En Historia de la sexualidad: La voluntad de saber, Michel Foucault escribía que: “los discursos sobre el sexo —discursos específicos, diferentes a la vez por su forma y su objeto— no han cesado de proliferar: una fermentación discursiva que se aceleró desde el siglo xviii”. En Estados Unidos al día de hoy, el ejercicio del sexo oral y de la sodomía, tanto entre hombres como con mujeres, es delito en veinticuatro estados. El censor se mete entre las sábanas o atisba por el ojo de la cerradura de las recámaras y condena a quien se atreve a llevar a cabo dichas manifestaciones lúbricas. Mientras que en Brasil es costumbre que se practique el sexo anal sin anatemas de ninguna índole; por ello Rubem Fonseca, escritor de ese país, lo llama “el deporte nacional”. Es seguro que, como aclaraba Jean Baudrillard “no hay historia que resista el centrifugado de los hechos, o su interferencia en el tiempo real (en el mismo orden de ideas: no hay sexualidad que resista su liberación, no hay cultura que resista su promoción, no hay verdad que resista su verificación)”.
Uno de los efectos del discurso erótico es su capacidad transgresora. Tan es así que en las bibliotecas públicas, sobre todo en las de mayor acervo, se estableció el llamado “Infierno”. Desde luego está en los subsuelos y en ese espacio, isla privada en territorio de consulta general, se colocan los textos dedicados a asuntos de orden sexual. En el xviii, el xix y todavía hasta mediados del xx, incluso la Biblioteca Nacional de París contaba con un sitio semejante. El eros debe ser escindido dentro de las normas burguesas de conducta. Un caso imposible de soslayar es el del poeta francés Charles Baudelaire y su libro fundacional Las flores del mal (1857), y cuya edición fue recogida por el Ministerio Público, esto luego de una campaña injuriosa y ridícula del diario parisino Le Figaro. Se consideraron inmorales siete poemas: “Las alhajas”, “El leteo”, “A la que es demasiado alegre”, “Lesbos”, “Mujeres condenadas” y “Las metamorfosis del vampiro”. Víctor Hugo, el gran patriarca de las letras galas, exiliado por su postura política, envió el siguiente mensaje a Baudelaire: “Acaba usted de recibir una de las raras condecoraciones que el régimen actual puede acordar. Lo que él llama su justicia lo ha condenado en nombre de lo que llama su moral; es una corona más”. Un fantasma recorre el mundo: la sexualidad.
La moral es uno de los reguladores de la conducta. Determina y establece una semántica social con respecto a los usos del cuerpo, sobre todo en su condición pública, es decir, en lo visible, en lo que los otros pueden considerar inapropiado. El transcurso de la historia es reflexión constante acerca de lo que en sus insistencias llega a convertirse en algo semejante a una regla o una ley. Esto debe considerarse con respecto a los fines que persigue tal o cual acto, tal o cual hecho. En El sexo y el espanto Pascal Quignard reflexiona:
Trato de comprender algo incomprensible: el traspaso del erotismo de los griegos a la Roma imperial. Esa mutación no ha sido pensada hasta ahora, no tanto por una razón que ignoro como por un temor que concibo. La metamorfosis del erotismo alegre y preciso de los griegos en melancolía aterrada tuvo lugar durante los cincuenta y seis años del reinado de Augusto, que reorganizó el mundo romano bajo la forma del imperio. Esa mutación tardó sólo unos treinta años en imponerse (del año 18 a.C. al 14 d.C.), y sin embargo aún nos envuelve y domina nuestras pasiones. El cristianismo no fue más que una consecuencia de esa metamorfosis: retomó, por así decirlo, el erotismo en el estado en que lo habían reformulado los funcionarios romanos que promovió el principado de Octavio Augusto y que el Imperio, en los cuatro siglos siguientes, se vio obligado a multiplicar con obsequiosidad.
La paradoja del eros romano es clara: virtus, la virtud, era la palabra clave que buscaron afanosamente los moralistas. Era una sugerencia y un paliativo, aunque debe aclararse que el sentido de la palabra es distinto al que se le da hoy. Según su etimología, vir indica la calidad del hombre en cuanto se opone a la mujer, es decir, en su virilidad, en su potencia sexual. Ahora bien, el ejercicio de esta virilidad corresponde a una función eminentemente política. El ciudadano romano ha nacido para dominar. De esto deriva que la cuestión moral en Roma quede establecida a través de la virilidad. El ejercicio lúbrico estaba dado por el carácter “activo”, si se transgredía esto se llegaba sin escalas a la impudicia (impudicitia). Podía practicarse la homosexualidad, término inaceptable en tiempos que daban por un hecho el vínculo de un hombre mayor con un adolescente. Si se tenían relaciones eróticas con un esclavo, éste debía ser sodomizado; de otra manera se corría el riesgo de violentar las reglas y exponerse a una sanción, entre ellas la de verse humillado a ser penetrado con un rábano. En tanto que un marido engañado tenía el derecho de arrojar desde un tejado al personaje que había violentado su hogar, de obligarlo a que le realizara una fellatio, o de entregarlo a sus sirvientes para que lo sodomizaran o lo castraran. La mujer quedaba en una situación complicada al ser despreciada por el marido; era posible que la expulsaran de Roma para enviarla, sin privilegio alguno, a la provincia. Sería largo enumerar las penas y castigos que solicitaba el cumplimiento de la moralidad romana.
El cine ha querido ilustrar el lado escandaloso de Roma, a veces con la fortuna de Fellini-Satyricon (1969), de Federico Fellini, que toma la novela de Petronio, contemporáneo de Nerón, para reconstruir con indudable acierto la vida cotidiana de ese periodo. El realizador italiano hizo que convivieran lo histórico y lo fantástico dentro de la película. Sin ninguna búsqueda documental, Fellini trató de encontrar las equivalencias que fueran un espejo de la estética de sus obsesiones fílmicas. De ahí que incluyera su nombre en el título de la película.
Por otro lado, Calígula (1980), de Tinto Brass, fue un festín orgiástico que estaba más interesado en mostrar un sinnúmero de desnudos. Una mirada comercial de Bob Guccione —dueño de la revista masculina Penthouse— vio a Roma como un estímulo, un atisbo expansivo de lo que era su publicación. Contrató al escritor estadounidense Gore Vidal, aunque éste rechazó su crédito por considerar que su texto se había deformado por completo.Aparecieron en la pantalla actores afamados como Peter O’Toole, John Gielgud, Helen Mirren y Malcolm McDowell dentro de un filme por demás mediocre. Grandes escenografías, despliegue en todos los sentidos y el resultado fue una suerte de vacío: un divertimento inútil. Un cúmulo de viñetas en las que Roma es un eco lejano, una referencia que se ilustró con audacia pero al margen de un sustento dramático.
Hasta cierto punto, fue la serie televisiva Roma, ideada entre otros por John Milius, la que trató de otorgarle al periodo de Julio César y Marco Antonio una expresión de mayor riqueza propositiva. Claro está que contaron con la ventaja inmensa de desarrollar una trama de forma episódica —más de treinta capítulos— en los que estaba lo cotidiano y lo excepcional de la Roma antigua; sus elementos ficcionales eran adecuados y sus ilustraciones sexuales integraban un mosaico inteligente. La serie contó con especialistas en el tema con el objeto de presentar una idea más o menos aproximada de lo que se vivía en la Roma de los césares. El sexo fue uno de los ingredientes principales en una integración que lo mismo describió los usos políticos que la práctica del graffiti en las paredes o los juegos sucios de las traiciones.
Ahora es Espartaco, otra serie televisiva que se extasía en la sangre vertida en las arenas de los circos romanos, sin descuidar en ningún capítulo los desnudos o el erotismo. Es paradójico que sea la televisión la que retrate a Roma con una mirada lúcida. Aunque en Espartaco, que nada le debe a Kubrick y a su versión con Kirk Douglas de 1960, se cometen algunos atropellos históricos. Por ejemplo, el personaje de Batiatus, un patricio poseedor de esclavos que tiene un ludus (un lugar en el que se entrena a los gladiadores), practica el cunnilingus con su esposa. Esto era algo fuera del catálogo de los nobles romanos; tan es así que entre los mafiosos sicilianos, todavía ahora, el sexo oral de un hombre frente a una mujer está descartado y se considera, por esos prejuicios ridículos, como algo humillante. ¡Ellos se lo pierden! En la serie Los Soprano, el anciano Junior, un boss de la mafia de Nueva Jersey, se ve afectado porque una de sus amantes hace una revelación que pronto se convierte en chisme y que lo obliga a renunciar a la mujer pese a sus lazos afectivos.
De Roma a la actualidad han pasado los siglos entre tolerancias e intolerancias. Lo que sobrevive es un impulso, una manera de percibir una realidad erótica que mantiene viva su presencia.