Las preocupaciones del autor por el futuro de la literatura escrita en español y otras manifestaciones de la cultura hispanoamericana toman forma a la sombra de la clara hegemonía del idioma inglés. Corremos el riesgo de desestimar obras que aun siendo brillantes no se encuentren sancionadas por la cultura norteamericana.
Se dice que Carlos V hablaba alemán con los soldados, italiano con los embajadores, francés con las mujeres, inglés con los soldados y español con Dios. Es posible que el Emperador, de vivir hoy, no se tomara tantas molestias y, en lugar de averiguar en qué lengua se comunican quienes lo rodean, hablara inglés con todos ellos. Al fin y al cabo, el inglés se ha convertido en la lingua franca del mundo moderno, cosa que preocupa en muchos países europeos… cuando encontramos tiempo para preocuparnos por otra cosa que no sea la crisis económica.
Francia, que se resiste a admitir la primacía del inglés, ha aprobado leyes para limitar su uso en televisión; Alemania hace toda la presión que le permite su peso político para que en las instituciones europeas el alemán se use tanto como el inglés y el francés; y España se refugia en el triunfalismo de las cifras –cada vez se habla más español en el mundo, leemos con frecuencia–, con el riesgo de confundir la pujanza cultural del idioma con un fenómeno puramente demográfico. Cierto, el español se extiende en Estados Unidos, pero muchos hijos de inmigrantes latinoamericanos lo hablan mal, porque hoy por hoy no es ésa la lengua que les va a permitir progresar, sino que los condena a un futuro de dependientes, de obreros, de vigilantes jurados. Y las cifras positivas sobre el creciente número de estudiantes de español y sobre el incremento de su uso en la red apenas esconden que, aunque se trate de una lengua popular, el español no es ni mucho menos el elegido para las cosas que importan: la ciencia, la tecnología, la política, el mundo de las finanzas.
Y también en la cultura está asumiendo un papel secundario. Más de 36% de los libros publicados en español en España en 2008-2009 eran traducciones de idiomas extranjeros, lo que no dice mucho del interés de los españoles por leer obras escritas originalmente en su propia lengua. En Francia la cifra era de 20%, y en Alemania de 14%.
¿Qué porcentaje se tradujo en Estados Unidos en esos mismos años? Por debajo de 3%. Y ni qué decir tiene que el idioma principal del que se traduce en Europa es el inglés.
Otra muestra del éxito del inglés es la omnipresencia de palabras de ese idioma en otras lenguas europeas. Hace unos días me tomé la molestia de echar un vistazo a las noticias culturales de varios periódicos españoles; aparte de que la inmensa mayoría de las noticias se referían a personajes de la cultura o del espectáculo anglosajones, preferentemente estadounidenses, constantemente me encontraba con palabras como shopping, celebrities o hipster. Las cosas dichas en inglés parecen tener más encanto, ser más chic que las dichas en español. Su uso es una forma de dar prestigio a la narración, de volverla cosmopolita, de conectarnos con una corriente mucho más amplia que el país que habitamos.
Debemos reconocer que, salvo contadas excepciones, la cultura en español tiene escasa repercusión fuera de los países de habla española. Si dejamos de lado las novelas televisivas, que han influido en la estética y en cierta manera de entender la vida de medio planeta, habría que remontarse al boom latinoamericano para encontrar una aportación cultural en español de peso internacional. El realismo mágico aportó una manera de mirar el mundo y de describirlo que fue asimilada por escritores de la India y directores de Serbia. Pero además la literatura en español estaba marcada por corrientes literarias generadas en esa lengua: Borges, Cortázar, Rulfo, Vargas Llosa eran los referentes de la mayoría de los escritores jóvenes en los setenta y principios de los ochenta. Después ese lugar lo ocuparon Faulkner, Carver, Salinger, más tarde Foster Wallace o Pynchon. No quiero decir que no se esté escribiendo buena literatura en español, sino que en buena medida se inspira en la escrita en otro idioma y no tiene apenas influencia fuera del propio, e incluso en éste es reducida.
Los modelos anglosajones son los únicos que tienen un prestigio cultural internacional; la irradiación de la filosofía alemana se ha apagado; la de la literatura francesa, española o italiana también; queda un pequeño reducto en la filosofía francesa de Derrida, y sobre todo en la de Baudrillard, muy citado por los escritores jóvenes, pero por lo demás el dominio de la cultura estadounidense es aplastante.
Si los demás idiomas europeos se están volviendo tan insignificantes se debe a que la globalización hace que la cultura hegemónica lo sea más aun. Siempre ha habido culturas hegemónicas; el Renacimiento italiano transformó las artes plásticas y también la manera de entender la realidad en toda Europa, como lo hizo después el Barroco español. Hoy es la cultura anglosajona, en particular la estadounidense, la que lo impregna todo; su multiplicación casi viral por las redes hace que llegue a cada rincón y se vuelva moda universal; yo conocía Nueva York antes de ir allí por primera vez, sus imágenes eran parte de mi cultura visual. Sé mejor lo que está sucediendo en lugares remotos de Estados Unidos que lo que ocurre en numerosos lugares de España y de Latinoamérica.
¿Es bueno esto, es malo? Es perjudicial obviamente para quienes no creamos nuestras obras en inglés, y para las empresas que transmiten sus contenidos en español, como los periódicos, y es malo para la economía de los países que hablan este idioma porque no pueden utilizar la lengua como avanzadilla para vender cine, literatura… ni otros productos que no tienen que ver directamente con la lengua pero se benefician de la presencia cultural de un país fuera de sus fronteras.
Pero si el fenómeno me preocupa es porque tiende a aplastar la información sobre movimientos culturales que podrían ser importantes de prestarles mayor atención. El margen se vuelve más margen; el mainstream, para usar otro anglicismo, lo devora casi todo. Los contenidos se vuelven ecos de un discurso dominante, pierden autonomía, peso específico. No digo que no sean interesantes, pero sí que corremos el riesgo de leer todos lo mismo, ver las mismas películas, seguir los mismos modelos y sólo interesarnos por movimientos nuevos si han sido sancionados o absorbidos por la cultura hegemónica, igual que Hollywood devora y transforma prácticamente a todo director de cine que descuella en otros países. Lo que me importa no es tanto que el español u otras lenguas europeas pierdan fuerza, sino que las aportaciones culturales que no sean transportadas por el inglés queden oscurecidas, no puedan reproducirse, amplificarse, crecer, que queden en muñones, en apuntes, porque en todos los lugares se escucha la misma música.
El valor de un idioma no depende tanto del número de hablantes como del valor de la cultura que transporta. Pero mientras es fácil medir los resultados económicos, es imposible medir los culturales. Al responsable de la sección de cultura de un periódico, los accionistas no le van a preguntar si ha transmitido contenidos interesantes, si ha prestado atención a fenómenos marginales que podrían cambiar la manera en la que los lectores entienden el mundo y sus propias vidas, sino si ha contribuido a aumentar las ventas del periódico. Al editor no le van a pedir cuentas por haber publicado libros de ínfima categoría, sino por no haber aumentado el margen de beneficios del grupo al que pertenece. Así, la cultura hegemónica, la que se impone a las masas, recibirá una atención primordial independientemente del valor que le conceda el redactor o el director del periódico; lo minoritario, por fascinante que sea, encontrará con dificultad un sitio, por lo que cada vez será más difícil una revisión crítica de nuestros modelos culturales.
Así, el futuro del español y del francés, y del alemán, por no hablar del holandés o del italiano, se anuncia como un futuro provinciano, el de unos hablantes quizás orgullosos de su cultura, quizás enamorados de su lengua, pero sabedores de que éstas son mero ruido de fondo en el concierto que se escucha en salas más lujosas.
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JOSÉ OVEJERO (Madrid, 1958) es colaborador habitual de diversos periódicos y revistas europeos. Entre sus novelas se cuentan Un mal año para Miki, Huir de Palermo, Las vidas ajenas, La comedia salvaje y Escritores delincuentes, la más reciente. Es autor, además, de poesía, ensayo, cuento y crónica de viaje. Ha recibido los premios Ciudad de Irún, Grandes Viajeros, Primavera de novela y Villa de Madrid “Ramón Gómez de la Serna” .
[…] Babel rewind. Enero 2012 […]
El autor aprovecha para corregir un desliz propio al inicio del artículo: el emperador hablaba inglés con los caballos, no con los soldados, con los que, como también se dice en el artículo, hablaba alemán. Lamento haber contribuido aún más a la confusión de lenguas.