(Imagen tomada del Blog Cielo Donis http://cielodonis.blogspot.com/2010_10_01_archive.html)
La imagen tiene la soberanía de lo inmediato, y siempre está conjugada en tiempo presente. Atisbamos lo que está frente a nosotros, a veces desde la obviedad de los hechos cotidianos, o desde la marejada de lo que suscita una obra plástica. El arte tiene, en ocasiones, el privilegio de la condensación, de lo que anuda una serie de elementos que desvían aquello que semejaba algo simple y llano. Por esa razón, las representaciones del cuerpo también se deben a la gestualidad, ya sea que se inscriban en el discurso de la “pose clásica” o que rompan con esas ataduras y se sumerjan en lo que antes se consideraba transgresor. Una es la clausura de la desnudez, blindaje que guarda los secretos y solo emerge un vaho, una columna vaporosa de que poco o nada queda a la vista. La otra vertiente es la del desafío, en la que el cuerpo queda abierto a la mirada y lo íntimo pierde esa calidad. Todo ese cúmulo de piel, músculos, vellos —ahora la depilación ha hecho estragos con la maleza púbica— orificios y demás quedan libres de custodia y quedan a merced del ojo del artista y del espectador. El diálogo encarna el hechizo de lo que juega a lo prohibido, a lo que queda restringido y que quiebra sus cuidados en aras de la complicidad voyeur.
(Imagen tomada de www.arteven.com)
Cielo Donís (1966) deja que sus cuadros sean una revelación que se entrega a la intermitencia. Sus relatos visuales habitan una zona que es cruce de caminos. En donde se ha convocado desde tiempos inmemoriales a los ángeles de la oscuridad. Las figuras están trazadas con la finura del dibujo que persigue la maestría. Mientras que la artista prefiere involucrarse en la imagen monocroma que le otorgue el freno de la facilidad a la anécdota. Esos destellos que se van hacia un determinado tono, son parte de ese aprendizaje que tanto cautivó a los pintores de la segunda mitad del XIX. Habría que recordar los ejercicios pictóricos de Claude Monet y sus muchos cuadros acerca de las tonalidades que se desprendían de la Catedral de Rouen. Esto sin olvidar el deslumbramiento ante los paisajes monocromos, los más extraordinarios de la pintura británica decimonónica, de Atkinson Grimshaw. Algunos dirán que el comienzo de ese aprendizaje estuvo en los “campos al natural” de los pintores flamencos del XVI. Eso también es cierto, el hecho es que la fotografía permitió contemplar el mundo bajo la circunstancia de los tonos sepias o el de la gama de grises. Luego se colorearon las imágenes y la variedad de luces se mutaron en propuesta estética.
Mucho hay de síntesis en los cuadros de Donís, ya que solo está representado lo significativo, en tanto que los detalles de objetos están borrados para evitar las confusiones. En una obra aparece un perro que mira a los ojos de un espectador hipotético, mientras que una mujer colocada en tres cuartos de perfil muestra los hechizos de un cuerpo de hermosas piernas coronadas por un sinuoso trasero. En esa semidesnudez, donde el ropaje podría ser una prenda de piel, el personaje femenino exhibe un cinturón con afilados picos. El tono dominante es el sepia. De la pared nace una extraña grieta que gotea una sustancia blanquecina de aspecto coloidal, acaso esperma. La atmósfera del cuadro mantiene la inquietud de lo que se manifiesta sin terminar de hacerlo. Tensión erótica pura, hurto al instante y celebración de una gestual que reconoce los aspectos del deseo.
Cielo Donís elimina el realismo descriptivo para ubicarse en una propuesta de carácter simbólico. Establecer las atmósferas y dejar que los hechos corran sin premuras, en su propia red de significaciones, en su voluntad nocturna que quiere acercarse a los esplendores del día. En otra pintura está una mujer que precede la imagen de un laberinto. Las imágenes articulan un erotismo singular, que funciona a contracorrientes de la actitud “equilibrada”. Por ejemplo, las pasiones para Descartes son como un lente de aumento. Amplifican esa consideración sobre lo que es positivo o lo que está a la vera del mal. Según el filósofo italiano Remo Bodei, se trata “de observar una de las estrategias de control, y para ello, reestructurar, mediante el juicio, el formato de las imágenes del deseo y de las opiniones infundadas, de tal manera que se reduzcan a proporciones adecuadas y se disminuya la incidencia perturbadora sobre intelecto y voluntad.”
Cielo Donís rompe con la templanza cartesiana porque su cometido está más cercano a la alteración y al desenfreno. Sus personajes se mueven en sordina, en el silencio que los hace apenas visibles. El mayor propósito de esas mujeres desvestidas es simular la inocencia y entregarse sin disimulos a los placeres carnales. Ya sea ante el laberinto de las imaginaciones o en el terreno sadomasoquista. Otro personaje engendrará una mujer en plenitud; el torso de la embarazada semejará un modelo anatómico de brazos fragmentados.
En otras obras la presencia de la flores es recurrente. En otro tiempo, el emperador Rodolfo II (1576-1612), rey de Hungría y de Bohemia, amó el trabajo de sus ilustradores, quienes con maestría sin igual capturaron las plantas y los racimos floridos que poblaban su reino. Ya en el siglo XX, los fotógrafos Irving Penn y Robert Mapplethorpe fueron más lejos. Dejaron atrás la exploración científica y se entregaron al descubrimiento de los pliegues de las flores. ¿Qué significaba involucrarse con esas formas? Entre otras llegar a la analogía de aquello que es corporeidad humana. Los genitales femeninos se repliegan en el secreto, se cierran o se abren de acuerdo a la ausencia o a la insistencia del deseo. Cielo Donís conserva la mirada escrutadora que con líneas de admirable belleza descubre lo que pierde la mirada fugaz. Una es la descripción detallada de ese reino vegetal, en tanto que la búsqueda de la artista radica en hacer visible lo que se oculta bajo esa complejidad que tanto recuerda el misterio de la intrincada geografía íntima de las mujeres. En otra imagen una dama está en cuclillas. Su rostro está atrapado por una sombra que cruza un punto superior del grabado. La vista desciende y el espectador se encuentra con el cuello del vestido que está ornamentado con un listón que termina en gracil moño, prólogo que después mostrará los volúmenes de los pechos. El viaje de la mirada se colocará por otros entresijos. La artista, con formidable malicia, permite que los muslos de la mujer enseñen su desnudez. Ese recorrido tiene como escala obligada unos pies calzados por unos zapatos que acentúan el carácter sugerente de la feminidad.
En Cielo Donís está la inocencia que ha concluido su itinerario. De ese tránsito nace la lubricidad que está dibujada de manera precisa y que el espectador agradece en esas historias fragmentarias de enorme contundencia. Donís es una artista que ha madurado en un territorio poblado de fantasías que fluyen con la levedad del erotismo en flor. ~