Claudia Hernández de Valle-Arizpe,
Perros muy azules,
Ministerio de Cultura de la República
Dominicana, Santo Domingo, 2010.
Un flujo de conciencia y de sueño da origen y vida al teatro que se representa, ininterrumpidamente, en las páginas de Perros muy azules de Claudia Hernández de Valle-Arizpe (Ciudad de México, 1963), libro por el que obtuvo —compartiéndolo con Satori de León Plascencia Ñol— el Premio Iberoamericano de Poesía “Jaime Sabines” para Obra Publicada 2010. A veces, estas dos corrientes creadoras están dispuestas en paralelo o con algunos cruces donde se mezclan las aguas de la lógica, la locura y el olvido. Se trata de un poema narrativo de largo aliento dividido en varios capítulos; aparecen ahí, de manera individual, y en algunos casos conjuntamente, tres personajes y hablantes protagónicos de su respectivo apartado. El poema comienza y termina con este sueño: uno de los personajes líricos se encuentra en las ruinas de Tebas. Una de las posibilidades para leer el poema, al menos la que más me interesa, alumbra la encrucijada y el reto actual de la poesía: la de renacer de sus propias ruinas, la de articular los fragmentos de sus varias memorias y pesadillas y tratar de hacer legible el sufriente y portentoso caos que nos aloja.
Con innumerables referentes literarios y de la cultura pop, explícitos en epígrafes y en paráfrasis, o intencionalmente velados u ocultos, la poeta de Perros muy azules nos ha puesto en contacto con un tríptico de dramatis personae pleno de estados alterados, con la realidad del cuerpo y la del alma en permanente confrontación. Conviene anotar, antes de seguir comentado el poema, lo siguiente: se trata de un texto de superficie inhóspita y mutable, de atmósfera enrarecida, de aliento y de estructura nada convencionales comparado con lo que se viene escribiendo en los últimos años en la poesía mexicana. En otras palabras, estamos frente a un poema felizmente complejo, tramado con los flujos referidos en una suerte de monólogos interiores, ora enumerativos y descriptivos, ora atrapados en el vértigo de la divagación y del ensueño. A contracorriente de las poéticas de lo explícito y de lo confesional, la tentativa de Claudia Hernández de Valle-Arizpe es, en todo caso, un viraje hacia lo impreciso, lo extraño y, por momentos, lo incomunicable expresado desde la misma tensión crítica de tal imposibilidad.
Hay algunos símbolos relevantes en este poema. La ventana es uno de ellos. Cuando detecté su reiterada aparición, pensé en “Tabaquería” —el célebre poema de Álvaro de Campos, el más conocido de los heterónimos de Fernando Pessoa. En ambos persiste esa condición enemiga y malsana del afuera y del adentro dispuestos por esa frontera de cristal —o de aire o de luz enmarcados— de una ventana. En especial, en algunos fragmentos de los capítulos titulados “Viaje”, se enfatiza la dicotomía del que mira, desde su puesto de vigía, lo que pasa en la vida de la calle, como una realidad aparte, para trazar, momentos después y paradójicamente, un reconocimiento de la vida interior o de la psique que se debate entre el orden y la neurosis. Los epígrafes de una canción de Leonard Cohen y de un fragmento de Final de partida de Samuel Beckett, anotados en Perros muy azules, también cruzan ese límite físico y ontológico de la ventana y se debaten por lo que pierden y por lo conquistan con el solo acto de mirar más allá de esa frontera diáfana:
Una habitación con vista
es más hacia afuera que hacia adentro
y tiene verbos:
asomarse, observar, acercarse,
apúrate, voltea, ven, escóndete, ¡cierra!
Y es afuera donde amanece.
Otros temas recurrentes y que también alcanzan la condición polisémica del símbolo son la enfermedad, el movimiento y el perro. Sobre el segundo tópico, Hernández de Valle-Arizpe escribió un poema extraordinario en torno al vuelo de la libélula sobre un río: “Su vibración sobre el agua / su vuelo descensos de artefacto aéreo, / sus nervios en cortes y secuencias, / su esnobismo de prendedor con alas”. Transcribí estos cuatros versos para dejar constancia del alto mérito de la poeta en el territorio de la imagen, discurriendo del símil a la metáfora con un poder evocativo y sensorial prodigioso. Aunque la presencia de la imagen como recurso de expresión es recurrente, el uso de ésta no degenera en el artificio de crear escenas plásticas o sonoras como si fuera un lujo retórico o un exceso de creacionismo poético; veo en todo esto, incluso, una conciencia de eludir la representación y la transparencia de los objetos del mundo que trae a su discurso, de ahí sus veladuras, complejidades, desórdenes, simultaneidades, ocultamientos que nos confunden sobre lo que estamos presenciando a la hora de leer Perros muy azules.
La narración del poema no es lineal ni continua. Más que una serie de escenas unidas por un hilo conductor, a la manera de una película, la composición del texto me hace pensar en la proyección de escenas perfectamente delimitadas por los capítulos y por los subcapítulos que de manera asimétrica dialogan entre sí, se reflejan y refractan con todo y sus personajes, asuntos, terrores, atmósferas, hasta llegar a la conjunción total, la anagnórisis misma del poema. Algo hay de espiral en el recorrido de Perros muy azules, ese movimiento de huracán que expresa cabalmente la sensibilidad del barroco. Después de las estaciones denominadas “solo”, “el viaje” y “enferma” —este último con estructura de prosa—, el flujo lírico conduce a la desembocadura, a la síntesis del vendaval de imágenes y de sensaciones, de imprecaciones y de callamientos, de soledades y de pánicos. Como en la escena final de una tragedia griega —la mención de Tebas, por lo visto, no es del todo circunstancial—, el poema revela en este clímax su motor inmóvil, el punto de centrífugo de la historia: la visita a Juan Vicente Melo en su casa del Puerto de Veracruz una mañana cuando entraba el norte azotando las palmeras de la ciudad.
Perros muy azules dio lugar a un movimiento inesperado y, por qué no, radical respecto a los otros libros publicados por su autora. Además de la libertad y del riesgo asumido y conquistado en esta indagatoria inédita, la autora propició con este triple desdoblamiento, físico y anímico, con ese recibir “el ritmo de otra sangre”, una lección de tinieblas y de compasión —ese sentimiento de ser y de estar en el otro—, aprendizaje necesario para resucitar, desde sus propias ruinas y osamenta, a la muerta poesía.
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Ernesto lumbreras ha publicado los libros de poesía El cielo y Encaminador de almas y la colección de ensayos Del verbo dar. Emboscadas a la poesía. En 1992 ganó el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes por su libro Espuela para demorar el viaje. En 2008, Editorial Aldus publicó Caballos en praderas magentas. Poesía 1986-1998.
Me interesó leer el libro. Me atrae el título también.