojo al gato y otro al garabato.
En “El amor en el aire”, García Márquez anota que “los aviones […] estuvieron considerados durante muchos años como espacios vedados al amor. Hasta el punto de que el cinturón del asiento nos parece todavía un sustituto compasivo del cinturón de castidad. […] Un error muy común cuando se habla de estas cosas es pensar en los servicios sanitarios del avión. […] Sin embargo, los expertos consideran que los servicios sanitarios de los aviones son tan convencionales para hacer el amor como lo son las camas para los senadores de la República. El sitio ideal son los asientos, después de levantar el brazo que los separa”. Eso pasa en la novela y en la película Emmanuelle, de Emmanuelle Arsan. Al inicio del libro el personaje protagónico parte de Londres a Bangkok, trayecto ideal para cumplir con alguna fantasía aérea. Ella está ociosa y para reponer el tiempo perdido se entrega a una relación incidental con otro pasajero:
Saciada de proporciones, la mano separó más todavía los muslos de Emmanuelle. Pese a que la falda le ceñía las rodillas, éstas obedecieron. La mano se hizo cóncava para palpar el sexo caliente y repleto, lo tranquilizó con caricias que recorrían, lentas, el surco de los labios y se entrometían entre ambos para trepar al clítoris erizado y retozar en la yerba enredada del pubis. […] Un sordo zumbido anunció el inminente uso del altavoz. En tono que no pudiera despertar bruscamente a los viajeros, la azafata indicó que el aparato se posaría en Bahrein dentro de veinte minutos y volvería a despegar a la medianoche, hora local. Estaba previsto un lunch en el restaurante del aeropuerto. Reaparecía la luz de la cabina; progresivamente, como si remedara el alba natural. Emmanuelle recogió la manta y se limpió las densas salpicaduras de esperma. Se subió la falda.
Hace unos meses la leyenda urbana y el periodismo mediático supusieron que la cantante Alejandra Guzmán realizó una felación a su compañero de asiento, hecho que provocó un escándalo mayúsculo entre las aeromozas, ninguna de las cuales seguramente había accedido nunca a las páginas de Arsan. ¿Verdad o mentira? Da lo mismo, el acto entra en esa lista infinita de relaciones íntimas practicadas a la luz pública de un vuelo nacional diurno. Desde luego que en los tiempos actuales los amantes deben cuidarse de las reprimendas de las aeromozas. Un acto rotundo y claro puede volcarse en un lío de grandes proporciones, incluso la de suspender el vuelo. Hace años era común que se hablara de la permisividad de las encargadas de la atención de los viajeros. Solícitas, a veces amables, cálidas o bien ejecutivas en su labor fría, incluso llegaban a tener algún romance. En un vuelo a París, compartido con varios artistas nacionales, ocurrió que el más avezado de nosotros —un tipo alto y bien parecido— hizo gala de sus dotes de seductor; en ese trayecto interminable, con escala prehistórica en Miami, el hombre llevaba una anforita con tequila, a la que honraba con abundantes libaciones sin llegar a encontrarse del todo ebrio. La joven aeromoza pasaba y lo veía de reojo; cuando quiso hacerle una reprimenda lo único que logró fue que el tipo le tocara una pierna con disimulo. Ella sonrió nerviosa. Después vino y trajo unas botellas minúsculas de vino que se repartieron entre los convidados al festín. Ella se mostraba cálida y poco a poco se la vio complacida con el artista que ya subía su mano hasta la altura del trasero. Lo demás fue historia singular. El personaje nunca habló con vulgaridad o con gesto machista de lo que había logrado en el avión. Lo interesante fue verlo en acción. Jóvenes, sus compañeros de viaje confirmamos la idea de que él era un seductor consumado, que escribía cartas nostálgicas a su esposa para luego hacer otra a “una novia que revuela por ahí”. ¡Todo un caso!
En la actualidad están de moda los vuelos nudistas, aunque esos trayectos quieren ir más allá del “naturismo” que llenó parte del siglo XX y que era difundido en múltiples publicaciones en donde familias completas se entregaban al regocijo de las olas o del campamento boscoso con las carnes firmes o colgadas. Nada importaba, era un asunto de otra índole: pastoral y con visos de inocencia. La actualidad es un tanto distinta, los vuelos están ligados a una actividad de orden sexual, contexto que obviamente excluye a los niños. Uno de ellos es el que va y viene de Miami a Cancún, y que incluye una toalla en cada asiento para preservar la higiene. Los pasajeros están a mitad de los cuarenta o en los cincuenta cumplidos, pocos son jóvenes; son parejas maduras de hombres y mujeres solteros, separados, divorciados y quienes deseen darse unas vacaciones eróticas. Hacen el viaje, la mayoría de ellos, como parte de las prácticas swinger (es decir de intercambios de parejas). Se trata, y eso es encomiable, de que se den la oportunidad de un ejercicio liberal de la lubricidad. Durante el vuelo se cuidan las bebidas alcohólicas para evitar que alguien llegue ebrio a su destino; tampoco se sirve café, no sea que algún pasajero se queme las “partes nobles y sentimentales”. Bebidas refrescantes y galletitas, de vez en cuando un sándwich, son las cosas que se emplean para satisfacer a una clientela eufórica, que marcha con el entusiasmo de un adolescente ante una satisfacción que parece total.
La medida es adecuada, sobre todo porque los vuelos actuales están ceñidos por la censura. Pocos o nadie se atreven a besar apasionadamente a su pareja durante un trayecto aéreo. En la mayoría de los casos, los pasajeros están un tanto obsedidos por las reglas de seguridad, por la vigilancia y, sobre todo, por la autocensura. Ya se sabe que cualquier actitud que parezca “extraña” o fuera de lugar —es decir que alguien acaricie al otro o que se sienta poseído por el deseo— será sancionada de forma severa. Por ello, esos vuelos de hombres y mujeres que tienen varias décadas de edad es un descubrimiento y, con todo y el espíritu mercantil, un hecho afortunado. “Todo se da entre pares”, dijo uno de los pasajeros. Otro completó con malicia: “Sí, entre pares de tetas, de nalgas, de testículos”.
En fin, que de las incomodidades y antihigiene de las cabinas sanitarias de los aviones se ha pasado a una solución adecuada. Los que quieren sexo o voyeurismo acuden a estos aviones en busca de la juventud perdida. Más allá de encontrarla, lo que se tiene es un gusto por la vida y eso es admirable.
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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias de la Comunicación por la UNAM y profesor e investigador en la UAM. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998) y El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004).