En un texto clásico que tuvo un aura bíblica entre los estudiantes izquierdistas de los años setenta, Federico Engels afirmó que el origen de la familia, la propiedad privada y el Estado fue el acuerdo entre los clanes bárbaros del neolítico para evitar la destrucción de la especie.
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“Antes de la formación del Estado, había un comunismo primitivo”, afirmaba el autor, y ponía el ejemplo de la familia punalúa de las islas de Oceanía, donde las mujeres eran propiedad colectiva y la guerra entre las tribus era una secuencia fatal que impedía cualquier tipo de desarrollo. En esos tiempos arcaicos no había ley. Los diferentes clanes se enfrentaban unos a otros, y lo que prevalecía era el orden impuesto por el más fuerte.
Con el tiempo, los diferentes grupos humanos fueron evolucionando hacia sociedades más organizadas. Surgió la división del trabajo. Unos se dedicaron a los cultivos agrícolas. Otros, a las labores artesanales. Otros más se capacitaron como guerreros. Aparecieron la primeras “ciudades-Estado”, cuya cohesión interna se expandió hacia otros ámbitos. Primero fue Atenas, pero Roma se convirtió en el ejemplo clásico. De ahí salieron ideas y ejércitos: leyes y lanzas.
Luego sobrevino la era de la creación de acuerdos y la sofisticación de los sistemas políticos. El salto hacia un sistema que fuese la expresión de la voz del pueblo. El fin de la divinidad de los reyes. Las grandes revoluciones del siglo xviii . No fue un cambio terso. Con el hundimiento de los regímenes monárquicos rodaron muchas cabezas.
Paulatinamente, la democracia fue ganando terreno. Francia, Inglaterra y Estados Unidos se volvieron ejemplos paradigmáticos. Los parlamentos y congresos surgieron como representación de los sectores sociales, las ideas políticas. Así surgió el imperio de la ley. Para regular el comportamiento de los hombres, aparecieron las constituciones, los códigos, los reglamentos.
Es una ironía de la historia, pero la falta de reglamentos es el problema más difícil que muchos Estados encaran hoy en día. En África, en Asia, en Europa y en América Latina, hay Estados sin ley. No tienen de manera cabal el control de sus territorios. No mandan sobre el grueso de la población. Son incapaces de encuadrar a sus ciudadanos en los márgenes de la normatividad. Unos son los llamados Estados fallidos. Otros son Estados inacabados. Otros más son simplemente tierra fértil para la guerra: Afganistán, Moldavia, Uzbekistán, Burundi, Somalia, Costa de Marfil. Son naciones que nacieron a la independencia con el fin intempestivo del colonialismo europeo, el desplome de la Unión Soviética y la indiferencia de las democracias avanzadas. Son territorios donde prevalecen los usos y costumbres del más fuerte: traficar con armas, drogas y personas; secuestrar barcos mercantes; dominar a la población por la fuerza de las armas.
Recientemente, la Organización de las Naciones Unidas publicó un estudio titulado La globalización del delito: evaluación de la amenaza del crimen organizado trasnacional, donde afirma que el crimen organizado se ha convertido en uno de los mayores poderes en el mundo. Se trata de nuevas potencias, tanto económicas como militares. Sus empresas operan con gran eficiencia en las zonas de producción de droga y sus mercados.
Y en este ámbito, como en todo circuito capitalista, existen desigualdades. Colombia es un gran productor de cocaína, pero no por ello ha salido de la pobreza y el subdesarrollo. La mayor parte de las ganancias se quedan en los países destinatarios, como Estados Unidos, Canadá y varias naciones europeas. Esa droga, como sabemos, es de las más redituables. De los 72,000 millones de dólares traficados al año en el orbe, el 70% se queda en los países de destino y el 30% se reparte entre los productores.
Eso nos plantea varias dudas. ¿Quiénes son los grandes industriales del negocio de la droga? ¿Quiénes los hombres de la revista Forbes en el terreno del narcotráfico? En este contexto, parece que el Chapo Guzmán, considerado uno de los hombres más ricos del planeta, no es más que un empleado a sueldo de sus socios en Estados Unidos. De ellos, nadie habla.
Lo que es un hecho es que cada país ocupa un lugar estratégico en este nuevo reparto del mundo.
En la pequeña Guinea-Bissau, por ejemplo, las decenas de islas que constituyen buena parte del país sirven como depósitos de cocaína. Son las escalas que utilizan los narcotraficantes colombianos para introducir en Europa sus valiosos cargamentos.
En esa pequeña esquina de África occidental, las bandas del narcotráfico han logrado desbaratar al Estado. O someterlo a sus órdenes. ¿Quién resiste las apetitosas ofertas de dinero en un país donde sólo hay miseria?
La historia reciente de Guinea-Bissau se ha convertido en una comedia donde los políticos y militares se arrebatan el mando para apoderarse de los mayores cargamentos de droga. Los ejemplos sobran. Por haber descubierto una carga de 200 kilos de cocaína ocultos en un hangar del ejército, el jefe del Estado Mayor fue asesinado en 2009. De manera casi inmediata —se presume que por venganza—, el presidente del país corrió la misma suerte. Mientras tanto, los jueces eximieron de culpa a unos capos mexicanos que aterrizaron en Bissau con media tonelada de cocaína.
El caso anterior es sólo un ejemplo de lo que sucede actualmente en África. Las arenas del desierto del Sahara, como en los viejos tiempos, son rutas de comercio. La diferencia es que ahora las monedas de cambio son la cocaína y la heroína.
En esta constelación de naciones sin remedio que se prestan o se han convertido en puntos estratégicos para los negocios del narcotráfico, destaca el caso de Afganistán, una nación que ha sido víctima de las peores invasiones y los peores gobiernos.
Para no hablar de las invasiones persas de los siglos vii y viii , y los desgarres producidos por el imperialismo inglés, basta recordar que la invasión de la Unión Soviética en 1989 costó al país un millón de muertos y cinco millones de desplazados, y que la invasión norteamericana de 2001 les dejó un saldo mayor a los 700 mil civiles caídos.
En este escenario de la barbarie, merece mención aparte la inquietante existencia del gobierno del Talibán. Formado en sus orígenes como un grupo de eruditos del Islam, los talibanes se han distinguido por ser uno de los gobiernos más despóticos del mundo. Sus principios fundamentalistas incluyen la guerra santa contra los enemigos de Alá, el sacrificio individual en aras del terrorismo, la violación permanente de los derechos humanos y la opresión recalcitrante contra las mujeres.
La suerte de Afganistán es un capítulo de la historia universal de la infamia, como diría Borges. Hoy en día, la intervención norteamericana está alcanzando su noveno año de desgracia. Aunque Estados Unidos ha expulsado a los talibanes del poder y ha formado un gobierno que cuelga de alfileres para desempeñar sus funciones mínimas, los talibanes se han reagrupado en la indescifrable frontera con Pakistán, esperando en sigilo el momento propicio para volver a Kabul. Su persecución, para los soldados norteamericanos, se ha convertido en una ratonera.
La única novedad en este círculo vicioso es que, en los últimos años, los talibanes se han fortalecido gracias al financiamiento del narcotráfico. Con un país deshecho por los bombardeos y la guerra, el 60% de la economía de Afganistán descansa en la pujante industria de la droga. El país suministra al mundo el 95% del opio que consume —materia prima de la heroína—, y su exportación representa sumas muy codiciadas. Pero los talibanes no son los más beneficiados en esta empresa. Según el reporte de las Naciones Unidas, sólo 5% de los 55,000 millones de dólares de ganancias que genera el tráfico de heroína se queda en manos de los traficantes y agricultores afganos. Nuevamente, los grandes beneficiarios del negocio permanecen en el anonimato.
En los países donde la violencia ha logrado erosionar los pilares del Estado, los grupos armados se convierten en las autoridades fácticas. Generalmente, suplantan al Estado en funciones de defensa y recaudación de impuestos. Exigen, con la daga al cuello, un porcentaje de los negocios de la población. En ciertos casos, aparentan ser magnánimos.
Custodian a las familias de los productores y ofrecen protección a posibles aliados. Cumplen funciones de beneficio social, como las donaciones en efectivo para las fiestas populares, la construcción de clínicas y escuelas, la apertura de carreteras. En ocasiones, se convierten en patrocinadores de iglesias y parroquias. En zonas de pobreza extrema, muchas veces, sus acciones no son mal vistas. A fin de cuentas, el dinero que se lava sirve de igual forma a la religión, la salud, las comunicaciones y el progreso.
Como es de suponerse, en los círculos gobernados por el crimen organizado, el sistema democrático simplemente no existe. Los jefes del narcotráfico establecen sus propias jerarquías con códigos infamantes, y por la fuerza de las armas. El jefe de mayor rango es el mejor armado. El más rápido en la venganza. El más sanguinario. El indestructible. Todos lo obedecen por consenso. Nadie votó por él. Su liderazgo no proviene de las urnas.
Hay excepciones tragicómicas, claro. En Colombia, el temible narcotraficante Pablo Escobar Gaviria llegó a ser senador. Como el caballo de Calígula.
Los cárteles mexicanos, por su parte, ya se posicionaron en esta nueva división del mundo. No sólo están desangrando a varias entidades federativas de México con sus guerras intestinas, sino que han llegado a Asia Central para obtener nuevas materias primas y abrir nuevos mercados.
Estos ejércitos mercenarios, hijos de la ilegalidad y la impunidad en muchos países, son la nueva plaga que azota al mundo.
Y no hay una respuesta global que la contenga.
*Estudioso de asuntos internacionales, es también autor de Temblores, La resurrección de la Santa María y En el nombre del hijo.