En los doce años desde que el PRI perdió su dominio sobre la presidencia mexicana, ya van tres ocasiones en que el mandatario mexicano cruza gestiones con un homólogo estadounidense por un periodo de cuatro años o más. George W. Bush y Vicente Fox fueron los presidentes de sus respectivos países desde la inauguración del primero en enero de 2001 hasta diciembre de 2006, cuando Fox se fue de Los Pinos. Felipe Calderón y Barack Obama encabezaban sus gobiernos desde enero de 2008 hasta el viernes pasado. Y ahora, a Obama le quedan poco más que cuatro años más en la Casa Blanca, durante la cual tendrá la fortuna —buena o mala, como usted lo quiera ver— de lidiar con Enrique Peña Nieto.
Un bloque de tanto tiempo juntos para los líderes de dos países tan estrechamente vinculados debería ofrecer mucho espacio para colaboraciones, así que una buena relación personal a menudo se interpreta como una señal importante y optimista. Los problemas de siempre, tan imbatibles como la misma frontera que separa los dos países, ya se podrán arreglar.
Eso fue el caso de Fox y Bush. Hace 12 años, los vaqueros-empresarios-presidentes tenían varias características en común, cosa que inmediatamente generó algunos cambios notables. Bush, durante una visita de Fox a la Casa Blanca a unos meses de haber asumido la presidencia, dijo que “Estados Unidos no tiene una relación en el mundo más importante que la de México”, una declaración sin precedente. Bush, ex-gobernador de Texas y ameno a los latinos, también mandó señales de un posible arreglo migratorio, para legalizar el estatus de los millones de mexicanos sin documentos. Por un tiempo, parecía un mundo distinto entre los dos países.
Hace cuatro años, Obama y Calderón también compartían ciertos rasgos profesionales. Los dos son abogados, y los dos hicieron un posgrado en Harvard. Gracias a la Iniciativa Mérida, Obama llegó a la Casa Blanca precisamente cuando la cooperación bilateral iba subiendo, y Calderón gozaba de una buena reputación en Washington en aquel momento. Era otro momento optimista.
Obama y Peña Nieto, en cambio, no parecen tener nada en común. Uno se conoce por su intelecto formidable; el otro no pudo nombrar tres libros que le gustaron. Peña Nieto no es particularmente agringado para un presidente mexicano, y Obama nunca se ha enfocado mucho en América Latina. Mientras en el pasado existían razones para esperar una amistad presidencial, ahora todo se pinta para una cierta distancia entre los dos líderes. Y aunque en su primer visita a la Casa Blanca no parece que haya pasado nada extraño, yo no puedo dejar de pensar en un chiste que, desde hace unos meses, llena el buzón de mi email, en sus varias versiones distintas:
Pero aunque Obama y Peña Nieto no sean tal para cual, no creo que es algo que nos debe preocupar para el futuro de la relación bilateral. Finalmente, la lección de Bush-Fox y Calderón-Obama es que hay un límite a lo que implique una conexión personal. En los dos casos, cualquier amistad personal no fue capaz de lanzar una época dorada entre los dos países, porque fuerzas mayores intervinieron. Gracias al 11 de septiembre, a Bush no le interesaba México tanto como los países del Medio Oriente, y gracias a la invasión de Irak, Fox se distanció de Washington. Por su parte, Obama nunca ha puesto mucha atención a México; la Primavera Árabe y la posible caída de la Eurozona han dejado muy poco espacio para los problemas del vecino sureño.
Es decir, un vínculo personal entre los jefes del estado no se traduce a una profundización bilateral. Con Obama y Peña Nieto, creo que vemos lo contrario: la falta de tal conexión no implica que los dos países estén por entrar en una crisis. Las fuerzas mayores, como siempre, pesan más.