De seguir el ejemplo norteamericano el mundo será en breve una gran cárcel. Aproximadamente 730 de cada 100,000 ciudadanos estadounidenses se encuentran privados de su libertad. Uno de cada cien adultos estuvo encarcelado en 2010; uno de cada 33 se encontró bajo la supervisión de las autoridades correccionales. Y aunque la tendencia ha bajado unas centésimas en los últimos años (sobre todo por lo que hace a quienes se encuentran en libertad condicional), el crecimiento en el número de ciudadanos encarcelados a partir de 1980 ha sido exponencial. Esto convierte a ese país en la mayor prisión del mundo, seguido de Rusia (609) y Ruanda (595). Por el contrario, Canadá mantiene encarcelados a 117 ciudadanos por cada 100, 000.
Se ha dicho que un individuo con actividad social normal -clasificación en la que no entran ni artistas ni políticos- tiene un entorno aproximado de 600 personas con los que realiza intercambios cotidianos. Si usted viviera en Estados Unidos podría tener hasta seis conocidos tras las rejas (o a unos cuantos cientos fuera de ellas). Pero las cosas no son equitativas: nuestra vida se encuentra organizada en pequeñas ínsulas sociales y la paz solo queda al alcance de algunos.
¿Cuál es el origen de la ilegalidad? ¿Qué empuja a los hombres a delinquir? ¿Qué está pasando con nuestras cada vez más violentas sociedades? Algo está fallando en la socialización de la ley porque sin duda los crímenes se disparan. Más allá de buscar un hipotético (y absurdo) gen de la violencia cuyo crecimiento resultaría inexplicable, las respuestas deben buscarse en la socialización de la ley.
México es un país de explotados, de infancias extraviadas por las crisis sucesivas, de tejido social desintegrado. Miles de niños y jóvenes sin futuro cuyos padres en muchos casos emigraron, han sido seducidos por la violencia y los recursos de los cárteles. En muchas ocasiones las levas de los narcotraficantes no les dejan otra alternativa.
Si la socialización de la ley se brinda en las familias, cuando estas no existen los sujetos se sienten impelidos a jugar de dioses, a romper las leyes de los hombres para sentirse vivos, a tener en la mano la estabilidad, la vida y muerte de aquellos a quienes se observa origen de humillaciones (algo que vio claramente Truman Capote cuando escribió A sangre fría).
A la violencia que empuja a niños y a jóvenes a delinquir, se suma aquella del gobierno que pone a combatir a los cárteles entre si. Estos usan a los jóvenes como carne de cañón.
Laura reportera.- Buenas tardes señor mandatario de la República de las estrellas, de parte de nuestro auditorio, una pregunta familiar. Ha trascendido que sus hijos organizan una gran fiesta de disfraces para festejar el día de la primavera, y nuestros niños del país desean saber qué disfraz llevarán los suyos.
Señor Presidente.- Si Laura, muchas gracias por tu pregunta. En ese día resulta fundamental el cuidado de los valores familiares, así como combatir la masturbación infantil. Mis hijos, en la entendible edad de la punzada, ya no quieren disfrazarse de soldados.
Laura reportera.- Señor Presidente, el pueblo desea saber de qué quieren disfrazarse los niños presidenciales.
Señor Presidente.- Debo confesar que la elección de mis hijos podría parecer insolente. Pido a ustedes entender lo que sucede con muchachos que han crecido en ambientes autoritarios, hijos de militares de férrea disciplina, inocente rebeldía adolescente. Mis hijos Laura, este año se disfrazarán de niños sicarios. Dicen que está de moda y que ya hay como 25,000.
Laura reportera.- Señor Presidente, a parte de ser usted un excelente militar, tiene fama de buen abogado. ¿No es que la decisión de sus hijos es contraria a la Constitución, a los derechos humanos, y a los tratados internacionales por los que su gobierno tanto ve?
Señor Presidente.- Salvo que no me haya enterado de las últimas reformas, lo prohibido por nuestra Magna Carta es cantar Camelia la Texana y darse besos de lengüita sin previa autorización del Presidente del Banco Central.
Laura reportera.- Muchas gracias por su respuesta señor Presidente. Querido público de las estrellas, me despido de ustedes mandándoles un abrazo lleno de valores, paz y seguridad.
Para acabar con la violencia tenemos dos caminos. Se nos aconseja profesionalizar a nuestras policías. Basta de ministerios públicos, judiciales y políticos delincuentes. El fuero debe desaparecer. Además de transformar a las ministeriales en instituciones científicas —no lo que la PGR y las PGJE son— brindémosles la autonomía necesaria para que más allá de los intereses del Ejecutivo, respondan a los de la sociedad.
Se trata de algo fundamental, pero si las condiciones sociales se mantienen, tales cambios nos conducirán a un Estado policial. El sistema carcelario de Estados Unidos hace como si creyera en la maldad genética preponderante de las personas de color y latinas (creencia que seguirá profundizándose, pues según datos recientes del Pew Research Center, la crisis financiera ha empeorado la desigualdad en ese país. Actualmente la riqueza media de las familias blancas es 20 veces mayor que la de los hogares negros y 18 veces la de los hogares hispanos).
El segundo ejemplo es el de Canadá, decantada por una sociedad justa como lo hacen los países nórdicos, donde el gen del crimen se ha mantenido en su lugar. La violencia es muy distinta en esas tierras y los homicidios casi desconocidos. Los derechos humanos y la democracia sustantiva, es fácil aprenderlo si se escucha claramente, son el camino a seguir.