Ayer, la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados aprobó la cadena perpetua para los secuestradores que matan a sus víctimas, crimen que hoy en día tiene un castigo máximo de 70 años.
Esta propuesta sigue una trayectoria reciente de endurecer las penas contra los criminales: hace unos días, Notimex publicó una nota sobre una propuesta del PAN en Nuevo León para reducir a 12 años la edad penal para una lista larga de ilícitos violentos asociados con el crimen organizado: asesinato, secuestro, portación de armas de uso exclusivo de las fuerzas armadas, etcétera. En Octubre de 2010, Chihuahua aprobó la prisión vitalicia para el asesinato y el secuestro, y dos meses después se impuso la primera sentencia de este tipo. Anteriormente, el Partido Verde, en su búsqueda desesperada para relevancia y publicidad, hizo una campaña basada casi exclusivamente en su propuesta de aplicar la pena de muerte a los secuestradores en los comicios de 2009.
Yo no tengo mucha simpatía para los secuestradores, pero todo esto representa un esfuerzo erróneo por varias razones. La principal es que lo que le hace falta a México no es la capacidad de darles más años en la prisión a los criminales que sí se capturan, sino la habilidad de indagar, detener, procesar, y sentenciar más sospechosos.
Los datos sobre la epidemia de impunidad en México ya son bien conocidos. Entre 98 y 99 por ciento de todos los crímenes no acaban con un convicto tras rejas. En muchas entidades, la policía o no puede o no quiere identificar los responsables, por lo cual las víctimas ni denuncian los crímenes que sufren. Y aunque se detenga un sospechoso, en la mayoría de los casos, no se queda condenado: según las cifras publicadas por la PGR, en 2010, 72 por ciento de los detenidos del fuero federal se liberaron antes de ser juzgados, típicamente por falta de evidencias. Con estas estadísticas, no cabe duda que hay grandes huecos en el estado de derecho, y estos no se pueden llenar con penas más duras.
Las investigaciones académicas apoyan esta conclusión. Un estudio de David S. Lee de Columbia Universidad y Justin McCrary de la Universidad Michigan comparó las tasas de delincuencia de los jóvenes de 17 años y los de 18 años en Florida. La diferencia de edad es muy importante porque a los 18 años, un sospechoso ya enfrenta castigos mucho más fuertes en aquel estado por todo tipo de crimen, por ser mayor de edad. Efectivamente pone a prueba la teoría de que los castigos mayores pueden bajar los niveles de la delincuencia: si el mismo crimen se castiga mucho más fuertemente a los 18 que a los 17 años, pues las tasas de delincuencia deberían bajar.
Pero pasa lo contrario: según el estudio de McCrary and Lee, no hay una diferencia mayor entre las edades, lo cual demuestra que lo grave del castigo no es fundamental cuando decide cometer un crimen.
Resulta que la psicología humana esta diseñada para tomar en cuenta la probabilidad de que pase algo más que las consecuencias. La misma lógica prevalece también en situaciones no criminales: una consecuencia gravísima pero poco probable no logra disuadir a la mayoría de la gente de volar. Sin embargo, un carro con una batería que está fallando –es decir, una pena relativamente baja pero mucho más probable– sí puede mandar a uno a buscar un taxi.
De la misma forma, las penas más largas no sirven como incentivo suficiente para frenar al jóven antes de que se convierta en criminal. Si por cualquier crimen un delincuente se queda en libertad 99 por ciento de las veces, importa muy poco que le puedan dar la pena de muerte en el caso improbable que lo agarren.
Sin embargo, los políticos se enfocan cada vez más en las penas mayores. La razón no es difícil de entender: abogar por penas más duras no cuesta casi nada de trabajo, y así de fácil un político puede ganar la reputación de ser un duro contra el crimen.
En cambio, los esfuerzos realmente necesarios para mejorar el desempeño de las agencias de seguridad y disuadir a los criminales –mayores sueldos para los elementos de seguridad, controles de confianza más eficaces y aplicadas de manera más consistente, depuración de policía de manera constante, más inversión en la capacitación– son lentos, llenos de errores y pasos desacertados, y bastante ingratos.
Desafortunadamente, tales tareas disgustan a los políticos, pero son precisamente ellas, y no una mano dura fingida, lo que requiere México.