Diego José,
Las cosas están en su sitio,
cecultah , Pachuca, 2010.
Este volumen, de título afortunado y sugerente, reúne tres libros publicados por Diego José a partir del año 2000, ya en la primera década del siglo xxi; el dato cronológico permite situar la obra poética del autor en nuestra actualidad y resulta sumamente representativo de la demostrada calidad de la poesía mexicana. El poeta nació en 1973, y en esa aceptación que asumimos de manera un tanto aleatoria y desigual para denominar las generaciones en México por décadas a partir de la segunda mitad del siglo xx, Diego José pertenece a los poetas de los setenta. Las cosas están en su sitio es pues, en su propia ruta de navegación creativa, acaso un desembarco de tarde temprana, un libro que resume una primera etapa de su creación poética.
En Las cosas están en su sitio, la hondura y la altura de esta poesía convive con el lector de una manera serena y múltiple. No obstante la altura de sus enunciados y la hondura de su introspección, su conjunto de significados, transparentes y provocadores, se aprecian desde la primera lectura y se aúnan al siempre placentero hallazgo de los significados ocultos que descubren las subsecuentes. Si bien la primera lectura es convincente y comunicativa, los poemas presentan una posibilidad adicional que exige al máximo la destreza del lector habitual de poesía. Diego José logra que la intensidad de su momento creativo pueda reposar serenamente en la hechura del poema antes de alcanzar al lector que compartirá con plenitud su dimensión semántica.
¿Cómo se logra el paso de la intensidad creativa a la impronta de la tinta o el grafito en el papel? ¿Cómo pasa el nervioso y fulgurante sentir que produce un sentimiento poético al consecuente momento de la dactilografía? ¿Cómo se consigue dejar un poema en su forma más nítida? Puedo juzgar que la respuesta la ofrece el oficio, la destreza del poeta por traducir lo de adentro, su habilidad para aproximarse lo más cercanamente posible a lo que se quiere decir. Oficio bien concebido, bien fundado, ejercido en plenitud por el poeta, que pone las cosas en su lugar. Y así, las cosas están en su sitio.
Diego José, también narrador y ensayista, evidencia sus bien asimiladas influencias literarias a través de referencias epigrafísticas de distintas tradiciones. Nos da cuenta de su cercanía con el Nobel de 1923 William Butler Yeats, ese notable poeta irlandés, místico, que pasó del protestantismo al budismo. Nos hace notar su proximidad a la lectura de Octavio Paz, a su anticipación analítica de los tiempos que vivimos. El camino referencial del autor de Las cosas están en su sitio continúa en la transparencia de Ana Ajmátova y apela a la profundidad de Jalaluddin Rumi. Es decir, a través de los epígrafes hay también una ruta de lectura para este conjunto de tres libros reunidos en el volumen. Una tríada que compila una década. Entre otros autores de su comunión, añade citas de José Ángel Valente, de Giacomo Leopardi, y hace presente el preclaro español de Rubén Darío, o el arrebato fundamental del metafórico tigre Eduardo Lizalde. Hay, pues, en la elección de los acápites un arte poética subtextual.
A propósito de subtextos, Jalaluddin Rumi, reconocido como el más grande poeta místico del Islam, el ruiseñor de la vida contemplativa, autor del llamado Corán Persa, nos ha contado de un grupo de hombres que nunca había visto un elefante. Un buen día el paquidermo quedó encerrado en un establo, a donde se dirigieron algunos curiosos que al enterarse de su existencia decidieron conocerlo antes que los demás. Era de noche y no había luz en el lugar; en esa completa oscuridad empezaron a palpar al animal. Al tocarle la trompa, uno de los hombres se imaginó al elefante como una manguera; otro le tocó la oreja y pensó en un abanico; otro más, al tocarle una pata, creyó que era una columna; el último le tocó el lomo y pensó que palpaba un trono. Todos se habían topado con el elefante pero ninguno supo definirlo.
Esta historia me hace recordar que José Gorostiza, autor de uno de los más grandes poemas en nuestro idioma, Muerte sin fin, asegura: “No sé lo que la poesía es”. Don Antonio Machado, después de un reflexivo camino de meditación y análisis, manifiesta que la poesía es “algo de lo que hacen los poetas”. Los lectores en general, en muchos momentos, tenemos algo de aquellos hombres que tocaban al elefante sin poder verlo completo frente a ellos. Si la poesía está en todas partes, el poeta quiere provocar en el lector una percepción de ella.
Desde el primero de sus títulos, Cantos para esparcir la semilla, en la poesía de Diego José se advierte una propuesta clara del camino que desea transitar. Los del primer libro son cantos, es decir: poemas que cantan y están destinados a diseminar la semilla de su amorosa propuesta poética, sutil, delicadamente erótica. El segundo de los libros, Volverás al odio, está precedido por las palabras de Eduardo Lizalde que sentencia: “Grande y dorado, amigos, es el odio”. Se trata de un ajuste consigo mismo, una introspección que le ayudará a alcanzar esa lírica serena, que aun en la desdicha tiene voces de aliento. El poeta profundiza en sus propias aguas, se hunde en su personal océano y sale a flote cabalmente para encontrarse consigo en la plenitud de la serenidad. Los oficios de la transparencia, el tercero de los libros, tiene un nítido desarrollo poético; no es frecuente encontrar una poesía con esta fuerza expresiva, con esta secuencia, con tal claridad en su planteamiento y justeza en su factura. La poesía de Diego José se disfruta desde variados puntos de vista. Un lector que se acerque por primera vez encontrará a un depositario afortunado de nuestra tradición lírica, con una presencia distintiva en nuestra poesía. El poeta domina un sello propio que entusiasma por la intensa vibración poética que permanece aun después de su lectura.