En meses recientes, han sucedido dos acontecimientos altamente importantes en el mundo criminal: la victoria del Cártel de Sinaloa en Ciudad Juárez, y la división en la cúspide de los Zetas. El primer evento ha sido positivo, y el segundo promete ser todo lo contrario: como bien demuestran los pleitos entre Chapo Guzmán y los Beltrán Leyva y entre el Golfo y los Zetas, no hay nada más sanguinario en el mundo criminal que una guerra civil dentro de los grupos principales.
Pero estos dos acontecimiento tan diferentes tienen algo en común: son ajenos a las políticas gubernamentales de seguridad. En cada caso, las políticas del gobierno están lejos de ser determinantes; la brecha entre los Zetas y el triunfo de las fuerzas de Chapo Guzmán se deben a factores clandestinos del mismo mundo criminal. He ahí uno de los problemas centrales por debajo de todos los esfuerzos para mejorar la seguridad en México: los actores más importantes son los narcos. Sin embargo, otorgamos el crédito o la culpa al gobierno como si las actuaciones de los narcos fueran el resultado directo de sus esfuerzos. Si ellos matan menos gente un mes, el gobierno está haciendo bien. Si no, entonces la estrategia está fallando.
Lamentablemente, ellos responden a una serie de incentivos que son difíciles de percibir, y más difíciles aún de manipular, especialmente a corto plazo. Por lo tanto, por más inteligente que sea una iniciativa del gobierno, es bastante complicado que se convierta en una bajada en las tasas de homicidio, secuestro, extorsión, y los demás crímenes que están azotando al país.
Claro, el estado tiene la responsabilidad de monopolizar la violencia, pero en ningún estado es absoluto el monopolio, y siempre va a ser difícil saber precisamente cuáles efectos tendrán las políticas anticrimen. En pocas palabras, se me hace conveniente desvincular nuestra evaluación sobre desempeño del gobierno con los altibajos de la tasa de homicidio.
Al mismo tiempo, lo que no es perdonable es que los líderes políticos metan la pata en las facetas de su estrategia que quedan completamente en sus manos. Contemplando el sexenio de Calderón, dos ejemplos de tal error surgen. Primero, la creación de una estrategia mediática y publirrelacionista para explicar y justificar su política a la ciudadanía; y segundo, la inhabilidad o hasta desinterés en establecer una base política más allá que el PAN.
A lo largo de su sexenio, Calderón y su equipo han recorrido a un centenar de argumentos diferentes sobre sus políticas. Algunos buscan justificar: el combate frontal es para proteger a las familias y sobre todo a los niños mexicanos de los peligros del narcotráfico. Otros argumentos explican: la violencia es consecuencia del éxito en debilitar las pandillas. En otras ocasiones, las palabras de Calderón y su equipo sirven para disculparse, por ejemplo cuando hablan de la demanda insaciable para las drogas en Estados Unidos, o el flujo imparable de armas del mismo país. Y a veces, Calderón busca inspirar como un general en plena guerra, como cuando se refiere a los héroes caídos y promete no dar ni un paso para atrás.
Tomados individualmente, todos los mensajes tienen una cierta lógica, pero son en muchos casos muy simplistas. Además, en su conjunto, representa un mensaje muy confundido, que no logra convencer que el progreso prometido se esté dando. Cuando el narrativo es la necesidad de proteger a los mexicanos un día, y al día siguiente el argumento es que la violencia es un signo de éxito, parece que lo que motiva las declaraciones del gobierno no es una consideración cuidadosa del reto, sino la conveniencia del momento. Las incoherencias que resultan minan el apoyo y la confianza del público.
Claro, una estrategia mediática más consistente y sofisticada no es suficiente, y la falta de buenas noticias es el impedimento más importante en un narrativo eficaz. Pero comparado con todos los demás retos de seguridad en México, es un obstáculo fácilmente superado.
Algo parecido pasa con la colaboración entre los varios actores políticos, o más bien, la falta de colaboración. Desde un principio, Calderón se mostró poco preocupado en las opiniones de las demás fuerzas políticas, sean partidos o los ONG de la sociedad civil. Mandó las Fuerzas Armadas a Michoacán a unos días de haber llegado a Los Pinos, sin un debate serio. No nombró a figuras de otros partidos a puestos importantes, no buscó un diálogo con sus críticos por su cuenta (aunque las presiones le obligaron a participar en la negociación en 2008 previa al Acuerdo Nacional por la Seguridad, La Justicia, y la Legalidad, y luego en los Diálogos por la Seguridad de 2010).
En suma, Calderón nunca buscó el respaldo amplio y profundo de sus contrincantes políticos; al contrario, el PAN usó el tema para atacar a los demás partidos en los comicios de 2009. Al no preocuparse por la creación de una base de apoyo duradero, Calderón casi aseguró que la inseguridad se convirtiera en otro asunto de la política más mezquina, cosa que imposibilita la cooperación y frena el progreso.
No debería ser así. Todos los partidos políticos tienen el mismo interés en mejorar la seguridad en México. Lidiar con el crimen organizado no es como las políticas económicas, en que ideologías distintas abogan por visiones muy distintas del futuro del país. Nunca va a haber armonía entre todos los partidos sobre el régimen laboral más apto o el nivel ideal de impuestos. En cambio, existe mucho espacio para el consenso en la seguridad, porque todos tienen una visión parecida: seguridad para todos los mexicanos. Pero no puede existir este consenso si el presidente no lo busca, cosa que la administración de Calderón no hizo.
Ojalá y la administración entrante aprenda de los errores de la que va saliendo.