Moisés Ramírez,
Cuaderno del paseante,
Jitanjáfora, Morelia, 2009.
Cuaderno del paseante es un mèlange de aforismo, crítica y poesía. Poemas sobre poemas. Los primeros elaborados con un semblante crítico. La crítica que busca la percepción y recepción de la poesía. Obsesivamente. Afanosamente. Nos dice Moisés Ramírez que no desea desentrañar el significado en un poema. La variación o alternativa que nos da es abundar en el misterio. Prolongar el sortilegio de las percepciones que el poema original propone. Jamás establecer lineamientos analíticos. El resultado entonces es un afán de continuación de la literatura —como en un ensayo—, pero venerando las características del sacramento poético. Una invitación que se acepta siempre y cuando se tengan ganas de perderse y no de aclararse en los argumentos determinantes. Un salto al vacío que, para colmo, nos pide que gocemos al caer.
Guiado de la mano de William Carlos Williams, por ejemplo, Ramírez nos sugiere que los poemas sirven para medir, y que esta tarea se torna ardua cuando “el hombre moderno ha perdido la medida de sí mismo. Todos sus sistemas de creencias —morales, religiosas, etcétera— ha sufrido un cambio”. De la misma manera, Ramírez rescata a Gilles Lipovetsky en una sentencia que el sociólogo francés propuso: estamos saturados de información. Lipovetsky se refiere sobre todo a información televisiva, radiofónica, la que como salivazos de poca profundidad empapan Internet. Moisés Ramírez se mueve mucho en medio de esos dos conflictos, sin duda complementarios: un exceso de información vana que provoca perder la medida de nosotros mismos. ¿Qué queda entonces? No la receta para solventar los problemas. Para ello ya estamos inundados de libros de cómo ser felices en 15 minutos. Tampoco la búsqueda del ser en religiones, escapes, incluso filosofías. La opción para Ramírez sabe mucho a pérdida. A esclarecerse individualmente a través de lo irrecuperable. No como nostalgia, como precepto. Encontrarle cariño a la incertidumbre.
Su examen entonces busca la medida, pero no con afán científico, sino conservando intacto el tabú. Eliminando patrones concisos de los que se pueda vislumbrar algún fácil consuelo. La pelea de Ramírez no es sosegada, a tiempos parece que toca los acordes de la desesperación. No le falta razón. En un mundo pragmático, trabajar para intuir las bondades de la poesía es tarea ingrata. El libro entonces puede leerse como una suerte de manifiesto que se nos presenta casi telegráficamente. Cada texto es una cápsula que en su interior tiene la alquimia de la invectiva pero también del idealismo. De esa búsqueda contundente aunque jamás autoritaria. Un diálogo de opiniones que en vez de ser terminante se ramifica en observaciones bien fundadas, o al menos bien vividas.
“La poesía no debería conceptualizarse”, jura Moisés Ramírez. Y lo entiendo: estamos saturados de arte plástico conceptual, de poesía conceptual-experimental. No porque haya la necesidad de expresar un sentimiento, un miedo, una filia, una expectativa, y de hacerlo traducible para alguien más, sino por algo cercano a la necedad de obligar a los demás a entender las obsesiones propias sin siquiera hacerlas entendibles. Poca disciplina artística y demasiadas genialidades. Pocas lecturas y demasiada búsqueda de polémicas personales. Demasiados afanes por lograr la fama que se confunde con trascendencia, como el propio autor nos dice. Sin embargo, evitar conceptuar la poesía no significa impedir entenderla. El autor entonces busca un camino más honesto: leer, referir libros y hacernos partícipes de las reflexiones que le provocan, antes que calificarlos de acuerdo a lineamientos arbitrarios, saturados de soberbia.
Entonces, ¿qué son las piezas de Moisés Ramírez? ¿Ensayos breves, aforismos, poesía in poesía? Difícil saberlo. Afortunadamente. Los paseos literarios se confunden con los paseos por la ciudad. Las valoraciones se toman con cautela, como si su emisor fuera también el primer detractor. El libro es un estado de ánimo. Sombrío las más de las veces. Ramírez se pregunta a cada vuelta de página por qué está haciendo lo que hace, pero nunca deja de hacerlo. Escribir. Leer. Preguntarse. Mantener el semblante lúgubre. El nihilismo es un invitado recurrente en Cuaderno del paseante. Y esos dos ingredientes —lo lúgubre, lo nihilista—, recuerdan mucho al estilo de los escritores modernistas aún decadentes del cambio del siglo xix al xx. Descreer de todo y aceptar que se vive con un propósito tan poco seguro como la eterna búsqueda de la estética. Y luego descreer también de ella. “Buscarse en lo incierto” lleva por título uno de los mensajes de Ramírez, pero también es uno de los Nortes del autor. Hay una veneración del azar a lo Paul Auster, pero sin otorgarle a ese elemento ningún rasgo carismático. El descreimiento de lo rotundo también hace dudar a Ramírez de la propia literatura. Nada de romanticismos culturales en los que la poética salvará vidas. La decisión de ser escritor se toma como una necedad que explora y profundiza, pero cuya utilidad, al estilo del interés mundano o ideológico, no significa mucho. Tal vez por ello sea uno de los pocos refugios que se mantienen intactos.
En algunas partes del libro, Moisés Ramírez intenta convencernos de que todo es una broma. Que varias de las citas son falsas. Que los personajes no existen. Que un puñado de sentimientos son ironía. Pueden serlo. Sin embargo, incluso en la planeación de la chacota, en la intención de elaborar esa broma, el propósito desencantado se mantiene. Descreer de las líneas en donde se asegura que la literatura causa dolor de cabeza es una vuelta de tuerca del nihilismo. Es descreer incluso del descreimiento. Es mantener incólume la sagacidad del recelo. De la misma manera, casi no importa que citas de Borges, Perec o Kafka sean auténticas. Sino que Moisés Ramírez, por más que desee desdibujarse de sí mismo y a sus referencias, sigue estableciendo diálogos literarios con estos autores. La negación, alteración e invención de lo leído sigue siendo literatura. En este caso, una literatura por completo anclada a los intereses de ese Ramírez que insiste en desvanecerse en medio del sarcasmo.
Y son varios los sitios en los que el desvanecimiento se intenta. La nota autobiográfica prolonga la falta de claridad. Toda claridad corre el riesgo de ser simplista. De ser unívoca, y Moisés Ramírez no quiere eso de sí mismo. Incluso la fotografía que acompaña a sus textos ofrece misterio en su ausencia de determinación. Sin embargo, todo ello forma parte de un plan concreto. Inevitablemente. Uno de los libros que me vino constantemente a la cabeza mientras leía Cuaderno del paseante es El guardián entre el centeno de Salinger. Ya saben: un joven escritor hastiado del mundo, de sus profesores, de sus lecturas, del hombre hipócrita que tiene por vecino. Un relato que nos lleva de una decepción a otra, de un desencanto a otro. Pero el personaje de Salinger no se vuelve antipático. Hay una esencia no expresada de manera literal que nos mantiene leyendo y que incluso logra que le tomemos cierta simpatía. Coincidimos en su desencanto. Nos parece honesto aun cuando miente. Algo parecido pasa con Moisés Ramírez, sea autor o personaje.
Con esto aúno un libro más a los varios que torturan a nuestro autor. Los libros persiguen a Moisés Ramírez de manera obsesiva. Lo hacen sufrir. Cada opción literaria se torna en infinita posibilidad. Un laberinto que, a cada paso, construye nuevas paredes. Nuevos pasadizos. Los libros no lo dejan en paz. Le convierten la cabeza en una caja de resonancia que no para de emitir reflexiones. Algunas muy poéticas, algunas muy racionales. Son varias las páginas de su propio libro donde confiesa este mal. Un padecimiento que recuerda al Mal de Montano de Enrique Vila-Matas. Las ideas leídas se vuelven reflexión escrita. No hay escapatoria. Es la prolongación del lúcido mal. Y no me cabe la menor duda: Ramírez no se deshará de ese anatema. Seguirá leyendo, escribiendo. La literatura lo seguirá persiguiendo. Eso me da mucho gusto y me hace pensar: es la primera vez que celebro una maldición.