A veces se comete el error de creer que Esperando a Godot es sólo una consecuencia; se dice: “Es un reflejo de la humanidad después de la Segunda Guerra Mundial”. Por lo demás es cierto, pero casi se nos olvida que antes de eso, las manos de Beckett habían sostenido la pluma de Joyce, que su estilo ya se asomaba sobre las ondas del río Liffey mientras se transformaban en el cabello rojizo de Anna Livia Plurabelle. Que en medio de la música continua de la prosa delirante de Joyce, Beckett suspiraba silencios como hendiduras profundas en el universo de Finnegans Wake.
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La Segunda Guerra Mundial sólo vino a desplegar hasta dónde llegaba “nuestra humanidad”: cincuenta millones de muertos en seis años, 67% civiles. Casi seis millones de judíos masacrados en una guerra de “raza”, una catástrofe histórica en donde la transgresión ética es la misma que en varias tragedias: la pérdida del valor de la categoría de lo humano o ese momento predicho en muchos mitos y religiones en el que hay una escisión entre ser humano y tener derecho a la vida. Años de avance científico, de ideales de progreso y modernidad desembocaron en la cúspide de la tecnología: Hiroshima.
Después de la guerra hubo un momento de silencio: la humanidad abrió los ojos, y se dio cuenta de que la esperanza y la fe habían perdido todo su significado, y el mundo, efectivamente, se había vuelto absurdo. Era esa sociedad reconstruyéndose de un golpe que la privó de su fe y su esperanza, luchando desesperadamente por sobrevivir, pero sin motivo para hacerlo. Todos escribían, de algún modo u otro, sobre eso. Algunos desde experiencias personales, mucho más atroces que cualquier cosa que el mismo Beckett hubiera vivido. La particularidad de Esperando a Godot no está en aquello que tiene en común con la vastísima obra de posguerra, sino en la estrategia que utilizó para hablar de lo que todos hablaban.
Cuando Martin Esslin introduce al mundo académico el término “teatro del absurdo”, cita El mito de Sísifo de Camus: la eternidad que transcurre arrastrando una roca contra el declive de una montaña, sabiendo de antemano que el esfuerzo es inútil, porque enfrente está el único obstáculo inevitable e infranqueable: el abismo. La roca siempre vuelve a caer, y Sísifo —héroe absurdo o humano cualquiera— debe recoger la piedra y arrastrarla hasta la cima otra vez.
Hay dos conceptos claves en la construcción de Esperando a Godot: repetición y degradación. La estructura bipartita de la obra tiene una función única. Al repetir sucesos, discusiones y entradas y salidas de personajes, Beckett crea la idea de una rutina que puede extenderse hacia el pasado o el futuro, una historia cíclica como la de Giambattista Vico o la ya mencionada Finnegans Wake de Joyce. Dos días son suficientes para plantear ese universo: al atardecer Didi y Gogo se reúnen. Esperan. Llegan Pozzo y Lucky, y se van. Didi y Gogo siguen esperando. Llega el muchacho a anunciar que Godot no podrá venir (pero vendrá mañana). Anochece. Ellos deciden que volverán para esperarlo, y dicen: “vámonos”, pero no se mueven. No saben cuánto tiempo llevan así. Una humanidad que a lo largo de su historia, cíclicamente, oscila entre ser la creadora y la destructora de sí misma, de su sociedad.
La técnica de Beckett es impecable y cruel. Tiene mucho que ver con la forma musical “tema y variaciones”: dos actos en donde el segundo es una variación del primero. Dos actos para establecer el universo de Godot y su mecánica. A lo largo de la obra encontramos muchos diálogos, aparentemente banales, que van repitiéndose, pero nunca suenan igual (“estragon: Vámonos. / vladimir: No podemos. / estragon: ¿Por qué no? / vladimir: Esperamos a Godot”). El peso de la espera, el cansancio, el vacío, estar atrapados debajo de un cielo inmenso, la muerte paulatina de la esperanza, cambios sutiles en el espacio entre uno y otro acto, son elementos de variación.
A diferencia de los ciclos de Vico y Finnegans Wake, en Esperando a Godot el acento está en esa variación. Aparentemente son pequeños los cambios entre el primero y el segundo actos. Hojas crecieron en el árbol que parecía muerto. Cuando llega el primer silencio largo, Vladimir y Estragon comienzan a escuchar voces muertas. A la entrada de Pozzo nos damos cuenta de que el único personaje que posee bienes materiales ha quedado ciego y no es feliz. Su esclavo ahora es incapaz de emitir sonido alguno. La ceguera de Pozzo le otorga una especie de clarividencia: “Ellas dan a luz cabalgando sobre una tumba, el día brilla un instante, y luego es de noche otra vez”. La imagen de una madre pariendo a un niño que desde antes de nacer ya va sobre una tumba. Didi reconoce en esa imagen algo sobre su vida, sobre su esencia misma. Trata de entenderlo con todas sus fuerzas, pero no lo logra. Antes del final, promete que “Mañana nos vamos a ahorcar”… a menos que venga Godot.
El universo de Esperando a Godot no es un círculo perfecto sino una espiral concéntrica de personajes que repiten los mismos pasos, los mismos errores, la misma espera todos los días, pero que también se desgastan rápidamente. A partir de la variación, intuimos qué hay al final de la espiral. En el pathos de la repetición son como Sísifo. Sin embargo, Didi y Gogo padecen un sufrimiento que dan por hecho, una mecánica a la que se someten, pero que nunca logran comprender. Ahí está la esencia del absurdo del que habla Esslin. Se despliega en imágenes: Sísifo y su roca, dos hombres atrapados en una espera; la humanidad, que desde su nacimiento va cabalgando sobre la tumba: la visión de Beckett.
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Sus personajes recuerdan figuras típicas joyceanas. Leopold Bloom y Stephen Dedalus, por ejemplo, hombres comunes y corrientes, con sus pasiones y sus demonios, que tienen un día poco común, pero nada extraordinario. Quizá la gran hazaña de Joyce haya sido crear una epopeya, hacer de cada acción cotidiana un hecho trascendental. En Godot pasa lo mismo, ese “nada sucede” característico está lleno de acciones y movimientos espaciales que en nuestra cotidianeidad no tienen importancia, pero que dentro del universo de la obra se vuelven trascendentales.
Vladimir lucha contra su sombrero porque le provoca comezón. En su condición de inmovilidad, su existencia misma entra en crisis dentro de la dimensión de la espera y se refleja en esos pequeños sucesos que producen la ilusión de movimiento. En el segundo acto, Didi cambia su sombrero por el que Lucky olvidó, por un momento la lucha cesa; pero hacia el final, mientras intenta convencerse de que Godot llegará el día siguiente, siente comezón otra vez. Aterrado mira el sombrero, incapaz de comprender; todo su ser está en ese sombrero, mira adentro y encuentra el abismo. En esa sencilla acción, reiterada una y otra vez, se asoma su alma, cómo Didi poco a poco se va rindiendo ante el silencio. Cada día entiende un poco más de su vida. En el entendimiento paulatino de su propia extinción, está un principio de anagnórisis sembrado. No está consumado, pero en el reconocimiento de su propia condición humana se puede intuir el florecimiento de una semilla incluso trágica.
Pero Beckett tampoco deja de lado la influencia de Joyce y utiliza, muy a su estilo, el flujo interno de conciencia en Lucky para crear un momento ruidoso y climático que rompe con el silencio reinante:
joyce: as happy as the day is wet, babbling, bubbling, chattering to herself, deloothering the fields on their elbows leaning with the sloothering slide of her, giddy-gaddy, grannyma, gossipaceous Anna Livia.
He lifts the lifewand and the dumb speak. /—Quoiquoiquoiquoiquoiquoiquoiq!
beckett: Given the existence as uttered forth in the public works of Puncher and Wattmann of a personal God quaquaquaqua with white beard quaquaquaqua outside time without extension who from the heights of divine apathia divine athambia divine aphasia loves us dearly with some exceptions […]
El dumb de Finnegans Wake y Lucky “suenan” igual: Quoi, qua, ¿qué? ¿Influencia? ¿Plagio? ¿Tributo? ¿Beckett inconcientemente volviendo a una raíz, un maestro? No importa. Antes está el Fool de la tradición literaria inglesa: alguien que aparentemente habla sinsentido, pero que, como en Rey Lear, produce sentencia y epifanía: una vez que él rompe el silencio, fisura el universo de la ficción. La técnica, el ritmo de la música, el flujo: hay un juicio a la humanidad de por medio, el Loco nos juzga. Una secuencia de imágenes sin lógica aparente, con una fuerza poética primitiva y visceral, con una sabiduría arcaica que parece emanar de nuestra propia naturaleza. Las imágenes caen una sobre otra, escuchamos, desciframos: fluye el Liffey en el cabello de Anna Livia y fluye el río en el que Gogo no se pudo ahogar, y la madre pariendo y el hijo naciendo sobre la tumba, y fluye toda la humanidad como otro río surgiendo de la boca de Lucky; todos nos reconocemos en esas imágenes y luego— (Silencio).
Ese silencio beckettiano que interrumpe la música, que viene del caos, lleno de escombros, casi un detalle sinfónico. Silencio que expone nuestra condición. No dentro del teatro sino en esa serie de acciones cotidianas que llamamos vida: arrastrar una piedra, esperar, fluir. El silencio que llega y susurra lo inevitable. Un abismo ante el cual todas las acciones posibles de una vida son igualmente absurdas. Quizá sólo ahí está Godot.