Margarita Peña,
El amarre,
Dirección de Literatura, UNAM, 2010.
Margarita Peña fue mi profesora pero siempre ha sido mi maestra. Para hablar del más reciente de sus libros necesito acudir al primer conocimiento que de ella tuve, lejano en el tiempo, próximo e intenso en la memoria. Cuando somos bisoños estudiantes, tenemos la vanidad suprema de creer que nuestros maestros tienen la obligación de subsanar todas nuestras carencias, y su única misión en la vida es dedicar todo su tiempo a limar nuestra ignorancia.
Desde su juventud cronológica —pues ahora nuestra Margarita es más joven, inquieta y creativa que nunca—, la maestra Peña tuvo la convicción de que la enseñanza iba aliada a la investigación, y que para estar con sus soldados en la primera línea del combate era necesario buscar nuevas técnicas, no dejar de explorar y por tanto no dejar de crecer, de conocerse. Cuando nos impartía su clase de Literatura de los Siglos de Oro, nos dijo que tenía que ausentarse un par de semanas. Esa era la buena noticia. La mala, que nos iba a dar clase los sábados para recuperar el tiempo perdido. Digo mala noticia como fórmula retórica, pues ir a clase con ella los sábados significaba un día de fiesta. Su ausencia se había debido, seguramente, a una de sus breves y fructíferas estancias en algunos de los archivos de los que siempre regresa con un documento intocado o el mapa de un tesoro que ella se encarga de descifrar. En ese entonces estaba dominada por las Flores de baria poesía y las compartía con nosotros, con tanta veneración como entusiasmo. Con su lectura sabia y sensible nos confirmaba por qué los clásicos tienen esa categoría y nos dan sus cotidianas lecciones de vida. Con el paso del tiempo no ha dejado de compartirnos sus conocimientos, de exigir nuestra complicidad.
Comenzamos a ser amigos por intermedio de Magda Solís, nuestra inolvidable compañera que ya tenía cuatro hijos. En su casa o en otros espacios nos reuníamos con sus niños y con el pequeño Federico, que ya desde entonces era un genio que todo quería saberlo aunque ya todo lo sabía y que desde entonces soñaba con un mundo más justo y más libre. Magda Solís bautizó a nuestra maestra con el cariñoso seudónimo “Margaret Rock”. Además de la complicidad de la literatura, las unía el fervor por los arcanos, la certeza de que el mundo es un lugar muy aburrido si no lo leemos y vivimos a través de la continua revelación de sus enigmas. En varios de sus trabajos académicos, Margarita Peña ha desarrollado esta capacidad suya para resolver adivinaciones, para trazar tableros. Ahora la despliega en un trabajo de ficción, en una nueva novela que ofrece su propia versión de la que por comodidad llamamos literatura femenina. En la primera parte, Margarita teje su prosa con una gran densidad y ella se encarga de formular la actuación narrativa de sus personajes. Más adelante los deja hablar, amarrados pero libres, en una continua exploración de los caminos que el animal humano sigue para justificar su estancia en la tierra. Lo que comienza como una aventura amorosa, en el más próximo, elemental y prosaico de los sentidos, se va transformando en un complejo laberinto —amor es más laberinto— donde la libertad y el deseo, la dignidad y la obligación ponen sus espadas frente a frente. Es aquí donde da inicio la verdadera aventura, esa que lleva a los amantes a trascender sus inmediatos apetitos y a convertir la pasión en arma de conocimiento. Afirma mi también maestro Rubén Bonifaz Nuño que los hombres hemos venido a este mundo a servir a las mujeres y que casi siempre lo hacemos mal. Alonso, el personaje masculino de esta novela, es, como todos los hombres, previsible. En cambio, Miranda es un ser magnético, poblado de misterios que debe resolver ella misma, antes que los varones que a ella se aproximan. Alonso viaja y explora. Fracasa porque lo guía, encima de todo, su vanidad y su ansia de prestigio. Es por ello que el historiador Jules Michelet, ese feminista avant la lettre, descubrió que el hombre caza y lucha mientras la mujer intriga y sueña. Miranda gana no solo porque confirma el poder del amarre sino porque, más que la fidelidad a un Alonso al que está ligada de manera inevitable, quiere saber quién es Miranda, con sus múltiples rostros que encuentra en otros espejos y otros cuerpos. Y otras ciudades. Uno de los aspectos más gozosos de la novela es la manera en que Margarita nos hace recorrer, con sus personajes, calles y rincones de Río de Janeiro, Berlín o pequeños pueblos mexicanos.
“Amortajados” se titula el poema acaso más breve de nuestra lengua, vivido y escrito por el gran Francisco Hernández. En su lectura paradigmática, sus tres cuchilladas revelan la realidad última de la pasión amorosa:
Amor
taja
dos
Esa necesidad de convertir en uno el dos, el dos en uno y así recuperar la unidad perdida, es el centro de todos los combates intentados por Miranda y Alonso. El amarre está poblado de versos de canciones que se convierten en llaves para descifrar el laberinto. Como la gran poesía que son, los versos de nuestros boleros son compendios de sabiduría, instantáneas del alma que se imprimen en la piel con rojo ardiente. El corazón amarrado que ilustra la portada del libro, dibujado por Ofelia Ayuso Audry, es el mismo en un bolero de Julio Jaramillo oído en la piquera infame, que en los sonetos de amor y discreción que Sor Juana formulaba en la soledad del claustro. La tinta sangre del corazón y el corazón deshecho entre las manos aparecen en las páginas de El amarre con el equilibrio, la sensibilidad y la sabiduría que han otorgado a Margarita su pasión por la vida y su conocimiento del alma.
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* Texto leído en la presentación del libro llevada a cabo en el Palacio de Bellas Artes el 29 de enero de 2012.
Tanto por la extraordinaria calidad como por la amplitud de su obra, VICENTE QUIRARTE (Ciudad de México, 1954) es hoy por hoy una referencia obligada en el universo de la poesía mexicana contemporánea. Desde su primer libro, Teatro sobre el viento armado (1979), Quirarte ha publicado decenas de poemarios entre los que se cuentan La luz no muere sola (1997), El ángel es vampiro (1991, Premio Xavier Villaurrutia) y la antología Razones del Samurai 1978-1999 (2000). Es autor también de ensayo —recibió en 1990 el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas por El azogue y la granada. Gilberto Owen en su discurso amoroso—, narrativa y obra dramática. Como editor se ocupó de la redacción de la Revista de la Universidad de México y de la dirección del Periódico de poesía. Ha sido director del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM y de la Biblioteca Nacional de México. En 2003 ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua, convirtiéndose en el miembro de número más joven en la historia de la institución.