Las páginas de EstePaís | cultura en esta entrega veraniega abren una ventana al arte de Flor Pandal, cuyos momentos plásticos son inspirados estallidos que ocurren en un mismo sitio: un espacio al parecer vasto e indefinido, entre blanco y gris ostión.
Se trata de una dimensión neutra, en la que simplemente suceden cosas. En ese lugar los soplos visuales no se articulan ni componen un movimiento común. La lógica terrenal impone que la humanidad entera y nuestras obras van en una dirección. Parece que todos tenemos un rumbo común. No importa cuánta oposición sugieran nuestros actos, nos dirigimos hacia allá. Pero esto no es así en el espacio de Flor, donde no hay dirección ni designio general sino instantes, leves detonaciones, apariciones de aire o líquido teñido; donde el mundo personal de la artista establece sus propias leyes, que por cierto son etéreas. En su territorio artístico la ligereza de los trazos y las pinceladas está en un vértigo perpetuo, gira, nos envuelve, se transforma. En una palabra: palpita.
No sabemos si estas agitaciones de tinta y acrílico pertenecientes a las series “Sutiles abstracciones” e “Indeterminada armonía” ocurren de manera sucesiva en las mismas coordenadas de esa atmósfera tenue, o si acontecen como nebulosas de un mundo glauco en puntos muy apartados entre sí. No hay duda, sin embargo, de que entre ellas median enormes distancias, sean de tiempo o de espacio. Y quizás a eso debamos atribuir que estos aleteos —en ocasiones difusos, en otras concentrados— sean tan distintos entre sí. A veces —la ausencia de reglas en ese mundo no se opone— hay coincidencias. Dos o tres obras abarcan formas y tintas en común. ¿Pero serán éstas más bien momentos singulares de una misma eclosión o un solo aliento? ¿O es que causan la impresión de una secuencia, de una ondulación verde que de pronto se acerca; de una presencia amorfa, a la vez líquida e incandescente, que al instante se fuga?
A veces se percibe que Pandal no ha querido traspasar la frontera del lienzo, que ha colocado deliberadamente sus presencias abstractas en la superficie y ahí las ha puesto a flotar. Hay obras en las que el acrílico es acrílico y la tinta, tinta. Vemos a estos elementos estrellarse contra el papel o la tela, reventar como rayos en los linderos sin poder penetrar en ese ámbito donde serían “otra” abstracción. Y esto no hace sino confirmarnos que ese limbo grisáceo es importante, que pintar es desafiar el vacío, presentar la diferencia, suprema para el hombre, entre la nada y el grano de arena.