Típicamente, el candidato para vicepresidente importa muy poco para la elección de un presidente estadounidense. Hay excepciones, la más famosa siendo Sarah Palin en 2008, pero si los candidatos estuvieran acompañados por burros en lugar de aliados políticos en sus giras por el país, el ganador no cambiaría en la mayoría de los casos. Y si pesa poco en la campaña, el puesto importa menos aún después de la elección. En las palabras vívidas de John Nance Garner, vicepresidente de 1933 a 1941, el puesto “no vale ni una cubeta de orina tibia”.
La selección de Paul Ryan, un joven diputado de Wisconsin, como el candidato republicano para vicepresidente representa un cambio del patrón histórico, y promete sacudir el proceso electoral estadounidense.
Las re-elecciones suelen ser un juicio sobre el presidente. El retador se dedica principalmente a atacar su gestión, sin enfocarse tanto en una visión alternativa. El presidente, por supuesto, defiende sus actuaciones en la Casa Blanca. El presidente tiene una gran ventaja inherente en tal contienda, y si las condiciones económicas no son muy complicadas, él usualmente sale triunfante.
El mismo patrón prevalecía en los primeros meses del duelo entre Obama y Romney. Mientras Romney se empeñaba a echar tierra sobre todo lo que ha intentando Obama, el presidente ha disfrutado una ventaja ligera pero constante; sin una segunda recesión u otro shock sorpresivo al proceso, tal dinámica no le era favorable a Romney, y el tiempo disponible para un giro repentino se acortaba. Visto así, la selección de Ryan era una especie de Ave María para los republicanos, y aunque no llegue Romney a la Casa Blanca, la jugada sí va a cambiar la dinámica de la campaña. Ahora no es una cuestión de referendo para Obama, sino una selección entre dos visiones distintas: la de Obama por un lado, y la de Ryan —no de Romney, sino de Ryan— por el otro.
Romney es un político experimentado, y como la mayoría de ellos, adopta posiciones según lo que le convenga en el momento. Mientras ocupaba el puesto de gobernador en Massachussets, uno de los estados más liberales en el país, Romney era uno de los republicanos más liberales. Ahora, sin embargo, sus pronunciamientos son de un conservadurismo del más duro, pero pese a ese cambio, no es amado por republicanos. Ven en él—justificadamente, en mi opinión—un oportunista.
En cambio, Ryan es diferente. Tiene la fama de ser un wonk (es decir, un ñoño para las políticas públicas) y un creyente convencido en las causas conservadoras. Se ha declarado un heredero intelectual de la autora libertaria Ayn Rand y un enemigo a los déficit y las deudas públicas. (Sin embargo, como suelen recordar sus adversarios, durante los años de Bush, cuando el tamaño del gobierno creció inmensamente, Ryan era un voto fiel para los republicanos. Ryan explica su apoyo por medidas que incrementaron la deuda diciendo que era joven y de poca influencia, y dice que además sus votos le volvieron loco.) Por eso, se ha convertido en el favorito de los duros del partido, y quizá le republicano con más poder dentro el partido.
La reputación de Ryan se debe principalmente a su papel de director de la Comisión del Presupuesto en la Cámara de Representantes, y el plan presupuestal que ha introducido en varias ocasiones. La propuesta ofrece una solución durísima para los problemas fiscales del país —incluye muchos recortes del gasto público, lo más polémico siendo que efectivamente representa el fin de la garantía de salud pública para los ancianos, que ha existido desde hace 50 años— pero sí es una solución, en un entorno donde muchos políticos se ven más interesados en quedar bien con los intereses fácticos. (De nuevo cabe mencionar que cuando un presidente de su lado estaba en la Casa Blanca, Ryan optó por quedar bien.) Nunca ha logrado que se convierta en ley, pero su presupuesto ya es el mayor símbolo del programa actual de los conservadores.
Ahora es el presupuesto de Romney también. Romney ya lo había respaldado, pero al optar por Ryan, ya es el foco de su campaña. Ya no le queda la posibilidad de simplemente enfocarse en Obama y su debatible desempeño económico. La contienda entre Obama y Romney es, en gran medida, una contienda entre la visión de Ryan y la de Obama.
Por cierto, la solución preferida de Obama para las deudas no es tan clara como la de Ryan. Obama es un político cauteloso por naturaleza, y ha mostrado más pragmatismo que consistencia en su búsqueda de un acuerdo para poner el presupuesto en tierra firme a largo plazo. Pero comparado con el plan de Ryan o cualquier solución bajo un Presidente Romney, es seguro que una solución de Obama se inclinaría hacia una carga impositiva mayor para los más ricos y un recorte menor en el gasto público.
Para Romney y Ryan, el problema es que el camino preferido de Obama es mucho más popular que uno que se basa en recortes importantes en el Medicare e impuestos bajos para la gente más adinerada. Ryan es un vendedor capaz y un político hábil, pero cuando las encuestas demuestran que apenas 32 de cada 100 personas apoyan el plan que es la declaración más importante de las prioridades de su partido, el futuro se ve complicado para la campaña de Romney y el partido republicano.
El dedazo de Romney fue entendible, y nos presenta una campaña diferente, pero el cálculo básico que expliqué hace unos meses —que Romney no puede ganar sin un shock inesperado— sigue igual.