Los economistas lo dicen sin parpadear: quienes viven en situación de pobreza no pueden hacer ecuaciones intertemporales. Quienes sobreviven día con día no pueden construir una imagen de sí mismos en el futuro. Imaginarse en el tiempo es un lujo de quienes han podido resolver necesidades primarias.
En el retiro, viajaremos por el mundo, navegaremos en velero, cuidaremos del huerto urbano. Podremos hacer un sinfín de cosas –y es posible hacerlas– porque somos (fuimos) capaces de tomar decisiones a partir de contrastar nuestras necesidades presentes con nuestras necesidades futuras; porque somos (fuimos) capaces de aprovechar sistemáticamente la diferencia entre nuestros ingresos y gastos para la acumulación, el ahorro o la inversión. Porque nuestra situación económica permite tomar decisiones simultáneas sobre nuestro presente inmediato y nuestro futuro deseado. Una ecuación doble. O más precisamente, un sistema de ecuaciones dobles.
Tanto la filantropía como el altruismo surgen de esta doble ecuación, aunque tienen manifestaciones prácticas distintas. En la filantropía, la acumulación económica va más allá de las necesidades individuales presentes y futuras, y se activa un sistema de ecuaciones dobles. Andrew Carnegie, el empresario de origen escocés que fundó el imperio del acero en Estados Unidos, lo sintetizaba de la siguiente forma en un memorándum que preservó toda su vida:
Treinta y tres años y un ingreso de 50 mil dólares anuales. Para estas mismas fechas en dos años, podría organizar todos mis negocios para hacer el esfuerzo de no incrementar mi fortuna, para gastar los remanentes para propósitos benevolentes… Entonces me establecería en Londres y compraría las acciones que me dieran control de un periódico o revista y daría atención a la administración general, actuando en asuntos públicos, particularmente aquellos relacionados con la educación y la mejora de las clases pobres.
Carnegie construyó bibliotecas y universidades, financió investigación científica y hasta fue pionero en el desarrollo de uno de los más reconocidos think tanks, el Fondo Carnegie para la Paz Internacional. La esencia de su pensamiento filantrópico fue sencilla: un empresario debe cumplir dos funciones, la acumulación de capital y la filantropía o inversión social.
La doble ecuación de Carnegie no es diferente en esencia del concepto biológico del altruismo. En la teoría de la evolución centrada en la genética, esta doble ecuación nos lleva a preservar el código genético del que formamos parte. Richard Dawkins lo rotuló el “gen egoísta” en 1976 (años después pensó que la forma apropiada de nombrarlo era el “gen inmortal”). Desde esta perspectiva, los humanos, como cualquier otra especie, tomamos decisiones aparentemente irracionales para preservar la codificación genética de nuestra especie. Actuamos de forma “altruista” o desinteresada en nuestra dimensión individual para preservar al “grupo genético” al que pertenecemos.1 Al contrario de lo que una primera impresión sugiere, el altruismo se convierte en una expresión fundamental de la conducta humana puesto que al preservar el mayor de los intereses individuales en una especie (la memoria genética), el individuo toma decisiones en apariencia contrarias al interés propio porque lo benefician como especie. Por ello Dawkins exaltó la condición “egoísta” del gen cuando buscaba referirse a su condición “inmortal”. El individuo tomaba decisiones que parecían afectarle en el corto plazo (hacer una donación, por ejemplo, es equivalente a reducir el remanente individual de ingresos y gastos) en beneficio de una condición colectiva o futura de la especie.2 Lo estrictamente racional (en términos de maximizar los beneficios individuales) es pensar simultáneamente en uno mismo y en los otros.
La quintaesencia de esta doble ecuación en términos sociales y económicos la representa el popular premio Nobel de economía John Nash. Matemático y esquizofrénico paranoide (Sylvia Nasar y Ron Howard lo caracterizan con crudeza en el libro y en filme Una mente brillante), Nash derrumbó la idea central de Adam Smith al referirse a la riqueza de las naciones. A diferencia del argumento económico de Smith (que tenía un antecedente en el pensamiento político de Thomas Hobbes), que dicta como explicación del crecimiento económico de las naciones la maximización de los intereses individuales, Nash sugiere una solución matemática: el individuo debe buscar la maximización de sus intereses individuales sin perder de vista las preferencias de los otros actores que también buscan la maximización de sus intereses individuales. Nuevamente, una doble ecuación. La estrategia que mejores resultados ofrece al individuo en sociedad es la búsqueda de los intereses individuales en el marco de los intereses colectivos. El llamado “equilibrio de Nash”, como fundamento de una estrategia en teoría de juegos, ha sido la base para cambiar la forma de negociar en términos políticos, económicos y sociales, e incluso para los modelos que permitieron terminar con la Guerra Fría.
Por ello no es casualidad que Carnegie, el empresario, fuera un apasionado defensor de la competencia económica. Estaba consciente de que lo que en una transacción específica era adverso para una empresa, resultaba claramente benéfico para la industria en términos colectivos. Cada uno de los empresarios debía encontrar una solución eficiente para sí, sin perder de vista que las condiciones que imprime la competencia económica son benéficas para el colectivo empresarial.
Por años se ha pensado que la filantropía es una figura exclusiva del empresariado, una forma de compensación por las consecuencias nocivas de la acumulación de la riqueza, una suerte de receta moral que mitiga el daño que causa la actividad económica. En la práctica, la filantropía resulta mucho más compleja que la generosidad o incluso la generosidad aparente. La filantropía, como el altruismo, forman parte de este peculiar conjunto de ecuaciones dobles. Un empresario o una empresa filantrópica pretende ampliar sus beneficios individuales (como empresario o como empresa) sin descuidar las condiciones que hacen posible su vida como empresa.
Lo que resulta la mejor estrategia individual y colectiva para un empresario o una empresa, lo es también para el individuo que vive en sociedad. En términos prácticos, y en una sociedad como la mexicana, la filantropía no puede restringirse a la idea de transferencias de los remanentes monetarios de una persona en situación de riqueza a otras personas que viven en situación de pobreza. Eso define a la caridad, no a la filantropía o al altruismo. La filantropía en sociedades donde priva la desigualdad es mucho más interesante y compleja que un acto de generosidad: es una estrategia de supervivencia colectiva.
Alguna vez, en un congreso sobre filantropía, escuché a un especialista señalar que la filantropía había surgido como una forma de corregir los errores de los gobiernos. Algo similar puede decirse de las empresas. Carnegie construía bibliotecas públicas en localidades donde los gobiernos no habían logrado poner siquiera los cimientos. Pero, curiosamente, se trataba también de localidades donde no se habían instalado librerías porque no resultaban mercados atractivos para dichas empresas culturales. Las bibliotecas no eran rentables políticamente para los gobiernos, ni las librerías viables para las empresas. Pero preservar en la ignorancia a esas poblaciones no era rentable para nadie en el futuro. Ahí entraba la filantropía corporativa de Carnegie.
En México, se requieren alrededor de 7 mil computadoras para que todas las unidades de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas estén conectadas a la sociedad de la información y el conocimiento. Por razones presupuestales y de infraestructura, el gobierno tardará en instalarlas todavía algunos años. Los cibercafés de esas localidades suplen algunas de estas deficiencias, pero por definición no son bienes ni espacios públicos. Conectar a esas bibliotecas (lo que de facto significa incrementar exponencialmente su acervo bibliográfico) es difícil en lo individual, pero indispensable socialmente. Es el espacio perfecto para la filantropía. Y no sólo de la Fundación Bill y Melinda Gates, Telmex o “El Gobierno”, como seguramente imaginamos. Hay ciudadanos que pueden articularse para crear organizaciones sociales que se especialicen en resolver este tipo de problemas. Otros que pueden recaudar fondos entre amigos, vecinos o familiares. Muchas más que pueden contribuir con horas de trabajo voluntario para resolver los problemas de asociación y coordinación que suponen llevar 7 mil computadoras a las bibliotecas públicas.
El grado de cooperación y coordinación que se requiere para resolver este tipo de problemas sólo puede darse mediante un tipo de organización social que asemeja a la empresa y al gobierno, pero con reglas e incentivos completamente diferentes: la llamada sociedad civil. Por mucho tiempo las organizaciones de la sociedad civil (OSC) se definieron sólo por su distancia respecto a otras organizaciones. Al principio se les llamaba organizaciones no lucrativas u organizaciones no gubernamentales. No lucraban y no gobernaban; no eran empresas ni gobiernos. Con los años se ha hecho patente que su función principal es reducir los costos sociales de desviar a las empresas y al gobierno de sus funciones primarias. Las OSC, como se les conoce ahora, buscan atender de forma continua los retos organizacionales y prácticos derivados de la ecuación doble.
Las osc entienden que el gobierno debe preservar el orden y la seguridad (objetivo primario del Estado) pero no a costa de dañar el marco colectivo de los derechos humanos. Comprenden la importancia de la inversión turística de las empresas (en busca de la rentabilidad económica), pero no al punto de degradar el medio ambiente o desaparecer comunidades enteras. Son conscientes de que los individuos diseñan estrategias ilegales para “sobrevivir” en entornos corruptos, pero saben que el límite es la preservación de las reglas mínimas para hacer exigibles los derechos humanos y proteger el medio ambiente. Las OSC saben que no es fácil pensar en el impacto colectivo de las acciones cuando se vive en situación de pobreza extrema, pero “subsidian” información y conocimiento para que esas comunidades logren reducir sus carencias en términos educativos.
En todo sistema complejo hay individuos que se hacen pasar por altruistas, empresas que simulan responsabilidad social corporativa u organizaciones sociales que sólo defienden intereses clientelares o beneficios económicos. Pero incluso en presencia de excepciones como éstas, el resultado sistémico de la filantropía y el altruismo sigue siendo favorable. El reto está en mantener viva la lógica de la ecuación doble como eje rector de la conducta individual o colectiva. Importa tanto lo que le conviene a la empresa como a la sociedad, al político como al gobierno, al individuo como al colectivo. No es un subterfugio moral. Es un imperativo para nuestra especie.
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1 En la versión social, Dawkins acuñó el concepto de “meme” para referirse a la unidad de información cultural que replica en una comunidad o sociedad la lógica del “gen”.
2 En el campo de la neurobiología, en 2006, Moll y Grafman publicaron los resultados de un estudio experimental que sugería que el altruismo no era una capacidad moral que suprime el egoísmo, sino que en realidad estaba relacionado con funciones básicas del cerebro asociadas con la conectividad y el placer.
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EDUARDO BOHÓRQUEZ es Director Ejecutivo de la Fundación Este País y Director de Transparecia Mexicana.