Para Paco Conde, por prestarme libros
pero, sobre todo, por prestarme
su computadora para escribir esto.
Se dice con reiterada candidez que los libros son vehículos para mostrarnos latitudes, personajes y emociones diferentes. La letra impresa se relaciona frecuentemente con su potencial para exacerbar el imaginario de los lectores. Sin embargo, pienso más en los libros como polizones extraños, viajeros a nuestras expensas, que como tapetes mágicos que nos llevan por mundos imaginarios.
Foto tomada de Creative Commons Flickr/Bacteriano
Un libro es al mismo tiempo, y en diferentes direcciones, invitación al sedentarismo y puerta hacia la errancia; en sus páginas hay, en efecto, sugerencias a la movilidad imaginativa y en ocasiones física, a pesar de obligarnos a permanecer estáticos, en vilo ante una lectura voraz. Aun así, las aventuras que facilitan su contenido muchas veces no son tan azarosas como las que el propietario del volumen les impone. En mi biblioteca, por ejemplo, los volúmenes yacen en posiciones caprichosas aunque, al observar tal desorden, es fácilmente comprensible que en conjunto todos ellos sean parte de una constelación significativa y útil para mis propósitos; de ahí que Burroughs converse con San Agustín, Celine con Deleuze, Sade con Coetzee, Elizondo con Vila-Matas, y todos ellos con mis modestos esfuerzos.
Cada libro lleva las cicatrices de sus viajes: páginas dobladas, manchas de café, olor de tabaco, párrafos subrayados y notas diversas. Todas estas heridas denotan una variedad singular de lectores: desde una flor marchita y prensada entre el prólogo y el primer capítulo hasta las exhaustivas observaciones de los más juiciosos y metódicos dueños. Alguna vez un amigo me contó que en una biblioteca pública de España pudo observar las notas al margen que hicieron en un ejemplar sus muchos lectores. Lo más curioso no era tanto leer las notas y observaciones de aquellos hombres y mujeres, sino que a través de todas esas marginalias se creó un enfrentamiento entre lecturas complementarias e incluso opuestas. A pesar del tiempo, se estableció una cordial disputa que no tendía a agotar el contenido del libro, por el contrario, lo que se pretendía era extenderlo siempre más allá de sus límites, justo como los interminables comentarios de los rabinos judíos que enriquecen y prolongan la meditación sobre el Talmud.
Todos los libros merecen una travesía, ya sea del estante de la biblioteca a la quietud del excusado, de la mesa de centro hasta la casa de un amigo o del espacio de las novedades al bote de basura. Un texto se recrea en la lectura que se hace de él tanto como en las migraciones que lo van identificando consigo mismo. Como ejemplar coincidencia puedo mencionar el caso de un volumen de En el camino, de Jack Kerouac, para dejar en claro que un libro es también el desplazamiento que ejecuta servido de sus lectores. De portadas torcidas por la humedad, abundantes señalizaciones, hojas sueltas y adquirido mediante un sutil hurto, era claro que no podía estar mucho tiempo en mi poder. Fiel a su vital ansia por trasladarse a nuevos parajes, ha pasado tantas veces de mano en mano que desconozco su paradero actual. A pesar de mí y del tiempo, no ha dejado de ser un libro rebelde e inquieto, un nervioso personaje que se define por la búsqueda insaciable de nuevos territorios. La breve historia de la literatura portátil, de Vila-Matas, es de igual manera un texto que ha deambulado por lugares insospechados para mí pues en cada ocasión que lo veo, momentos antes de prestarlo una vez más, noto en él dobleces, manchas y heridas que antes no existían. En cambio, Viaje alrededor de mi habitación —aquella bagatela inmortal, en palabras de Borges—, de Xavier de Maistre, como podría esperarse, continúa en el mismo lugar de siempre. No por pereza, supongo, sino debido a que, como el mismo maestro saboyano observa, hay cosas que prefieren sentirse autónomas a nuestros deseos y ejercer la elegante soberanía del desacato.
De las marcas que puede presumir un texto, admito que las dedicatorias seducen a mi imaginación debido a que son, en no pocas veces, una excelente analogía de los tatuajes amorosos. Es decir, en las dedicatorias honestas y personales —no aquellas que se hacen por compromiso y a la carrera— es posible rastrear una filiación emotiva que se hace patente a través de un garabato especial que el dueño del volumen preserva con recatado fervor. Algunos prefieren ocultar, al adquirir libros usados, esas huellas de pertenencias anteriores; en mi caso, no gusto de celebrar las virginidades heroicas. Cuando Angelina Jolie borró los tatuajes que se hizo mientras fue esposa del también actor Billy Bob Thornton, admito que observé su gesto con desconfianza, por inútil, al pretender borrar o negar el pasado. Las cicatrices, me parece, deben portarse con orgullo. Al igual que con las personas, los libros nuevos están bien, son agradables a la vista, poseen un aroma muy particular y sus límpidas pastas coquetean con un futuro venturoso en compañía nuestra pero eso para nada me produce sosiego. Tanto en libros como en mujeres me inclino por los que presumen de haber vivido o, como dijera Wilde, prefiero ir a fiestas en donde haya hombres con futuro y mujeres con pasado.
Henry Miller o George Orwell, entre otros, han asegurado no haber tenido demasiados libros. Por cuestiones diversas, aunque la escasez de recursos sea un motivo constante, privó en ellos más la imagen de su biblioteca como una estación de paso que la de un puerto seguro. Acogieron con beneplácito, a lo largo del tiempo, múltiples libros, aunque optaron con mayor gusto por fomentar su huida. Los libros, decía el autor de Trópico de Cáncer, deben evitar quedarse inmóviles en una biblioteca a modo de museo o panteón. De ahí que no mire con desagrado aquellas propuestas internacionales que consisten en dejar libros abandonados en cualquier lugar para que sean encontrados por lectores casuales. Es preciso favorecer el viaje constante de los libros y no suponer, mentecatamente, que son ellos solos los que están obligados a transportarnos por trayectorias novedosas.
En un ensayo del director de cine John Waters, incluido en Crackpot, éste dice que está dispuesto a prestar sus libros con la única condición de que el solicitante le deje un cheque en depósito por cien dólares, que lo devuelva en una semana, además de comprometerse a comentar cada noche vía telefónica con Waters sus avances de lectura y a que, en el momento de regresar el ejemplar, le entregue al director de Pink Flamingos un reporte de lectura de mil palabras. Es claro que el método asegurará que sean muchos los que se desanimen a la hora de pretender pedir prestado algún ejemplar; después de todo, argumenta Waters, hay libros que no son candidatos, por su costo o rareza, a salir de su biblioteca. Estoy de acuerdo con ese punto; incluso uno duda ya no sólo de los cuidados que se le puedan dispensar al texto fuera del resguardo nuestro sino de la elemental y detallada lectura. Pero aun así hay un dejo burgués en el resguardo y ocultamiento de cierta propiedad privada, quizás éste sea el motivo para que los movimientos de libre distribución en Internet tengan tanta fuerza: ponen en duda la noción de pertenencia o la fetichización para favorecer la circulación de bienes culturales. No obstante, lo más significativo es que hasta el mejor cazador es susceptible de ser cazado; ni el mismo Jonh Waters, con su infalible sistema de préstamo de libros, se habrá salvado de padecer los designios de un texto escurridizo e inquieto. Entre lectores no hay, ni habrá, quien pueda presumir de no haber perdido un libro en cualesquiera circunstancias. Después de todo, es gracias a que son objetos vivos, y no sólo cúmulos estáticos de palabras, que los libros emprenden viajes siempre insospechados.