La premisa es tan clara como sugerente: el desafío principal de la clase dirigente del país es entender el estado de ánimo de la sociedad con el fin de transformarlo en un sentido positivo. Para ello, los datos duros que arroja la ENVUD* son vitales. A partir del análisis de estos datos, nuestro autor identifica una serie de rasgos de nuestra personalidad colectiva que merecen atención.
La ENVUD nos ofrece un mapa extraordinariamente preciso de aquello que une y aquello que divide a los mexicanos. Nos da, por consiguiente, un ultrasonido del alma nacional (ver Gráfica 1).
Como todo estudio de esta naturaleza, puede leerse con ánimos diferentes. Por supuesto habrá quien encuentre en estos datos elementos para alimentar el desaliento, para documentar el pesimismo; pero también habrá quien analizará las gráficas y las estadísticas con el ánimo pausado y distante con el que un médico ausculta a un enfermo y ofrecerá diagnósticos certeros. Habrá otros que se zambullirán en los porcentajes y en los guarismos, como si de una búsqueda interior se tratara, con un afán de entendernos mejor y no solamente valorar las tendencias con distante alteridad. Todo esto se puede hacer con la Encuesta, todos los enfoques son válidos.
Desde mi perspectiva, las cifras y los gráficos que conforman este importante trabajo demoscópico pueden orientar a los líderes de este país a entender mejor nuestros temores y nuestras aspiraciones —en una palabra, nuestro estado de ánimo— y tratar de modificarlo en un sentido constructivo y de progreso. Tenemos un país pletórico de esperanzas de tener un futuro mejor y una población que asume valores cada vez más parecidos a los de otras sociedades occidentales, pero en términos generales es un país que no siente que sigue el camino correcto. Las cifras no dejan lugar a dudas: 63% de los encuestados considera que el país transita por un camino equivocado y solamente 35% considera que avanzamos por el camino correcto (ver Gráfica 2).
Un país orgulloso pero extraviado
Es desconcertante que una nación tan profundamente orgullosa de sí misma pueda sentir esta mayoritaria sensación de extravío, y vale la pena preguntarse: ¿sentimos vergüenza de nuestros orígenes? ¿Nos resulta despreciable nuestro patrimonio cultural? ¿Tenemos un desacuerdo fundamental sobre nuestra historia? ¿No queremos ser una democracia liberal? ¿No queremos ser un país con estructura federal? ¿No queremos ser una economía abierta a la inversión y al comercio? Los datos parecen responder negativamente a todas estas preguntas.
Somos un país orgulloso de su patria y de sus personas. Una mayoría muy sólida se muestra orgullosa de su nacionalidad. Gran valor éste, que solemos pasar por alto y que representa uno de los elementos más potentes para convocar a los ciudadanos. En otros países las diferencias regionales y los sentidos de pertenencia subnacionales son tan fuertes que todo intento cohesionador es denunciado como protofascista. En menor medida, identidades supranacionales pueden disputar el espacio a la identidad nacional. Algunos ciudadanos de la élite norteamericana (se quejaba amargamente Huntington) pierden el sentido de pertenencia nacional en favor de una identidad cosmopolita.1 Algunos europeos también consideran que la formación de una ciudadanía europea (y todo lo que eso conlleva como proyecto civilizatorio) pasa por opacar o jubilar parcialmente las identidades tradicionales. En México el sentido de pertenencia sigue siendo fuerte, extraordinariamente fuerte. Ni la patria chica ni las adscripciones regionales (“latinoamericano” o “norteamericano”) le disputan un espacio importante a la identidad nacional.
A pesar de que la historia suele ser un campo de batalla muy activo en los países que viven una transición, después de un largo periodo de gobierno autoritario, en México no parece ser el caso. Las celebraciones del bicentenario de la independencia nos permitieron ver, en términos generales, que el gobierno panista no se aleja demasiado de las líneas generales de interpretación de la historia oficial vigente durante los gobiernos del PRI. En prácticamente ningún discurso presidencial, ni tampoco en la organización de las exposiciones y eventos públicos, se percibió una discrepancia de fondo sobre la partitura tradicional. Las interpretaciones críticas no faltaron en el ámbito académico,2 pero esta disputa no se trasladó al gran público. De hecho, la serie de televisión Gritos de muerte y libertad3 manejaba en sus contenidos interpretaciones generalmente aceptadas sobre la historia de la Independencia. Las luchas históricas del pueblo mexicano no provocan disputas ideológicas de relieve. De hecho, según revela la encuesta, la mayoría vive en paz con Clío.
Es verdad que la nomenclatura de nuestras calles y plazas está dominada por insurgentes, revolucionarios, mártires y héroes. La exaltación de la lucha por transformar la realidad social está muy bien ponderada en las visiones tradicionales de la historia. Una buena parte de los mexicanos nacidos en el siglo XX hemos sido formados con la matriz cultural del nacionalismo revolucionario. Ése fue el eje de la construcción histórica de nuestro sistema educativo. Y, sin embargo, la encuesta demuestra que somos un país con una fuerte carga conservadora. El conservadurismo se refleja en la forma en que nos relacionamos con la Revolución. La revolución está bien para la historia, pero no para el futuro. La democracia es bastante más valorada de lo que repite con insistencia cierta opinión publicada.
La lectura mayoritaria que sugiere la Encuesta es que la historia está muy bien, pero no debemos repetirla. Es sintomático que mientras 48% cree que la Revolución Mexicana mejoró la vida de la gente, sólo 14% cree que ayudaría mucho (y 20% que ayudaría algo) si tuviésemos en estos tiempos una revolución (ver Gráfica 3). La franja de opinión más numerosa considera que un movimiento armado perjudicaría la vida nacional. La corriente mayoritaria no es amiga de los sobresaltos. Es interesante constatar, en ese sentido, que el logro más valorado (15%) en 200 años de vida independiente sea precisamente el orden y la estabilidad (ver gráficas 4a y 4b).
Nos gusta el poder blando (soft power) en el sentido que lo describe Nye,4 esto es los recursos de la cultura, el entretenimiento y el sistema de valores para influir en otras comunidades, y nos gustaría poder proyectarlo más, aunque no sabemos con precisión de que manera habría que hacerlo. Nos sentimos orgullosos de la cultura. Es la más citada de nuestras virtudes nacionales (16%), y como síntoma dialéctico percibimos que el más grande de nuestros fracasos colectivos es la violencia que pervive en el país. Más allá del presentismo, es interesante ver cómo se contraponen en el imaginario colectivo las imágenes de éxito (cultura) con las de fracaso (violencia) (ver gráficas 5a y 5b).
El mexicano muestra rasgos de sorprendente modernidad. Una franja muy amplia manifiesta tener una gran conciencia del problema que representa el medio ambiente. No todas las poblaciones del mundo muestran una disposición tan abierta a entender la gravedad del problema. En nuestro caso 6 de cada 10 encuestados tienen muy claro el panorama.
El mexicano es, en síntesis, un pueblo con una elevada cohesión nacional en la esfera de la identidad y un país sin demasiados conflictos con un pasado que tiende a asumir de forma superficial y un poco victimista. A pesar de la claridad de todas estas cifras, lo que es palmario es que casi dos tercios de los encuestados creen que avanzamos por un camino equivocado. Además, 60% considera que no hay propósito colectivo claro y diáfano, y una proporción similar cree que cada quien trabaja en su propio beneficio. Dicho de otra manera, un individualismo atroz domina la vida nacional. 73% asegura que los mexicanos trabajan más para su propio beneficio, y en contraste ubicamos la ausencia de un genuino espíritu colectivo como una de nuestras mayores debilidades. Sólo 25% de los encuestados cree que trabajamos juntos para conseguir un objetivo (ver Gráfica 6).
Desconfianza e individualismo
Individualismo, desconfianza y falta de rumbo parecen ser los males que aquejan el alma nacional.
¡Qué difícil es construir una sociedad que siente tanta desconfianza de sí misma! Somos un pueblo que (por razones históricas y culturales analizadas por brillantes ensayistas como Samuel Ramos y Octavio Paz) tiende a desconfiar y a ocultar parte de la verdad como estrategia de relación con los otros. No es cuestión de victimizarnos, pero tampoco se trata de esconder la gravedad del problema. La desconfianza es absolutamente colosal (ver gráficas 7 y 8). Las instituciones más confiables siguen siendo la(s) iglesia(s), aunque tenemos un sólido 31% que no confía en ella(s). En segundo lugar tenemos al ejército, que concentra un 58% de expresiones de confianza, pero el número de desconfiados llega (en este caso) hasta 41%. El resto de las instituciones registra niveles decrecientes de confianza que en cualquier democracia se considerarían alarmantes. Los medios de comunicación tienen la confianza del 42%. Pero la mayoría no confía en ellos. El espacio emblemático de la deliberación pública genera enorme suspicacia. El resto de las instituciones tiene peores notas. Los tres niveles de gobierno registran niveles de descrédito muy similares; dos tercios de los ciudadanos manifiestan poca o nula confianza en los mismos. En el extremo más bajo de la confianza aparecen los sindicatos, los partidos políticos y la policía. La rama judicial del Estado tampoco se distingue por la confianza que inspira: 66% de los encuestados confía poco o nada en la Suprema Corte de Justicia.
Si la desconfianza fuese solamente un asunto institucional, podríamos suponer que una buena reforma del Estado podría mejorar las cosas. Pero la encuesta nos revela que la enfermedad tiene ramificaciones mucho más amplias. La confianza en los bancos, por ejemplo, está por debajo de 50%. Porcentajes similares registran las grandes empresas, pero también las pequeñas. La mayoría de los encuestados tiene desconfianza de ellas. La expresión más cruda de la desconfianza aparece en las organizaciones de la sociedad civil, en las cuales 55% de los encuestados dice tener poca o ninguna confianza (ver Gráfica 9). De manera igualmente llamativa se aprecia que un porcentaje muy similar al anterior desconfía de las organizaciones que piden donativos.
La desconfianza no es, por tanto, un asunto circunscrito al sistema político o a las instituciones de seguridad y procuración de justicia. Desconfiamos de los demás y tal vez por eso nuestro tejido asociativo es uno de los más frágiles. Los datos que nos proporciona la Encuesta sobre pertenencia a grupos u organizaciones reflejan una muy débil propensión a coordinarse para perseguir propósitos comunes. Ni las asociaciones profesionales, gremiales, culturales, deportivas o artísticas suscitan nuestro entusiasmo (ver Gráfica 10). La difusión del verbo divino se revela como el elemento aglutinador más importante de la sociedad mexicana. Esto da como resultado una sociedad civil débil y con una tendencia al aislamiento que puede manifestarse en actitudes paranoides. Tal vez por eso el “sospechosismo” y las teorías de la conspiración tienen una aceptación tan grande entre nosotros.
La desconfianza no solamente aísla a los ciudadanos del gobierno, también aleja a los propios ciudadanos de sus semejantes y por lo tanto tiende a desarrollarse una cultura individualista en la que cada quien se guía por su propio interés; la única esperanza de contener esta ausencia de confianza es estableciendo normas, leyes, controles y reglamentos. Las consecuencias de la desconfianza son enormes en todos los ámbitos de la vida nacional. Las implicaciones en el crecimiento económico son importantes pues limitan el potencial de crecimiento. Eso explica la proliferación de reglas, muchas de ellas absurdas y de difícil cumplimiento, lo que extiende la corrupción. En el ámbito político, la manifestación más abominable de la desconfianza es la imposibilidad de tejer acuerdos duraderos. La falta de confianza en la palabra empeñada no sólo se expresa en los discursos demagógicos, sino también en la íntima convicción de los actores políticos de que su contraparte no cumplirá con lo pactado. Una explicación general de la falta de grandes acuerdos para fortalecer la musculatura de la democracia mexicana se debe a esa congénita desconfianza que los actores políticos se tienen entre sí.
La construcción de confianza debe ser una tarea prioritaria para reconstruir la autoridad del Estado y para tejer sociedad civil y una mejor deliberación pública.
¿Qué hacer con el diagnóstico?
La precisión, hay que decirlo, es muy apreciada por los científicos porque su lenguaje es controlado y su oficio los lleva a perseguir fríamente el objetivo de sus pesquisas. A ellos, la coherencia entre las formas en que un pueblo se percibe a sí mismo y la forma en que realmente es, los tiene sin cuidado. No les importa tampoco si existe una desarticulación entre los fines que se dicen perseguir y los comportamientos que se despliegan para conseguirlos. Para quien analiza los valores de la sociedad con la distancia analítica con la que un médico ausculta a un paciente, poco importa que no exista un encadenamiento lógico entre distintas actitudes que se expresan (a veces con chillones contrastes) en las diferentes preguntas que conforman este titánico y muy valioso ejercicio.
Sin embargo, la precisión con la que se identifican algunos de nuestros valores puede tener, en quienes no tienen la distancia epistemológica del observador imparcial, el mismo efecto que el de ver el propio rostro con un espejo de aumento. Nuestras imperfecciones adquieren una injustificada relevancia y nuestras protuberancias se realzan con proporciones de cordillera. No estoy seguro de lograrlo, pero intentaré, en estas páginas, mantener una actitud equilibrada entre la mirada distante del dermatólogo y los rubores y estremecimientos de un adolescente con acné que se mira al espejo. En este sentido, considero que una labor fundamental de las élites (políticas, económicas, de representación e intelectuales) es tratar de encadenar las aspiraciones nacionales con la marcha misma de la nación, es decir, dar ese rumbo que la mayoría no percibe en los tiempos actuales. ¿Qué misión más importante puede haber en una comunidad que definir su historicidad, es decir, su capacidad de producirse a sí misma y poder compartir un rumbo, un destino?
Los líderes y las élites dirigentes, después de todo, deben contar con una unidad básica de análisis para entender lo que ocurre en el cuerpo social, y esa unidad no es otra cosa que el estado de ánimo de los pueblos que gobiernan, de las audiencias a las que se dirigen o de los mercados consumidores a los que quieren conquistar. Un líder digno de tal nombre interpreta el sentir de su pueblo y de manera empática se involucra con él. No lo hace, cuidado, para ganar simpatías o popularidad, repitiendo lo que la gente espera oír. Tampoco lo hace para refrendar valores y principios generales. Lo que el líder busca es cambiar estados de ánimo.
En todo tratado sobre gobierno y administración se reconoce que una de las habilidades más señeras del liderazgo es conseguir dos objetivos de manera secuencial. En primera instancia, el líder usa sus artes de persuasión para modificar el estado de ánimo y, con la disposición de un terapeuta que busca encaminar el ánimo nacional a nuevos horizontes, da un sentido o un rumbo a un país extraviado. Modificar puntos de vista, socialmente implantados, es un arte que muy pocos dominan, y lograrlo es una proeza.
Ahora bien, no todo cambio en el ánimo de una sociedad va siempre en sentido positivo. Tenemos experiencias múltiples (en la historia patria y en las historias de muchos otros países) que prueban que en determinadas circunstancias la repetición de prejuicios arraigados puede desembocar en pasiones exacerbadas que envenenan el alma de los pueblos. No hay más que ver la forma en que algunos liderazgos políticos, académicos y mediáticos en Estados Unidos fomentan (a partir de un nativismo ramplón y edulcorado artificialmente) una visión xenofóbica y reduccionista que estigmatiza a los mexicanos (y a los hispanos en general) como los responsables de buena parte de sus problemas de competitividad en los mercados de trabajo y de seguridad pública en sus ciudades. Naciones que habían sido ejemplo de pluralismo y tolerancia pueden pasar periodos negros en los que la defensa de valores contrarios a los de la Ilustración puede hacerse sin embozo. El barniz civilizatorio se adelgaza y el racismo, la xenofobia, ocupan con estridencia el espacio público.
En México, la encuesta que comentamos nos permite inferir que el país no quiere retroceder a valores autoritarios ni construir relaciones sociales con base en la ilegalidad y la impunidad. Tampoco quiere aislarse del mundo. Tiene voluntad de ser una nación moderna y abierta al exterior. Aunque a algunos sectores tradicionalistas los seduce la idea de restaurar la estrategia autocentrada del desarrollo, del control político centralizado, de un país que se mira al ombligo, que aspira vagamente a la autarquía económica y que defiende el mercado interno como quien emula a los héroes de Chapultepec, la mayoría aspira (aunque no sepa bien cómo lograrlo) a ser una nación abierta.
De todos los temas internacionales que ocupan a este país, dos son los grandes vectores: América Latina y Estados Unidos. Una buena parte del discurso tradicional de la política exterior y de la construcción del nacionalismo revolucionario pasaba por nutrir un antinorteamericanismo declarativo y un latinoamericanismo más retórico que otra cosa. Estos modelos culturales pervivieron durante el siglo pasado. El antinorteamericanismo no es gratuito y en muchos sentidos ha sido una reacción al expansionismo y al exuberante nacionalismo de los vecinos. Las tradicionales desconfianzas nos llevaron a que buena parte de nuestra clase política quedara inmovilizada culturalmente cuando Estados Unidos fue atacado en septiembre del 2001. Como se ha encargado de reprocharnos quien fuera Embajador de Estados Unidos (Jeffrey Davidow), nuestros complejos (respecto a la potencia) nos impidieron dar un franco (y mexicano) abrazo a los vecinos en un irrepetible momento en el que solamente esperaban compasión. Fue un error que todavía nos provoca rubor.
La Encuesta nos sugiere que algo está cambiando. Nuestra relación con Estados Unidos sigue siendo ambivalente, aunque las opiniones positivas tienden a ganar terreno sobre las negativas. El promedio de los encuestados ubica (en una escala de 1 a 10) en 6.2 su opinión acerca de los vecinos. Es evidente que la ancestral visión de un nacionalismo mexicano (articulado en torno al antinorteamericanismo) tiende a diluirse en el imaginario colectivo. Las menciones positivas (esto es, aquellas que se ubican en el rango de 7 y 8, recordando que 10 significa muy buena) son las más frecuentes.
La encuesta sugiere, además, que los mexicanos hemos desarrollado un mayor aprecio por el TLC. A pesar de que un segmento importante de la clase política y algunos sectores de la actividad económica han dedicado buena parte de sus energías a culpabilizar al libre comercio de todos sus males, más de la mitad de los encuestados cree que el instrumento que nos vincula comercialmente con Estados Unidos y Canadá ha sido bueno para el país. Es interesante constatar que solamente 15% cree lo contrario (ver gráficas 11 y 12a y 12b).
Es llamativo comprobar que, contrariamente a la reiterada consigna de que el tlc minaba la soberanía del país, las percepciones se dividen prácticamente en tres tercios imperfectos (hay una pequeña diferencia). El menor de todos es el que considera que el país perdió soberanía con el Tratado. La reiterada proclama de los grupos antagónicos al instrumento parece haber perdido fuerza, ya que el porcentaje de ciudadanos que cree que la soberanía se ha debilitado, como consecuencia de nuestra integración comercial, es inferior a aquel que considera que el TLC no ha tenido impacto alguno para debilitar o fortalecer la soberanía. Finalmente, el tercio mayor es aquel que estima que las capacidades soberanas se han fortalecido. Además, una abrumadora mayoría considera que el comercio mundial es bueno para México.
Otros cambios importantes en la forma en que nos relacionamos con el mundo se perciben en la inversión. El otrora enemigo del interés de los pueblos (las transnacionales) mejora notablemente su imagen pública. Las actitudes defensivas en los campos legal e ideológico retroceden y en muchos sectores la inversión extranjera es aceptada. Ahora bien, a pesar de las grandes transformaciones de la forma en que nos relacionamos con la inversión extranjera y el libre comercio, conservamos algunos núcleos sólidos del nacionalismo económico. Es interesante constatar que mientras que la mayoría opina que la inversión extranjera es positiva en casi todos los sectores, el petróleo (y el sector eléctrico) continúan siendo un santuario del nacionalismo mexicano, como bien lo ha explicado Lorenzo Meyer. 5
Otro ángulo novedoso de la relación con el exterior es que las intenciones de emigrar en los próximos años a Estados Unidos son marginales. 72% asegura que no es probable que lo haga, 17% lo considera poco probable y tan sólo 1 de cada 10 compatriotas le asigna alguna probabilidad. Es probable que este porcentaje de propensos a emigrar coincida con el 9% que tiene familiares cercanos residentes en Estados Unidos y que reciben remesas. No podemos decir que estamos ante el principio del fin de la diáspora mexicana, pero algo importante está ocurriendo en este campo (ver Gráfica 13).
Colofón
Cuando Ortega y Gasset escribió España invertebrada, identificó el elemento clave para cohesionar una comunidad: tener una vocación que la proyecte más allá de sus fronteras. Tener una vocación exterior facilita a toda comunidad nacional la unificación de esfuerzos para apoyar la tarea colectiva. Cada uno de los integrantes del cuerpo nacional asume como propia esa empresa. Cuando Castilla se volcó al exterior pudo ver lo mejor y lo peor de sí misma. La ausencia de un proyecto exterior atrofia la voluntad nacional pues sumerge a la política de un país en un mar de particularismos, pequeñas intrigas e intereses creados. A México le falta un propósito externo. A nuestras compañías, a nuestros políticos y a nuestros medios de comunicación les hace falta una arena exterior para proyectarse. Debemos exportar nuestro poder blando con más visión y yo empezaría por la lengua.
Por tal razón, una de nuestras prioridades externas debería ser la de potenciar nuestras capacidades de generar contenidos en medios tradicionales y en internet. Somos el país hispanohablante más numeroso. Es necesario recordar que una de cada cinco personas que habla español en el mundo es mexicana. Nuestros vecinos, por ejemplo, defienden sus particularidades y proyectan su hegemonía cultural en los términos precisos en los que se habla el inglés en América del Norte. De manera proporcional a nuestro peso demográfico, los contenidos de internet en español deberían corresponder a páginas elaboradas en México. Debemos utilizar mejor la enorme capacidad y poder económico de nuestros medios de comunicación para proyectar contenidos de calidad fuera de nuestras fronteras. Se debe hacer un esfuerzo titánico en este campo para conciliar el peso que la cultura tiene en nuestro ser nacional y la forma en que se inserta en las aspiraciones nacionales. Queremos proyectar poder blando y nos conviene hacerlo porque además para muchos países (como España o la India) el negocio de la cultura y el entretenimiento representa muchos puntos del PIB y muchos empleos generados. México ganaría mucha confianza en sí mismo si proyectáramos más al exterior ese poder que sería fuente de prestigio y provecho económico.
Decía Ángel Ganivet en su muy célebre Idearium español que si él fuese consultado “como médico espiritual para formular el diagnóstico del padecimiento que los españoles sufrimos, diría que la enfermedad se designa con el nombre de ‘no querer’ o en términos más científicos por la palabra griega abulia, que significa eso mismo, extinción o debilitación grave de la voluntad”.6
Los mexicanos del siglo XXI no somos abúlicos y, según las cifras, sabemos muy bien lo que no queremos ser. Padecemos una epidemia de desconfianza, una grave ausencia de cultura de la integridad y, por consiguiente, un individualismo que aniquila buena parte de las energías edificantes de quienes tejen sociedad civil. Hay una falta de liderazgos que vertebren los esfuerzos dispersos. Pero por encima de todo, aunque tengamos claro lo que no queremos ser, no tenemos claridad sobre nuestra inserción en el mundo. La gran tarea de los próximos años será definir el rumbo, un rumbo que dé certeza y que infunda entusiasmo. Eso pasa por repensar nuestra relación con Estados Unidos y reequilibrar las múltiples pertenencias (somos latinos e iberoamericanos fundamentalmente) con nuestra inserción económica y demográfica en la América del Norte, pero eso es motivo de otro ensayo.
* La ENVUD es un estudio realizado bajo los auspicios de Banamex, la Fundación Este País y un grupo de donantes interesados en hacer un retrato de los valores y las creencias de los mexicanos al inicio de la nueva década. Alberto Gómez, Federico Reyes Heroles y Alejandro Moreno agradecen al grupo de académicos, encuestadores e interesados en la temática de valores que, generosamente, aceptaron formar un Consejo Consultivo para este proyecto y cuyo tiempo, observaciones y sugerencias enriquecieron el estudio de manera importante: Andrés Albo, Ulises Beltrán, Edmundo Berumen, Eduardo Bohórquez, Federico Estévez, Nydia Iglesias, Rosa María Ruvalcaba e Iván Zavala. En la realización de la ENVUD participaron diversas empresas: Ipsos-Bimsa Field Research de México, S.A. de C.V. (que se encargó de levantar la encuesta en Baja California, Baja California Sur, Coahuila, Colima, el Distrito Federal, Durango, Guerrero y Oaxaca); Mercaei, S.A. de C.V. (Nayarit, Nuevo León, Querétaro, Sinaloa, Sonora, Tabasco, Tamaulipas y Veracruz); Nodo-WMC y Asociados, S.A. de C.V. (Campeche, Chiapas, Estado de México, Hidalgo, Jalisco, San Luis Potosí, Tlaxcala y Zacatecas) y Pearson, S.A. de C.V. (Aguascalientes, Chihuahua, Guanajuato, Michoacán, Morelia, Puebla, Quintana Roo y Yucatán). La empresa Berumen y Asociados se encargó del diseño de la muestra, la supervisión, la validación de la captura y el respaldo a las encuestadoras durante el levantamiento en campo.
1 Samuel Huntington, ¿Quiénes somos?, Paidós, Barcelona, 2004.
2 Dos ejemplos son María Amparo Casar y Guadalupe González (coords.), México 2010: El juicio del siglo, Taurus, México, 2010, y Macario Schettino, Cien años de confusión. México en el siglo XX, Taurus, México, 2007.
3 Se trata de una serie producida por Televisa en la que se recrean episodios de la Independencia desde 1808 hasta el fusilamiento de Agustín de Iturbide.
4 Joseph Nye, Soft Power: the Means to Success in World Politics, Public Affairs, Nueva York, 2004.
5 Lorenzo Meyer, Las raíces del nacionalismo petrolero en México, Grijalbo, México, 2009.
6 Ángel Ganviet, Idearium español, Librería General de Victoriano Suárez, Madrid, 1944, p. 162.
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LEONARDO CURZIO es maestro en Sociología Política por la Universidad de Provenza y doctor en Historia por la Universidad de Valencia. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, es autor de ocho libros. Su trabajo ha aparecido bajo los sellos de Oxford University Press, las universidades de Valencia, Pittsburgh y California, Siglo XXI, FCE y Plaza y Valdés, entre otros. Actualmente forma parte del Centro de Investigaciones sobre América del Norte de la UNAM.
El articulo de Leonardo Curzio es excelente para darnos cuenta de la sociedad mexicana y su RELACION con los líderes felicidades