“Una tarde encontré, en el archivo de mi abuelo, la fotografía de un barco, el Handkerchief. La imagen es simple: un pequeño pesquero flota en medio de las aguas; el cielo es claro, luminoso, no hay rastro de nubes; el mar es sepia y el barco, casi negro. El único dato que tengo sobre la foto es lo que está escrito al reverso: ‘1927’. Con esta imagen construí el relato de un naufragio….”
Esto escribe Patricia Lagarde ochenta y cuatro años después. En el colofón agrega: “Naufragio. (Del latín naufragium). m. Pérdida o ruina de la embarcación en el mar o en río o lago navegables”. Tomo el diccionario, compruebo la definición señalada y añado otra que está como segunda acepción: “Pérdida grande; desgracia o desastre”. Estar en el tiempo, ser tiempo es, simplemente, naufragar.
La fotografía es un subterfugio desesperado e ingenioso que el hombre ha inventado para rescatar lo irremediablemente perdido. La luz que ese día emitió desprevenido el Handkerchief lo ha salvado. Ahora navega en una eternidad entrañable. Y no sólo él, también el hombre, amante del mar, que obturó ese preciso día la cámara que colgaba de su cuello. La brisa de ese momento vuelve a nosotros tan fresca como entonces, también su sonido y el del oleaje reventando en la escollera.
Podemos sentir la sal en nuestra piel y el llamado de la sirena. Aún más, podríamos adentrarnos, si quisiéramos, en los pensamientos de aquel hombre mirando el horizonte, por la sencilla razón de que ese horizonte y esos pensamientos son los mismos que todos los humanos hemos contemplado y compartido en cualquier tiempo y lugar.
Patricia Lagarde ha seguido otro camino, como es su costumbre. Ha decidido trasladar al Handkerchief a una región polar indeterminada y agreste donde le esperan mil monstruos y aventuras. Esta foto que ahora presenta nos muestra al barco en el preciso momento en que un cetáceo descomunal surge del mar, amenazador, a punto de caer sobre la embarcación y destrozarla. Atrás, un mar embravecido. Patricia sueña complacida.
La fotografía forma parte de un libro en el que el barco aparece en ese océano proceloso, amenazado por un ictiosauro antediluviano y por un mar congelado que lo aprisiona y lastima. Al final —y perdón por contar el desenlace— un dirigible formidable acude en su ayuda y lo conduce a buen puerto.
De pronto, caigo en cuenta de que he construido mi propia historia. Reviso el libro una vez más buscando al Handkerchief y no aparece. Efectivamente, el dirigible ha llegado, presto al rescate, pero el pesquero ha desaparecido (¡estoy seguro de haberlo visto!). Al parecer, una ola gigantesca se lo ha tragado hace apenas unos instantes. No hay nada que hacer. No ha quedado rastro. Patricia sigue soñando complacida. Yo estoy desconsolado.
Una vez más, la impresión se ha desdoblado. La nave está aquí y allá, sigue navegando en aquel mar del 27, sigue siendo destruida por monstruos y tormentas, y sigue siendo rescatada por ese dirigible providencial comandado por mí. Por arte de magia o, mejor dicho, por esa magia que el arte convoca, el barco real que un día, flotando en la supuesta realidad de un océano, fue fotografiado y rescatado por el abuelo de Patricia, ha desarrollado un periplo fabuloso. Lo que le ha sucedido a este frágil pesquero se ha ligado súbitamente a Simbad, a Jonás, al capitán Ahab, al gaviero de Mutis o al viejo de Hemingway. Ahora es un hilo más en el dilatado tapiz de las historias marineras. Seguramente, la chatarra del Handkerchief, reposando en el lecho marino, ya convertida en arrecife, recuerda agradecida y nostálgica esa lejana fecha
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Filósofo y sociólogo por la Universidad Iberoamericana, LUIS PALACIOS KAIM (Ciudad de México, 1946) ha sido profesor en la Universidad Anáhuac, el Claustro de Sor Juana, La Esmeralda, la Casa Refugio Citlaltépetl, la Universidad Veracruzana, el Museo Soumaya y la propia uia. Su trabajo escultórico ha sido expuesto en México, Estados Unidos, Francia, Bélgica y Hong-Kong, entre otros países.