Georges Duhamel,
Diario de un aspirante a Santo,
Luis Echávarri (trad.),
México: El Equilibrista, 1993, 136 pp.
21 de octubre.‒ Un hecho subsiste: no tengo fe. No me enorgullezco de ello, no pongo en ello ni tenacidad ni malicia. […] Ni siquiera comprendo por qué figura la fe entre las virtudes teologales. He pensado siempre que las virtudes podrían adquirirse, cultivarse. Pero, ¿la fe, ese don arbitrario?
6 de noviembre.‒ No comprendo por qué la esperanza es una virtud teologal. O bien no se la posee naturalmente y es una enfermedad atroz, o bien se la posee y es una verdadera imperfección.
Luis Salavín
De qué forma se alcanza la virtud con la ruindad del mundo circundante. Cómo se puede ser mejor, fundamentalmente mejor, en este momento histórico (que nos ha tomado todo el siglo xx y lo que va del xxi) en el cual lo que está de moda es justo lo contrario: ser un antihéroe que se destaque por ser peor cada día. Será que los hombres de hoy podemos dar una definición concisa de lo que es para nosotros la fe, la caridad, la esperanza y la virtud. No sé si el propósito de Luis Salavín tenía que ver con estos cuestionamientos.
Luis Salavín es el protagonista del Diario de un aspirante a santo, una pequeña novela escrita con formato de diario personal (en realidad es apenas una parte de la gran obra que Georges Duhamel narró respecto de este personaje en la Vida y aventuras de Salavín, compuesta por cinco volúmenes publicados entre 1920 y 1932, y que a la fecha, lamentablemente, no han sido reeditados).
Salavín cumple cuarenta años el 7 de enero, y es justo este día en que decide comenzar su diario y arriesgarse por la única empresa que puede a estas alturas de su vida, darle sentido a la misma: convertirse en Santo. Es un hombre de a pie y mediocre, sin mucho entusiasmo por atragantarse con la vida, como cualquiera otro; sin embargo, su máxima ambición reside en dejar de serlo. Se impone esta empresa, con la cual, él espera al cabo de algún tiempo hacer que el mundo sepa de sí y de su virtud.
Es así como comienza la reseña cotidiana de un hombre sencillo en busca de grandeza, de un hombre de la gran urbe parisina confrontándose en el día a día con sus congéneres, insensibles, apresurados, mecanizados. No nos equivoquemos, la búsqueda de Salavín no tiene que ver con el catolicismo, de hecho, no tiene que ver con ninguna religión. Su desesperada búsqueda tiene que ver con algo más profundo, radicado en la más oscura esencia del hombre: pelear contra el tiempo, la monotonía, la alienación; luchar contra todo aquello que hace al ser humano cada día más inferior y más polvo, para al fin, algún día, conseguir la elevación definitiva que lo acerque en vida a… ¿Dios? Al emprender esta batalla, Salavín se va descubriendo en toda su bajeza, con todos los rostros de su cobardía, con muchos de los gestos de su mezquindad, con las señales de su humana miseria.
Ahora, no vuelva a equivocarse y piense que debido a la circunstancia la novela es un legajo aburrido, lleno de espiritualidades y filosofías de estanquillo, Duhamel hace de este diario una deliciosa comedia, absurda y ácida, áspera, cómica e irrefrenablemente triste, pues todas las acciones que un hombre emprenda para despojarse de lo que de asqueroso tiene la humanidad sólo servirán para hacer de Luis Salavín un hombre hermosamente ridículo… ¿y quién no lo es? Si se dispone a leer, le sugiero sea cuidadoso, porque por lo general, a una gran carcajada, siguen las lágrimas, o al revés.
Georges Duhamel nació en París y aunque fue un escritor prolífico en la actualidad está casi olvidado. Escribió en todos los géneros, fue médico y asistió en la Primera Guerra Mundial, de donde obtuvo materia prima para varias de sus obras, entre las que destaca Civilización con la cual ganó el Premio Gouncourt en 1918; en 1935 fue elegido miembro de la Academia Francesa, de la cual fue secretario a perpetuidad, asimismo fue padre del compositor Antoine Duhamel.
2 de febrero.‒ Me amenaza un gran peligro. Desde que descubrí la conversación de mi madre con Margarita no encuentro la paz necesaria para cumplir mi misión. ¡Mi madre, mi esposa! No me importa engañarlas, sobre todo con un propósito tan virtuoso. ¡Pero qué sucedería si por casualidad cayese este diario en sus manos! Nuestro departamento es pequeño y son escasos los escondrijos. Mi madre y mi esposa son de una discreción ejemplar. Por consiguiente, debo prevenirme contra la curiosidad natural a su sexo, seguro de que esa curiosidad encontraría un aguijón en la ternura que les inspiro. Si este diario cayese en sus manos, sería un hombre perdido. Por grande que sea la confianza que depositan en mí, sé muy bien que mi ambición les parecería exorbitante, sin duda temible o, más simplemente, risible. Tiemblo al pensar que podrían poner sus ojos en este cuaderno. Sería el final de todo. Ya no osaría mirarlas a la cara. Peor todavía: ya no las querría. Lo que sobre todo me atormenta es la palabra, esa gran palabra que las perturbaría aún más que lo que me perturba a mí mismo, esa palabra “santo” que escribo todas las noches, no sin palpitaciones de corazón. Sólo veo una manera de conjurar ese peligro. Voy a ocultar las primeras páginas de mi diario entre las dos tablas que forman el fondo del armario. El lugar es relativamente seguro, pues no es de fácil acceso. En cuanto a mí, ¿qué importa? No tengo la intención de releerme antes de muchos meses. En cuanto a la continuación, la dejaré en el cajón de mi cómoda. Yo mismo guardo la llave. Si el nuevo cuaderno fuese descubierto estaría descartado el peligro, gracias a la siguiente estratagema: desde ahora voy a reemplazar la palabra “santo” por otra palabra. Casi todas las que se han ofrecido en primer término a mi imaginación daban a mis frases un sentido equívoco, si no espantoso, cuando no las privaba de todo sentido. En definitiva, me atengo a la palabra “turista”. Es anodina, un poco tonta, pero tiene verosimilitud. El turismo es una cosa que puede ocupar un lugar en mis preocupaciones y en mis proyectos. “Si me hago algún día turista”… “lo que hay de admirable en el turismo”… Nadie debe sorprenderse ni alarmarse con tales palabras. Aparte de esto, sólo escribo para mí. Es una convención pura y simple.
Estoy solo en casa. Voy a separar el armario, a entreabrir las tablas posteriores y deslizar mi primer cuaderno en su sepulcro.
Rocío Franco López es egresada de la primera generación del Diplomado en Creación Literaria de la Sociedad General de Escritores, Estado de México. Estudió poesía e italiano con el poeta y traductor Guillermo Fernández. Alguna vez pintó murales callejeros, impartió talleres de poesía para niños y fue cuentacuentos. Escribe de forma intermitente desde la adolescencia, desde hace 14 años se desempeña como editora y correctora, y desde hace seis como madre. Le apasiona leer, escuchar, y el cotidiano y elemental paso de los días.
Este blog, El domador de polillas intenta domeñar el apetito de estos saprófagos, para evitar que devoren libros empolvados en algún resquicio de alguna biblioteca… la biblioteca ignota de mi mente.
Excelente reseña y excelente recomendación