Modelo principal hasta hace poco del Estado benefactor, Europa es la víctima más reciente de los excesos del capitalismo: del sistema financiero propiamente, pero también de la corrupción y la ambición de sus políticos y del consumismo generalizado. El capitalismo sedujo a Europa y ahora la despoja de la vocación social que tanto la ha distinguido.
Zeus no era alguien que se anduviese con muchos miramientos a la hora de obtener lo que deseaba. Y Europa, una princesa fenicia según varias versiones del mito, tuvo el dudoso privilegio de que el dios pusiese sus ojos en ella. Su suerte es conocida: Zeus se transformó en toro blanco y cuando, convencida de su mansedumbre, Europa se subió a su lomo, el toro se adentró en el mar y no se detuvo hasta llegar a Creta, donde violó a su amada. Que Europa fuese al parecer descendiente de Ío, amante de Zeus a la que este transformó en ternera para ponerla a salvo de los celos de Hera, es una de esas casualidades que solo se dan en las religiones y en la mala literatura.
En la actualidad estamos asistiendo a un nuevo rapto, y quizá violación, de Europa. Sería estirar demasiado el simbolismo sacar a colación el fogoso toro de bronce que adorna una placita vecina a Wall Street, pero está fuera de toda duda que el mundo de las finanzas y la especulación —hoy gemelos tan inseparables como aquellos otros dos famosos secuestradores, Cástor y Pólux— son al menos cómplices de ese crimen.
Justo cuando nos creíamos que Europa se había hecho fuerte y podía defender sola su virtud y sus valores. Hasta el fracaso del proyecto de constitución europea en 2005 precisamente esa fuerza y esa independencia eran las promesas principales que sustentaban la idea de una Europa unida. Por un lado, el euro se había convertido en una moneda fuerte, estable, una divisa que competía con el dólar en los mercados internacionales y como refugio para inversores; en enero de 2002, cuando se puso en circulación, un euro valía 0.9 dólares; a mediados de 2008 se había apreciado hasta valer casi 1.6 dólares. ¿No era eso una muestra de la solidez de nuestro sistema económico? Europa se había convertido en un gran mercado único, con una moneda compartida por casi todos sus miembros, dotado de un sistema solidario de ayudas que hacía que los países más dinámicos arrastrasen a los demás. Hace cinco años solo a los más euroescépticos podría habérseles pasado por la cabeza que el euro pudiese llegar a desaparecer.
Por otro lado, la Unión Europea (UE) se había esforzado por dotarse de instrumentos de política exterior que le permitiesen ser actor principal en organismos internacionales, negociaciones, crisis, resolución de conflictos e intervenciones militares. Los europeos, que siempre hemos tenido un cierto complejo de inferioridad frente a Estados Unidos, aunque procuremos ocultarlo tras una actitud de arrogancia intelectual frente a ese país —es decir, haciendo lo que hace cualquiera con complejo de inferioridad, intentando aparentar justo lo contrario—, nos veíamos ya como protagonistas en pie de igualdad de todas las batallas diplomáticas del futuro. Una Europa que contribuiría a modelar el nuevo orden mundial, a imbuirlo de sus valores y sus reglas del juego… ¡corten!
Aquí se acaba esta edificante película. Las cosas no fueron por ese camino y hubo que corregir el guión a toda prisa. Por un lado, la segunda guerra de Irak dejó muy claro que la Europa unida en política exterior era una fantasía imposible de llevar a la gran pantalla de la realidad: que el Reino Unido, España y Portugal se aliasen inmediatamente con los estadounidenses sin encomendarse ni a Dios ni a la Comisión Europea mientras otros países miembros se oponían a la guerra atendiendo a sus intereses de política interna, dejó muy claro lo frágil de la unidad europea, sobre todo cuando las venganzas políticas de la administración americana contra los traidores europeos empezaron a hacerse sentir: Europa dejó de ser interlocutor privilegiado para Estados Unidos, que se volvieron aún más hacia el resto de América y Asia.
Pero lo peor estaba todavía por venir para los sueños europeos.
El fracaso del proyecto constitucional fue un nuevo golpe a la autoestima del europeísmo, y mostraba que quizá no había ni siquiera una mayoría a favor de seguir fortaleciendo al gigante europeo, que cada vez necesitaba más recursos para alimentarse mientras disminuían sus fuerzas para resolver nuestros problemas.
Saltémonos los demás prolegómenos, la crisis financiera en Estados Unidos, las hipotecas basura, los graves problemas de endeudamiento de numerosos países europeos, el euro amenazado por los traficantes de divisas. Como muy tarde el año pasado los europeos empezamos a sentir que Europa había sido raptada: despojada de su capacidad de decisión, zarandeada sin miramientos por los especuladores, tasada una y otra vez a la baja con gesto altanero por las agencias de calificación, violada su soberanía en los mercados de deuda. Estamos asistiendo al penoso espectáculo de una Europa incapaz de decidir su propia política porque a cada decisión le sigue un nuevo ataque en los mercados que obliga a levantar nuevas defensas. Son los mercados los que imponen una política de austeridad, que siempre significa recortes sociales, en un momento en el que la inversión y el crecimiento serían cruciales, sobre todo para países como España y Grecia, que arrastran un desempleo masivo. Pero ya lo he dicho, Europa no es soberana: ante los intereses usurarios que tienen que pagar precisamente los países más endeudados, no le queda más remedio que reducir al máximo su déficit, aunque eso suponga menos inversión pública, reducción de subvenciones, aumento de impuestos y, en definitiva, desmantelar el Estado del bienestar, del que tan orgullosos nos sentíamos. Tan inerme ha quedado ante los dictados del mundo financiero, que en las tertulias económicas empieza a discutirse si China acudirá al rescate de Europa, si lo hará la India, si lo hará Brasil; parece que nuestra última esperanza depende de la ayuda de países a los que hasta hace poco considerábamos subdesarrollados.
Sin embargo, quizá lo peor no sea esto, sino la extrema crisis de confianza en las instituciones que está provocando. Porque habíamos convenido que los malvados de la película eran los especuladores, los tiburones de las finanzas, la banca. Pero de pronto hemos empezado a sospechar que han contado con la complicidad de nuestros gobernantes. Después de tener que escuchar que los europeos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades —¿y no era precisamente eso lo que nos prometía el capitalismo: créditos baratos y crecimiento continuo?—, ahora vemos que quienes han vivido por encima de sus posibilidades son quienes nos recortan las nuestras: una banca más interesada en negocios de especulación que en la gestión de los ahorros de sus clientes y unos banqueros con sueldos astronómicos, que reciben compensaciones igualmente astronómicas tras hundir la empresa para la que trabajaban; políticos regionales que invierten lo que no tienen para construir aeropuertos sin tráfico aéreo e inmensos museos sin visitantes —son ejemplos sacados de la realidad española— y subvencionan actividades deportivas de relumbrón con el dinero de los contribuyentes. Los ciudadanos estamos endeudados, pero muchos gobiernos regionales lo están más. Y la cosa se vuelve más preocupante cuando en este momento descubrimos que hay un presidente en aprietos por sus negocios privados, un yerno de un rey acusado de corrupción, buena parte de la clase política de un país bajo sospecha —por cierto, la mafia tiene en sus manos más del 10% del PIB de Italia—, numerosos políticos en el banquillo precisamente por haber despilfarrado fondos públicos a cambio de favores privados o de financiación ilegal del partido por las empresas beneficiarias de ese despilfarro.
Y mientras avanza la legislación para reducir el déficit, apenas lo hace aquella que serviría para evitar la financiación ilegal de partidos, la especulación con divisas, los ataques indiscriminados a la deuda de los países en dificultades, los salarios abusivos de los altos ejecutivos… Al final, empezamos a tener la impresión de que no es Europa sino sus ciudadanos los que hemos sido raptados y violados.
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JOSÉ OVEJERO (Madrid, 1958) es colaborador habitual de diversos periódicos y revistas europeos. Entre sus novelas se cuentan Un mal año para Miki, Huir de Palermo, Las vidas ajenas, La comedia salvaje y Escritores delincuentes, la más reciente. Es autor, además, de poesía, ensayo, cuento y crónica de viaje. Ha recibido los premios Ciudad de Irún, Grandes Viajeros, Primavera de novela y Villa de Madrid “Ramón Gómez de la Serna” (www.ovejero.info).
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