Gonçalo M. Tavares (Traducción de Alejandro García Abreu)
Desaparecer a tiempo, pero ¿adónde?
Se sabe que Robert Walser era de una puntualidad excepcional. Consideraba la puntualidad una obra maestra.
Se trata, pues, de colocar la delicadeza en el punto correcto. No hacer esperar al otro —arte que debe ser tan valorado como la escultura o la pintura. Hiciste el cuadro más bello, sí, pero llegaste retrasado a la reunión con tu zapatero. Es ésta una falla artística irremediable.
Al respecto, el doctor Vila-Matas contrató al doctor Pasavento para averiguar “qué sentía uno al llegar con la máxima puntualidad, pero con un año exacto de retraso, a una cita en La Cartuja de Sevilla”[1]. Una puntualidad diferida —semejante al sonido que llega unos segundos después de la imagen correspondiente.
Pero lo que importa es esto: la puntualidad en la desaparición. Marcar la hora exacta no de un encuentro, no de un desencuentro (tú vas por una calle y yo por otra), sino de una rigurosa desaparición. Es esto lo difícil.
Sólo quien ya desapareció sabe que es imposible definir con exactitud la hora, el minuto y los segundos en los que algo o alguien desaparece. Porque desaparecer no es sólo dejar de ser visto. En el límite, es dejar de verse a sí mismo. (Sólo tiene una buena vida quien tiene un buen escondite, decía el sensato Kierkegaard.)
Desaparecer frente a los otros requiere un esfuerzo, pero es posible (el buen escondite lo resuelve) —desaparecer ante el espejo, es éste el gran obstáculo.
¿No quiere sentarse en mi silla?
Ser grande es saber ceder su lugar a otro, escribió Handke, citado por Vila-Matas. Desaparecer, cediendo el lugar a otro —es ésta la grandeza del doctor Vila-Matas, que cede su lugar al colega Pasavento, que, a su vez, lo cederá a otro.
Se trata de una serie de desapariciones sucesivas, idéntica a una serie matemática en la que una lógica implacable conduce un número grande a números cada vez más pequeños. Hasta alcanzar lo infinitamente pequeño.
¿Pero cómo llegar al cero a través de infinitas reducciones?
El problema es, pues, éste: lo infinitamente pequeño dividido a la mitad aún no es cero. Desaparecer, de hecho, no es fácil.
En el fondo, Doctor Pasavento ilustra, en literatura, el dilema sin salida de Zenón.
La mano enorme, el papel minúsculo
Kafka quería seguir existiendo, pero sin ser molestado. El doctor Pasavento también.
La escritura desaparece primero a través de un método de alturas, de tamaños. La letra se va volviendo más pequeña. Si no fueses capaz de dejar de escribir, por lo menos que tus textos ocupen menos espacio en el mundo. Es ésta la microescritura. Quien escribe muchas letras en una hoja minúscula, ¿escribe mucho o poco? Es ésta una cuestión, a pesar de todo, significativa.
Se trata de producir una escritura liliputiense.
Podemos incluso imaginar la mano de un gigante, la mano enorme de un gigante que no deja de moverse sobre la mesa, empuñando la más antigua herramienta de la escritura. La mano enorme que escribe letras minúsculas. Es éste el genio de la reducción, dirás.
Michael Issacson, profesor de ingeniería, escribió, con un haz de electrones, en un cristal de cloruro de sodio, palabras con dos nanómetros de ancho.
Juan de Gurtabay escribió el Padre Nuestro en castellano (cincuenta y siete palabras) en 53 mm². En 1930.
En el fondo, es así como desaparece el escritor (una metodología posible): en 1930 escribe el Padre Nuestro en 53 mm², en 1931 en 52 mm², en 1932 en 51 mm², y así sucesivamente. Perfeccionar, simultáneamente, la escritura y la desaparición.
Al mismo tiempo: oración cada vez más exacta y perfeccionamiento literario.
El centro del libro
A los ochenta y cinco años, el doctor Vila-Matas desciende de su caballo todavía en movimiento, se sienta y escribe un libro en 2 mm².
Los lectores protestan. ¿Dónde está el libro? Aquí, señala el doctor Vila-Matas. Y pone el dedo precisamente en el centro de los 2 mm². (En ese momento, existe la sensación de que la perfección de la escritura falló por 2 mm², la escritura que desaparece en el momento en que aparece.)
Volvamos, entonces, a ese libro minúsculo, imaginado. La primera letra se localiza en la parte superior izquierda de los 2 mm² y el punto final del libro queda exactamente en el extremo derecho de la base de los 2 mm².
En medio de estos dos límites: el libro.
La vieja exigencia de lectores diferentes para libros diferentes da aquí otro paso. No sólo nuevos lectores, nuevos ojos —es esto lo que se exige.
Es que aquello que parece un riesgo mínimo en la hoja (2 mm² de trazo involuntario), con ojos atentos y perfeccionados, verifica ser el nuevo libro de quien quiere desaparecer.
Contribuciones a la medicina (consideraciones finales)
Hay en el doctor Vila-Matas esa atracción por la Patagonia, donde existe “una persona por kilómetro cuadrado y reina el silencio”[2], y por esos países en los que no se publican libros.
Pero afortunadamente el doctor Vila-Matas es un médico generoso y célebre inventor. En medio del descubrimiento de nuevas enfermedades —la Angustia de Pasavento (APS), el Mal de Montano (MM), entre otras—, consigue mantener esa infinita delicadeza walseriana de procurar nunca molestar a los otros, aunque los otros sean portadores de una guillotina y su cuello sea el blanco. Provocar daños en la cuchilla, nada avergonzaría más al cuello del hombre discreto y delicado que quiere desaparecer.
Pero lo más importante es lo contrario: aún no se ha inventado (y nunca lo será) la cuchilla capaz de encontrar el sitio donde esta literatura colocó el cuello.
Traducción de Alejandro García Abreu
Gonçalo M. Tavares (Luanda, Angola, 1970) es escritor. Ha publicado, entre otros libros, Un hombre : Klaus Klump, La máquina de Joseph Walser, Jerusalén, Aprender a rezar en la era de la técnica, El señor Valery, El señor Henri, El señor Brecht, El señor Juarroz, El señor Kraus, El señor Calvino, El señor Walser, El señor Breton, El señor Swedenborg, Agua, perro, caballo, cabeza, Biblioteca e Historias falsas. Su obra ha sido publicada en cuarenta y cinco países.
[1] Enrique Vila-Matas,
Doctor Pasavento, Anagrama, Barcelona, 2005, p. 359. N. del T.
[2] Ibíd., p. 199. N. del T.