“Siendo necesaria una Milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar Armas, no será infringido.” -Segunda enmienda a la Constitución de los Estados Unidos
Desde el famoso ataque que acabó con 15 personas en una preparatoria de Columbine, Colorado, en abril de 1999, han sucedido más que 125 ataques mortales con arma de fuego contra una multitud en Estados Unidos. Esta cifra, que viene de la revista New York con la ayuda del Brady Center to Prevent Gun Violence, descuenta los tiroteos entre pandillas, los asaltos “drive-by”, y los homicidios provenientes de la violencia doméstica, e ignora también los ataques que han resultado en varias lesiones con cero muertos.
Desde luego, es una cifra bárbara. Claro, suceden ataques parecidos en todas partes del mundo —hace poco más que un año, un atacante enloquecido mató a 77 personas en Noruega— pero en ningún país desarrollado pasan tantas matanzas aleatorias como en Estados Unidos. Y cada vez que haya un acontecimiento como el de Aurora, Colorado el viernes pasado, donde un pistolero solitario mató a 12 personas desconocidas, mientras disfrutaban el estreno de la nueva cinta de “Batman”, se repiten los mismos comentarios: que las leyes de Estados Unidos sobre la posesión de armas son demasiado permisivas, que las leyes actuales distorsionan la segunda enmienda que garantiza un derecho general de poseer armas.
Ciertamente, los reportes de que el sospechoso en la matanza de Aurora llevaba meses comprando armas largas legalmente y cantidades absurdas de balas, y que disponía de gas lacrimógeno, blindaje anti-balas, y una recámara de 100 balas, exigen preguntas de cómo es posible que el gobierno no pueda rastrear a una persona que está acumulando tantas herramientas de matar. Además, tal arsenal no cuadra con el derecho sencillo que se establece en la segunda enmienda —léalo de nuevo, si quiere– cuyos autores, escribiendo hace más que 200 años, no contemplaban un mundo donde armas militares se podían comprar sin dificultad alguna a través del internet.
Dos voces que se sumaron a este coro son las del australiano Rupert Murdoch (el dueño de la cadena mediática de Fox y varios periódicos importantes, entre ellos el Wall Street Journal) y de Felipe Calderón (me imagino que él no requiere introducción). El primero respondió a la noticia triste de Colorado con una serie de tuits a favor de un control más estricto de las armas, primero escribiendo, “Tenemos que hacer algo sobre el control de armas”, luego agregando, “No necesitamos un AK-47 para defendernos”.
Por su parte, Calderón ofreció lo siguiente, también por medio del Twitter: “Por la tragedia de Aurora, Colorado, el Congreso Americano debe revisar su equivocada legislación en materia de armas. Nos daña a todos.”
Llama la atención que los dos se conocen por su conservadurismo. Es una indicación que por la mayor parte del mundo, la necesidad de limitar el acceso a las armas es un tema de sentido común, no de ideología. Uno puede ser de la izquierda o de la derecha, pero todos concuerdan que entre menos armas circulen, menos muertes violentas se tendrán que enfrentar.
Dentro de Estados Unidos, sin embargo, es un tema bastante delicado, donde algo parecido a la locura predomina entre una gran parte de la sociedad. Véase, por ejemplo, la opinión de Louie Gohmert, diputado federal que representa un distrito en Texas, que lo que hace falta para prevenir ataques como el de Aurora es más gente con pistolas escondidas en lugares públicos: “Me hace preguntar, con todas esas personas en el cine, ¿no había nadie que estaba armado que podía parar este tipo más rápidamente?” Desafortunadamente, la creencia de Gohmert no es nada extraña.
De hecho, el cine en Aurora tenía prohibido introducir armas, cosa que puede haber salvado vidas: entre la confusión, el humo ardiente, y el miedo del público recibiendo balazos, la idea de que unos ciudadanos comunes hubieran logrado detener un tirador blindado, en lugar de tirarse entre ellos, me suena fantasiosa. Y aún aceptando que un samaritano hubiera evitado tantos muertos, lo de Aurora fue un caso insólito; típicamente, agregar hombres armados a cualquier situación aumenta la posibilidad de violencia, no la limita.
Los candidatos para la presidencia estadounidense sí son hombres de sentido común, y me imagino que si no tuviera que preocupar por el cabildeo de la National Rifle Association, cada uno se estaría declarando a favor de una legislación más estricta sobre las armas largas. Sin embargo, Mitt Romney no quiere ofender a los miembros de la NRA y los activistas de la segunda enmienda, porque un republicano que no tiene el apoyo de este grupo no tiene posibilidad de ganar. Y Obama tampoco quiere ofenderlos, porque si bien no tiene mucha probabilidad de ganar sus votos, tampoco quiere darle a ese grupo un impulso mayor para votar. Es decir, si prevalece la apatía y una gran cantidad de ellos simplemente se quedan en casa el 6 de noviembre, representa una victoria importante para el presidente.
Si Obama gana en noviembre, su interés en una reforma de control de armas podría renovarse, pero de todas formas, tiene pocas probabilidades de aprobarse en el congreso donde los republicanos junto con los demócratas de distritos conservadores representarán una mayoría. Una lástima.
Pero no todo es pesimismo. Como demuestra el catedrático Patrick Egan, un factor clave en el gran declive en el crimen violento en Estados Unidos es la proporción de la población que tiene armas es cada vez menor. En los ‘70, un 40 por ciento de los encuestados por la firma GSS dijeron tener una pistola o escopeta en su casa; hoy en día, la cifra es de menos de 20 por ciento. La cultura del arma, fomentada por la NRA y sus aliados políticos, pierde peso. En pocas palabras, nuestros líderes ignoran sus instintos y su mejor juicio, pero la sociedad general no.
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