Espero que le vaya bien al Presidente de México: por el bien del país y por el bien de todos nosotros, el suyo debe de ser un gobierno exitoso. Pero si de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno, lo es porque hace mucho se demostró que el ser no implica al deber ser, ni viceversa. Es decir, no porque Peña Nieto deba o quiera hacer un buen gobierno, necesariamente lo llevará a buen término a menos claro está, que escuche lo que sucede y deje de aplicar esa sordera sistemática que nuestros gobernantes han sostenido por décadas, demasiado concentrados en los índices de crecimiento económico, y olvidados de los índices de desarrollo humano, en cuyo déficit se genera la violencia.
Más allá de que se compruebe que algunos vándalos tiraron bombas molotov a cambio de unos cuantos pesos, y que detrás del descontento social se encuentre un atroz titiritero, me parece buena opción analizar la violencia que vive el país (incluyendo los hechos del sábado) como producto de un equivocado modelo de desarrollo. Es útil por tanto fijar la vista en las ideas de las escuelas funcionalistas de principios del siglo XX. Su lección de que la sociedad es un todo orgánico y de que sus diferentes partes funcionan para mantener a la entidad mayor, ayuda a que actos a primeva vista irracionales se hagan entendibles al observar su sentido social.
Para que la sociedad se encuentre sana, es necesario que se cumplan ciertos requisitos, dirían funcionalistas como Emile Durkheim, Malinowski, Robert Merton, o Talcott Parsons. Cuando una sociedad falla en brindar los medios para alcanzar el bienestar personal, los individuos tienden a equilibrar dicha discrepancia ya sea violando las normas, o retirándose de la competencia y de las reglas del juego. En esta concepción, el individuo sufre de manera victimizante, o bien afronta de forma subversiva, la transición hacia comunidades modernas.
Es decir, existen ciertas leyes sociales que producen los fenómenos de violencia en que nos encontramos inmersos, y en nuestro país su causa debe buscarse en gobiernos demasiado preocupados por el crecimiento económico, y poco ocupados en los índices de desarrollo humano.
Hagamos un poco de historia. En los años 70 y 80, México y los restantes países de Latinoamérica padecían de gobiernos omnipresentes pero incapaces de resolver los problemas nacionales. Aunque habían entablado una lucha frenética por paliar la pobreza, en su intento pusieron en marcha enormes estructuras populistas y clientelares que derivaron en las crisis nacionales de la deuda. En consecuencia, las reformas de esas décadas apostaron por un cambio estructural: se necesitaban empresas competitivas generadoras de empleos, inversión extranjera, y bancos que prestaran recursos a intereses bajos.
Han pasado los años y a pesar del crecimiento económico reportado por la nueva economía mexicana, de acuerdo a las cifras de la Cepal somos el único país en Latinoamérica en el que el número de pobres casi no ha decrecido (39.4% en 2002, mientras que en la actualidad ascendería a 36.3%), y también el único en el que la indigencia ha aumentado (de 12.6% subió a 13.3%). Si nos comparamos con Brasil (que de 37.5% la hizo descender a 20.9% entre 2001 y 2011), o con Argentina (de 34.9% en 2004 a 5.7% en 2011), la vergüenza es enorme.
Es urgente un nuevo enfoque para luchar contra la pobreza. Las reformas estructurales apostaron al crecimiento económico, y este no ha funcionado para paliarla. Durante la discusión de las reformas de los años 90, se habló mucho de las “generaciones perdidas” necesarias para que en su día, los mexicanos tuviéramos un mejor nivel de vida (claro que quienes defendían tal sacrificio, daban por hecho el que no formarían parte de estas).
Hoy observamos que tales generaciones no dieron a luz sino violencia. Cuando se habla del tejido social dañado, debe entenderse a individuos que no cuentan con las capacidades y destrezas necesarias para salir de su atolladero.
Por fortuna existe una alternativa a este modelo. La teoría del desarrollo humano abandona la discusión entre bienestar presente o futuro y se centra en el ahora: el bienestar del mañana está estrechamente ligado al bienestar presente, y por tanto contrapone al Producto Interno Bruto, el Índice de Desarrollo Humano centrado en la educación y en la salud. Sólo personas educadas y sanas pueden formar parte del desarrollo colectivo.
Esta teoría va en contra de los enfoques neoliberales que siguen apostando a la estabilización y al ajuste estructural, así como de las ideas neoinstitucionalistas que ven en reformas de segunda generación la solución a los problemas de corrupción y baja calidad de las instituciones. Su nota distintiva es subrayar que la equidad es un medio fundamental para alcanzar el desarrollo: cuanto más desigual sea un país, menos efectivo será su crecimiento.
Las acciones de los nuevos grupos anarquistas deben preocuparnos porque su despliegue de violencia deja observar el avance de la enfermedad social. Se trata de jóvenes que no creen en las reglas del juego y que apuestan por métodos de lucha inaceptables en un régimen democrático.
Mal haríamos en tratar de explicarles las bondades de la legalidad y de la tolerancia, de la manifestación pacífica y del pluralismo político, sin atender a las condiciones de las que son producto. La democracia no les ha beneficiado y no podemos juzgar el ser de estos anarquistas, a partir de lo que a nuestros ojos deberían ser. De nada sirve brindarles un curso de ética democrática y ponerlos a leer los artículos de Norberto Bobbio, pues están lejos de creer en la existencia misma de la democracia.
La única solución a los problemas de violencia que enfrentamos, es la de brindar con más y mejores programas sociales, horizontes de futuro a los jóvenes mucho antes de que sean cooptados por el crimen organizado, o por teorías delirantes de anarquismo redencionista.
Muchas gracias Karina, que bueno que te gustó. Y sabes, puede que tengas razón.
Hola Toño,me gustó mucho, opino que una versión menos abstracta y asequible sería buenísima para el común..
besos