E L H O R I Z O N T E
…es, llanamente (y a veces no llanamente, sino volcánicamente, o montañosamente, o marítimamente), el límite visual de la superficie terrestre, como arguyen algunos definidores populares. O es, quizá, una línea cualquiera que se cuela entre dos inmensidades, que la aprisionan. Ciertamente es lo que retratan todos los paisajistas en sus cuadros, y para escarbar en la significación metafísica de su obra quiero dar una tercera definición:
El Horizonte es el residual de la sumatoria de Suelo y Cielo.
¿Qué son, entonces, Cielo y Suelo? Comencemos por el principio:
“En el principio Dios creó los Cielos y la tierra.”
Génesis 1:1
PRIMERO, EL CIELO. Quizá si el Cielo no fuera azul —y a veces anaranjado o negro, rojo o estrellado— nadie habría reparado en él, pero la importancia capital del Cielo no radica en su carga tonal: eso es sólo su marca distintiva. La bóveda importa por su carácter de scenar˘ıum donde actúan los astros y los fenómenos metereológicos que inspiraron, en primera instancia, el esqueleto mitológico, para luego devenir en la idea del dios-uno, ese diplomático de lo desconocido.
“Y el hombre dijo entonces: ‘Hagamos a dios a nuestra imagen, según nuestra semejanza […]’ Y el hombre procedió a crear a dios a su imagen…”
Génesis 1:26, 27
¿Dónde comienza el Cielo? ¿Dónde acaba? A simple vista no acaba, no comienza: por eso es el origen de los conceptos de Eternidad e Infinitud —con los que no habríamos dado de no ser por el sugerente manto azul— y es a su vez, como consecuencia de esa cualidad sinfín en lo temporal y lo espacial, el axioma primero de la idea de Misterio:
El Cielo es lo Desconocido.
De allí que sea la cuna del dios primigenio, la casa de nuestras dudas incomprobables, una ilusión hueca: el desagüe de nuestra esperanza.
Explorar el Cielo —física o filosóficamente— es un intento vano que busca resolver el interminable Misterio que su naturaleza engendra. Es, en otras palabras, una vía para encontrar el añorado Absoluto que nos regresará la paz perdida con el pecado original: el pecado de ser humanos.
Con poquísimo éxito, hemos intentado domesticar la bóveda celeste o, lo que es lo mismo, hemos antepuesto soluciones presuntamente totales ante nuestra atávica incomprensión, sea en forma de razón, sea como relig˘ıo, o de otros múltiples modos. El Cielo, como atrayente imán de consecuencias incluso asesinas, siempre canta su llamado: quizá fue Ícaro el primer aventurero que intentó alcanzarlo de modo literal, pero su ambición le recordó fatalmente su condición de barro:
“Y Jehová procedió a formar al hombre
del polvo del Suelo…”
Génesis 2:7
SEGUNDO, EL SUELO. En contraposición a lo dicho, la tierra y el agua son Suelo, pues:
El Suelo es aquello a lo que ha vencido la gravedad.
Por lo tanto: los mares son Suelo, las colinas son Suelo, tanto como las cañadas y los ríos, pero lo más importante es que los humanos somos Suelo (Génesis 2:7). Estamos perpetuamente atados al piso: es nuestra naturaleza, una condición condenatoria tan solo medianamente reversible: volamos, es cierto, vencemos la gravedad temporalmente, en avión, en planeador, en ala delta o parapente, pero lo hacemos con utensilios que son un pedazo de tierra, una patente de que no pertenecemos ahí, al aire.
El Suelo es práctico, parcial, certero, limitado, de algún modo representa la muerte; es exactamente lo opuesto al Cielo, que es un paraje idealizado a causa de su inasibilidad, un cajón donde ponemos a salvo del escudriño racional, del examen, todas las formas de Absoluto que hemos creado para andar en paz con nuestra propia existencia, para hacer que no nos molesten —por lo menos no demasiado seguido—, nuestras dudas sin respuesta. El Cielo es el mito que busca resolver la sinrazón del Suelo o la inexplicabilidad de nuestras vidas, siempre demasiado reales, hechas de lodo vil y no de oro o de sol. El Suelo es confusión:
“La Tierra estaba confusa y vacía,
y las Tinieblas cubrían el haz del Abismo…”
Génesis 1:2
Y así continúa. El Suelo no intenta resolver nuestras preguntas existenciales (como intenta hacer el Cielo con sus dioses): las agranda, las evidencia. El Suelo es lo conocido: nuestra existencia, con su presente mediocre, su pasado inexistente y su futuro incierto, el lugar de donde buscamos huir. El Suelo es cárcel: en vida, un grillete al talón; en muerte, nuestra morada concluyente, el fin último, ese que intentamos esquivar con promesas falsas de eternidad.
Cargamos una incapacidad congénita que nos impide separarnos definitivamente del Suelo —la Realidad—, para así convertirnos en ideales platónicos y ser Cielo, para evadirnos o consumarnos —quién sabe— con el Absoluto que buscaremos, sin encontrar, perennemente. Allí la dialéctica trágica de nuestra existencia.
LUEGO, EL HORIZONTE. Si el Horizonte existe, existe sólo como palabra. No existiría si no hubiera hombres que apuntaran a…
…aquella parte del lomo de los cerros donde se recuesta el Cielo…
…y dieran un nombre a ese lugar, que no es nada sino la cresta de los montes o el vientre del Cielo, pero sólo eso.
Pero insisto: ¿qué es, entonces, el Horizonte?
El Horizonte es, en esencia, una frontera.
O el símbolo de la frontera infranqueable localizado entre el Suelo y el Cielo, entre esta vida tullida, por obligación insatisfactoria, y la respuesta total que necesitamos para vivirla, para completar su sinsentido y así alcanzar la paz o la felicidad o la satisfacción: lo que sea de lo que estamos huérfanos.
El Horizonte es una representación de nuestra condición humana, esclava pero de vocación libre, triste esencia paradójica; es el recordatorio de nuestras ambiciones desbocadas, forzosamente inalcanzables, y también de nuestras dependencias, de la impotencia humana ante la Duda, celestemente interminable. Nos recuerda que no somos dueños del entorno, por lo menos no completamente: en el Horizonte encontramos los límites de nuestro poder, tanto racional como físico, pues allí comienza el Cielo, el Inalcanzable por antonomasia, ese Gran Desconocido al que dotamos de atributos mágicos a sabiendas de que no podremos comprobarlos nunca, pues se fundan en la esperanza improbable de que allí los encontraremos tras la Muerte, cuando naveguemos por la inconsciencia, nulificando así toda posibilidad de decepción.
Nuestros temores más profundos moran ahí, en esa línea, los temores de soledad, de impotencia, de no-existencia; allí habitan el Misterio y sus formas, que no caben en lo Conocido y que son las que sostienen nuestra cordura: sin los dioses que allí nacieron no tendríamos dirección, estaríamos todos locos.
El horizonte: la cicatriz que marca el día que abandonamos el paraíso que nunca fue terrenal: siempre fue imaginario; el déficit eterno con el que tendremos que habitar incluso la tumba.
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JORGE DEGETAU (Jurica, 1982) es ensayista y narrador. Su trabajo ha aparecido en estas páginas y en revistas como Letras Libres y Metapolítica. En 2009 su cuento “Nombres propios” ganó el XV Concurso de Cuento de Humor Negro dentro de los Premios Michoacán de Literatura 2009. Es colaborador regular de El Nuevo Mexicano.