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La unidad lingüística en torno a la diversidad
Cultura | Leopoldo Valiñas | 16.05.2011 | 4 Comentarios

Introducción

Un día me enteré que en México había dos grupos de estudiosos de los fenómenos del lenguaje. Unos que se llamaban hispanistas y otros que eran nombrados indigenistas. También me enteré que su diferencia era un poquito más que meramente de objeto de estudio o de metodología. Unos, los primeros, se dedicaban básicamente a las letras y tenían como variables nodales la perfecta definición, la producción estética y la homogeneidad; en México, sus centros de trabajo estaban en las escuelas o facultades de letras o literatura. Por su parte, los segundos, se interesaban en la oralidad y tenían en la indefinición, en las discusiones teóricas y en las diferencias sus puntos de referencia. Su práctica se relacionaba fundamentalmente con la antropología. También me enteré que yo era indigenista, término que, debo decir, me parecía implicar cierta carga peyorativa (lo cual a mí en lo personal nunca me ha preocupado). Lo curioso es que, en la antropología, indigenista sí era un término con cierta carga despectiva.

Por mí puede haber tantos tipos de estudiosos como sea, pueden focalizar y priorizar (e incluso excluir) lo que sea, pueden creer y estar convencidos de lo que sea, pero es la lengua, en todas sus dimensiones y alcances, un universo de objetos de investigación preciso y nítido. En este sentido sólo hay una lingüística, tan amplia como lo son los hechos de la lengua y tan rígida y exacta como los principios y los modelos lo permiten… o lo obligan.

He pensado que una de las mejores maneras de hacer patente mi compromiso con la Academia Mexicana de la Lengua y de mostrar mi agradecimiento es hablarles de cómo veo los fenómenos de la lengua, cómo es que entiendo la plural realidad lingüística de México y la relación del español con las lenguas indígenas.

Pero antes, si me lo permiten, creo que es del todo pertinente recordar a don Andrés Henestrosa, quien ocupó de manera por demás destacada la silla xxiii.

Andrés Henestrosa

Don Andrés Henestrosa fue un gran poeta, narrador y ensayista mexicano… y zapoteco (de sangre, cultura e idioma). Crecido con el siglo xx (sí, en el México bárbaro), vivió toda su niñez y parte de su adolescencia en Ixhuatán, en el istmo de Tehuantepec. Tuvo como única lengua al zapoteco de la planicie costera (o dixazà) pero también tuvo el “don de las lenguas” —ignorando la parte milagrosa o divina— con el que aprendió español, lengua que comenzó a utilizar ya tardíamente, de joven aquí en la Ciudad de México. Pero no la aprendió nada más para hablarla o para evitar las burlas y los menosprecios… o para poder comunicarse. No. Se apropió del español para jugar con él, para doblarlo y estirarlo, para encontrarle sus esquinas y sus rincones, para convertir las palabras —como él dijo en uno de sus poemas— en pequeñas balsas próximas a naufragar su contenido. Lo volvió suyo para expresar sus emociones, sus temores y difundir conocimiento sobre la historia, sobre la literatura, sobre la política… y sobre su ser zapoteco y sobre los suyos.

Político, historiador riguroso y periodista del diario. Reconociéndose orgullosamente bilingüe, don Andrés no desaprovechó ocasión alguna para expresarse en zapoteco. Afirmaba que su alma tenía dos mitades, una indígena y otra hispanizada. Él se decía indio hispanizado. Y nunca olvidó ni sus raíces ni su pasado, amplio pasado porque estaba armado por esas dos mitades. Investigador de siempre, y comprometido con su gente, su verdadera gente, propuso un alfabeto para el zapoteco de la planicie costera y elaboró un breve vocabulario zapoteco-español. Cantó y escribió tanto en su lengua materna (la familiar y comunal) como en su lengua adquirida. Fue un extraordinario difusor de las culturas. Su obra Los hombres que dispersó la danza, como sabemos, es referencia obligada cuando se habla de literatura mexicana y de literatura indígena… y de zapotecos.

¿Traducía del zapoteco al español? No creo. Pienso que cada mitad de su alma hablaba por sí misma. Decía lo que quería decir en la lengua en la que lo podía decir.

Y así como fue autor de una de las obras más bellas de la literatura latinoamericana, a decir de los que saben, Retrato de mi madre (carta a Ruth Dworkin), también lo fue de una gran cantidad de notas periodísticas, ensayos, artículos y relatos dispersos en las páginas de muchas revistas y periódicos.

Don Andrés fue zapoteco desde niño y para siempre y “mexicano íntegro” (como él decía) desde que aprendió español. Su naturaleza dual fue esencial para convertirse en uno de los más importantes hombres de las letras mexicanas. Además de recibir numerosas distinciones, fue miembro de esta corporación siendo el segundo en ocupar la silla xxiii, lo cual hizo durante cuarenta y tres años. Fue, en esta corporación, en esta Academia Mexicana de la Lengua, el séptimo bibliotecario-archivero, y tanto por su biblioteca personal (inmensa) como por su obsesión por la lectura, el poeta español Rafael Alberti lo apodó el gran indio biblioteco.

Su discurso de ingreso a esta Academia Mexicana fue Los hispanismos en el idioma zapoteco. Que conste que pudo haber hablado de literatura, de historia o de un tema en donde el español fuera el tema central. Pero no. Don Andrés no podía ni ignorar ni esconder su esencia dual. Y habló, en su discurso de ingreso, de su lengua materna. Compartió con los académicos (y de hecho con todos) la sonoridad de su zapoteco, la inteligencia de su idioma, junto con los recursos gramaticales para asimilar (adecuando y amoldando) las palabras castellanas que acompañaron la realidad que se les impuso a los indígenas desde el periodo novohispano.

El español y las lenguas indígenas

Porque, como sabemos, en México, el español corre por todas partes… bueno, por casi todas partes. No es el único idioma usado, nunca lo ha sido y jamás lo será. Existen cerca de ocho millones de mexicanos que lo tienen como segundo idioma, que son bilingües, que aprendieron a hablar español a golpe de vara y escarnio (porque en México no existe un solo lugar en donde se enseñe español como segunda lengua a los hablan-tes de lengua indígena). Estos cerca de ocho millones de mexicanos hablan, además del español, una de las 364 variantes lingüísticas indígenas. Término que suaviza la discusión política sobre el número de idiomas que se hablan en México y, además, oculta el desinterés e irresponsabilidad oficial por los fenómenos y hechos lingüísticos que, por cierto, incluyen al español.

Estos mexicanos bilingües (que saben escuchar, hablar, que piensan, son y actúan en dos idiomas) participan de dos culturas, de sus detalles y peculiaridades. Pero gracias a ciertos estereotipos culturales que se reproducen a diario (presentes en el Tizoc de Pedro Infante, en la María Candelaria de Dolores del Río y en la mismísima india María, entre otros y muy variados personajes más) se mantiene y fortalece la idea de que las lenguas indígenas son dialectos, que no son otra cosa que idiomas incompletos e inútiles y, los más, son impronunciables o de plano feos. A tal grado que hay gente, entre ellos intelectuales, que afirma que con las lenguas indígenas no se pueden expresar conceptos abstractos.

Esto es totalmente falso (por no decir ostentosa estupidez) y fácilmente demostrable. Desde el punto de vista de las ciencias del lenguaje no existen ni idiomas completos ni incompletos, ni bonitos ni feos, ni mejores ni peores, ni unos filosóficos ni unos más metafóricos. Toda valoración en lo positivo o en lo negativo surge como resultado de las estrategias identitarias de las personas, del deseo, del poder o por el gusto que se tiene por excluir. Es imposible medir la completitud, la belleza o la bondad de algo, mucho menos de un idioma.

Dejando afuera la belleza y el si es mejor o peor (porque estos valores son totalmente subjetivos e indemostrables), permítaseme decir algo puntual sobre la completitud. Todo idioma tiene absolutamente todo lo que necesita para cumplir rigurosamente con todas sus funciones sociales. No sobran géneros ni concordancias, no faltan tiempos ni pronombres ni preposiciones.

Dos de los cuatro componentes de la lengua, la gramática y el módulo fonológico (el que, dicho de manera simple, tiene que ver con la pronunciación), son fijos, cerrados; por naturaleza relativamente pequeños y conocidos por los hablantes (aunque nunca de manera consciente). En cambio el léxico y la producción lingüística —los otros dos componentes— son, más que incompletos, infinitos. El primero, el léxico, es un capital que circula, que se pierde, que constantemente se crea, que es apropiable e intercambiable. Las palabras corren, vuelan, cambian sus significados. En este sentido, las palabras no son de nadie ni propiedad de ningún idioma. Como antes lo era el dinero, están a la vista y al portador. La producción lingüística, por su parte, es lo dicho, lo decible, lo dicho sin haber sido pronunciado y lo verdaderamente imposible de decir. Es lugar de encuentro y de conflictos entre la identidad y sus marcas, entre las proposiciones sociales —lo que los sujetos quisieran decir— y las disposiciones gramaticales —lo que la lengua les permite decir—, entre la lógica del mundo y la tiranía de las lenguas. Y, por supuesto, es el lugar en el que aparecen y juegan un importante rol los hablantes, los sujetos sociales. Nosotros.

Y cada uno de nosotros representa, de manera muy simple, el lugar de encuentro de lo social con el pensamiento y con la lengua, es decir, con aquello que nos es externo, con aquello interno y con la gran intermediaria y factor aglutinante. Ni hablamos por hablar ni la lengua nos es opcional. Al hablar activamos nuestra naturaleza social, ponemos en juego las normas, las estrategias, las pretensiones, nuestro conocimiento del mundo. Hablamos con oraciones, no con palabras. Con ideas verbalizadas e intenciones falsamente escondidas. En uno y otro caso, nada sobra, nada falta.

Por ejemplo, el tarahumara de Tónachi —lengua hablada en el estado de Chihuahua— no tiene un término genérico para árbol. Por lo tanto, no se puede preguntar “¿qué árbol es ése?”. Esto, en consecuencia, obliga a que los hablantes de este tarahumara tengan desde muy temprano, desde la niñez, desde donde comienza su siempre, un amplio conocimiento de los árboles y de sus nombres. El español, en cambio, sí cuenta con el término genérico árbol pero esta falsa ventaja provoca que la absoluta mayoría de la gente (sobre todo la urbana) ignore la diversidad arbórea. El arbolito de navidad es simplemente un arbolito… y el de la noche triste, un árbol.

En español tenemos dos pronombres de tercera persona, él y ella, y dos primeras personas del plural, nosotras y nosotros. Su diferencia es el género gramatical (no el sexo). El mixe de Tlahuitoltepec, por otra parte, también tiene dos pronombres de tercera persona, pero uno señala si de quien se habla o de lo que se habla está visible y, el otro, si está ausente de la mirada inmediata. También tiene dos nosotros, uno que incluye al interlocutor y el otro que lo excluye. El huave, por su parte, tiene un solo pronombre de tercera del singular y seis de primera del plural; de hecho, tiene una palabra especial para “tú y yo”. El zapoteco de San Pablo Güilá, finalmente, tiene un único nosotros pero seis pronombres de tercera persona: para cosas, para animales, para seres sagrados; otro para el trato familiar, otro para el de confianza y otro que indica respeto.

¿Qué sobra?, ¿qué falta?

Con estos dos ejemplos está claro que todo idioma tiene los recursos necesarios para funcionar, incluso para comunicar o para nombrar, porque la lengua es mucho más que comunicación y denominación: gracias a ella somos alguien (desde el momento mismo en el que tenemos nombre propio y nos adueñamos del “yo”), conocemos (la mayor parte de nuestras creencias y conocimientos son posibles gracias a la capacidad estructuradora de la lengua, a su capacidad narrativa, a esa facultad que tiene de traer ante nosotros lo ausente, de hacer “perceptible” lo que no lo es y hasta de hacer coherente el caos), somos sujetos sociales (porque sin idioma sería imposible la existencia de leyes, de ritos, de la moral, de la religión misma y de la propia historia —porque todo suceso, todo acontecimiento, no es absolutamente nada si no es aprehendido y organizado por la lengua). Dicho en pocas y llanas palabras, lengua, pensamiento y cultura son tres aspectos inseperables del ser humano. El idioma es parte de nosotros (o nosotros de él) y no una propiedad o una posesión.

La realidad comunitaria de las lenguas indígenas

Y cerca de ocho millones de mexicanos son bilingües, conocen dos idiomas, viven dos culturas y tienen dos estructuras de pensamiento. Esto nos debería enorgullecer.

Pero no. Su realidad lingüística, bilingüe, contrasta con su realidad social. Realidad que no es “culpa” de los idiomas. Como sabemos, es la convivencia entre los hablantes de las lenguas indígenas y los del español la que no es ni simétrica ni justa ni neutral. Las lenguas no son ni la razón ni las responsables de la marginación y de la pobreza. Tampoco culpemos al entendimiento. Insisto, cada idioma juega roles y cumple funciones sociales diferentes. Cada lengua vehicula la ideología y la cosmovisión propia, en su respectivo ámbito social. Recordando que el ámbito social de reproducción de las lenguas indígenas no es la nación, es la comunidad. Esta comunidad (en un sentido antropológico, que para nada corresponde con pueblo) es concreta, existen rostros y éstos tienen nombres propios, el tejido de relaciones de parentesco es amplio y abarcador y el acervo cultural es de profunda tradición. Dentro de la comunidad se interactúa, se habla, se norma y se sanciona la producción lingüística. Aquí la lengua o comunalecto tampoco es homogénea —como en ninguna parte. Pero la saben una. La dicen una.
La nación, en cambio, es imaginaria (esto no significa que sea falsa), es producto de la eficacia ideológica por la que se nos convence de una identidad común gracias a compartir una historia y tradiciones comunes y un mismo territorio. Hasta se nos convence de que hablamos igual. La nación nos es tan propia pero a la vez tan ajena y lejana. Somos mexicanos por la eficacia de las palabras, unas hechas leyes y otras que forman parte de nuestros discursos de identidad. El español del mexicano es los muy diversos y diferentes españoles de los mexicanos.

La diversidad lingüística de México

La diversidad lingüística de México es muy grande (incluyendo en esta afirmación al español, a sus diferentes manifestaciones, a sus dialectos —o formas de hablar según la región— y a sus sociolectos —o formas de hablar según el grupo social). Para mucha gente —incluyendo lingüistas— el número de 364 variantes lingüísticas que señala el inali para las lenguas indígenas es exagerado y, por lo tanto, falso. Para mí, no lo es. De hecho, creo que hay muchas más. Pero esto no se resuelve ni con opiniones ni votos ni descalificaciones. Lo único verdaderamente cierto es que falta muchísima investigación.

Aunque, a decir verdad, la necesidad de saber cuántas lenguas se hablan en México no es una necesidad científica, es pura y exclusivamente política, y en realidad es una necesidad más de dicho que de hecho (porque de lo contrario, la cifra se hubiera propuesto desde hace mucho tiempo). Doy un pequeño botón de la asistematicidad con la que las lenguas indígenas mexicanas han sido (y son) tratadas por el Estado mexicano. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (inegi) registró, en los censos de 1970, sólo 30 lenguas (existiendo, en ese tiempo, el Instituto Nacional Indigenista, que oficialmente identificaba 56 lenguas indígenas; ambas instituciones, federales). En los censos de 1980, el número aumentó a 40. En los de 1990, luego de reuniones con especialistas y otros no tan especialistas (porque ya existía una exigencia académica de disponer de datos “reales” o al menos más apegados a lo que parecía existir), registró 92 lenguas, siete de ellas genéricas o indefinidas (por ejemplo, hay una etiqueta chontal, con un número determinado de hablantes, como si existiera una lengua chontal; en México existen dos idiomas chontales: uno de Tabasco y otro de Oaxaca. Totalmente diferentes). Para la década de los noventa, los organismos oficiales indigenistas reconocían ya la existencia de 62 grupos étnicos y, por lo tanto, de igual número de lenguas indígenas. En los censos de 2000, el número de lenguas contadas bajó a 85 (con cinco genéricas) y en el conteo de 2005, a 70 (con cuatro genéricas).

Pero, ¿en verdad no es una necesidad lingüística, científica? Pues claro que no. No, porque las ciencias del lenguaje no tienen la capacidad teórica ni metodológica para determinar cuándo dos formas de hablar son dos idiomas diferentes y cuándo no. La verdadera necesidad, en todo caso, es la de estudiar todas las hablas. No puede haber dialectos sin antes haberse realizado una investigación dialectal.

En todo caso, para definir cuándo dos hablas son un mismo idioma, lo determinante deberían ser las características y peculiaridades gramaticales, estructurales. Y aún así, no hay ni parámetros ni criterios.

Tratando de salvar lo insalvable, se ha acudido al nombre de los idiomas (tanto al actual como al histórico, tanto al dado por los “otros” como al etnónimo); se han tomado como verdaderos y fiables los juicios de algunos hablantes sobre mismicidad o diferencia lingüística (si es la misma lengua o no) y se han realizado, incluso, investigaciones sobre la inteligibilidad mutua o entendimiento mutuo. Resultado: la indefinición sigue, pero ahora el caos ya tiene cifras.

Veamos como ejemplo el caso del zapoteco, la lengua de don Andrés Henestrosa. Por un lado, según los resultados de la glotocronología (una pseudotécnica que entre otros logros pretende aportar criterios de tiempo para identificar claramente dialectos, lenguas y familias) hay ocho lenguas zapotecas. Por otro lado, según los resultados sobre la mutua inteligibilidad, hay 38 grupos; y por otro lado, algunos lingüistas y organismos académicos —a su entender— manejan entre 6 y 57 lenguas (esta última cifra es la que maneja Ethnologue, la enciclopedia de referencia de las 6,909 lenguas vivas conocidas). El Instituto Lingüístico de Verano (una de las instituciones más importantes en el estudio de las lenguas indígenas), por ejemplo, habla de 40. El inali, por su parte, propone 62 variantes lingüísticas. A esto sumémosle que el inegi registra 7 lenguas zapotecas en 1990 y 2000, y 8 en 2005. Por fin, ¿cuántos idiomas zapotecos hay?

Lo esperado, lo lógico, es que las lenguas —o las variantes lingüísticas o los comunalectos— sean diferentes. Por ser la lengua, el pensamiento y la cultura una unidad compleja y porque cada comunidad tiene su propia historia, lo obvio, lo natural, es que lengua, pensamiento y cultura sean distintos. Cada comunidad tiene su derrotero, sus problemas y, en suma, su vida. ¿Qué es lo que nos obliga a creer que los idiomas usados en distintos lugares deban de ser iguales o el mismo? Y en esta pregunta va incluido el español.

Pero más que responder a esta cuestión, debemos recordar que nada sucede al azar. Las diferencias y semejanzas de los idiomas han de relacionarse con la historia; la de la lengua y la de sus sujetos hablantes, reconociendo que la historia humana es resultado de voluntades y circunstancias y la de la lengua, de las determinaciones internas en pugna con sus condicionantes externos. Si observamos detenidamente un idioma (no únicamente su léxico sino todo él) podemos descubrir fragmentos de historia, rasgos culturales, e, incluso, sistemas de pensamiento aunque no siempre fáciles de abstraer.

No hay ni español de segunda, ni mestizo, ni mezclado. Lo que se dice es porque la gramática de la lengua lo permite. Frases o palabras en español que vemos como extrañas o diferentes no se deben a la ignorancia de sus hablantes ni tampoco a una campaña para fragmentar o para corromper el español. No. Toda persona bilingüe, justamente por ser bilingüe, puede hablar en la lengua que le sea más efectiva (en lo identitario, en lo estético, en lo afectivo, en lo comunicativo, en lo ritual).

Esto significa, en pocas y silvestres palabras, que el español mexicano rural y el muy diverso español indígena es español. Como dije antes, el español mexicano es la suma de los diversos españoles que se hablan y corren en México.

La tarea planteada

Iba a terminar mi discurso insistiendo sobre el constante cambio. Sobre la igualdad —que sólo es de dicho— y la mismicidad —que sólo aparece dentro de las prácticas identitarias, como parte de nuestros ejercicios de poder—. Iba a insistir en la omnipresencia de las diferencias (siempre acompañadas de semejanzas) y de nuestra terca necesidad de minimizar o ignorar esas diferencias con los que suponemos iguales a nosotros y de maximizarlas o sobrevalorarlas con los que pensamos o queremos distintos. Pensaba insistir en nuestra igualdad pero no en el ser idénticos. Somos iguales porque nos pensamos, nos aceptamos y nos decimos iguales.

Pero no. He decidido terminar mi discurso haciendo una muy breve reflexión en torno al español mexicano. Y aceptando —sin aceptar— que soy indigenista, simplemente señalo que todo lo aquí dicho incluye, por supuesto, al español, al español hablado, al oral y al escrito. En este sentido, valdría la pena describir y explicar, con la misma atención, con el mismo rigor, el español que genéricamente puede ser identificado como indígena o, si se quiere, español de contacto. Esto significa que habría que conocer —no por el mero gusto de saber sino por su importancia— sus pronunciaciones, sus comportamientos gramaticales y su léxico. Sus peculiaridades. Faltaría reconocer esas formas de hablar por lo general ocultas, negadas y fuertemente estigmatizadas. Y con esto “todos los modos peculiares de hablar” el español en México serían, en efecto, todos los modos peculiares de hablar español. Y esto, no está de más recordarlo, es el objetivo que explícitamente se plantea la Academia Mexicana de la Lengua en el primer artículo de sus estatutos. Y esto, curiosamente, nos obliga a conocer la diversa realidad lingüística mexicana. La tarea, pues, está planteada.

Epílogo

En fin, ahora sí para terminar debo decir que estoy convencido de que hay diversas maneras de agradecer. Al menos hoy, el que esté yo aquí con este discurso, que va en prenda, y que con él asuma mi compromiso con esta muy noble corporación me parecen dos modestas y sinceras formas de dar las gracias. Pero debo mucho. Le debo muchísimo a muchísimas personas e instituciones. Algunas están aquí. Nombrarlas no tendría sentido (porque, por lo regular, los nombres y los rostros más frescos en la memoria son también los más cercanos en el tiempo, y siempre hay olvidos). Sólo mencionaré dos instituciones: a la enah y al iia-unam, por supuesto que hay más. Lo sabemos bien: mis logros no son exclusivamente mis méritos.

* Versión condensada del discurso que pronunció el autor con motivo de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, en marzo pasado.

——————————
Leopoldo Valiñas cursó la licenciatura y la maestría en Historia en la enah. Realizó estudios de doctorado en la Universidad de Chicago y en El Colegio de México. Actualmente imparte clases de posgrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Como investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas, se especializa en lingüística histórica de lenguas yutoaztecas. Es coautor de la obra Se tosaasaanil, se tosaasaanil: adivinanzas nahuas de ayer y hoy.

4 Respuestas para “La unidad lingüística en torno a la diversidad
  1. Sonia Ruán dice:

    Muy bien, siempre dices las cosas como son, sigues siendo el mejor.

  2. Filemón Beltrán Morales dice:

    Las reflexiones del Mtro. Leopoldo Valiñas nos dan pauta para pensar en una relación simétrica entre los mexicanos.

    Reciba felicitaciones de un Benexhon (zapoteco) de la sierra Juárez.

  3. Claudia Mendoza dice:

    Me hace sentir orgullosa de mis raices, mi cultura, mi idioma y mi gente.

  4. Nadxieli dice:

    !Hermoso, qué bueno que lo publicaron!

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