V.S. Pritchett,
El viaje literario. Cincuenta ensayos,
Fondo de Cultura Económica, México, 2011.
En ciertos momentos en la literatura,
un determinado escritor parece personificar
la dignidad y la soledad de toda la profesión.
“Del matiz y el escrúpulo”, George Steiner
Como si fuese una respuesta a estos tiempos en que se repite hasta el cansancio el cliché de que no hay crítica en México, aparece por primera vez una antología de reseñas de Victor Sawdon Pritchett (Ipswich, 1900 – Londres, 1997) intitulada El viaje literario. Cincuenta ensayos. Con una edición no tan cuidada como nos hubiera gustado, hace su debut en el mundo hispánico este crítico, narrador y biógrafo que formara parte de una generación de críticos compuesta por Cyril Connolly y Edmund Wilson, la cual dio muestra de una gran intuición y una enorme capacidad de síntesis literaria durante el siglo XX. Caracterizado por usar como bastión para difundir sus opiniones los medios impresos, como su columna “Books in General” en el New Statesman, V.S. analizó con profunda coherencia la obra de autores de la segunda mitad del XIX y de la primera mitad del XX. Su relevancia y longevidad fueron tales que, en su momento, permitió que otra antología fuera intitulada por su hijo Oliver: The Pritchett Century, debido a que fue un polígrafo en géneros como el cuento, la biografía o el libro de viajes.
En esta selección, hecha por el novelista Hernán Lara Zavala, podemos encontrar a un crítico que escribe desde el escritorio del creador y no del crítico estéril, que entiende la crítica como un arte ancilar sin gran autonomía, que no tiene ambages en abordar traducciones y celebrarlas desde su gusto estético sin argüir la frase hecha de la intraducibilidad literaria. V.S. demostró que antes que ser un crítico hay que abastecerse de algo que en nuestros días ni siquiera se menciona: criterio; y que para obtenerlo se necesitan muchas horas de estudio y aquella “cualidad esencial que —según Hemingway— es un detector de mierda, innato y a prueba de golpes”. Precisamente, la vena desde la cual V.S. plantea sus ensayos es la de un lector de a pie que se deslinda de la academia o la crítica profesional: “Algunos, los críticos en particular, se complacerán en rastrear la historia de ese instante” o, sobre el académico Brombert: “El efecto es pretencioso y quizá se deba, uno espera, al hecho de pensar en francés y escribir en inglés; pero corresponde al actual hábito académico de convertir la crítica literaria en tecnología”; pues V.S. se deslindaba y dejaba clara su postura: “Que los académicos sopesen, sean exhaustivos o construyan superestructuras: el artista se rige en su vida tanto por el orgullo en su propio tono como por lo que ignora; la humildad es una vergüenza”.
Su talento de narrador sale a relucir precisamente cuando uno detecta la manera en que disfruta al contextualizar la vida de los autores y se solaza al introducir detalles, anécdotas o situaciones que delinean hábilmente el estado anímico o el conjunto de cartas, diarios o libros de apuntes; de lo cual trata mayoritariamente en este libro. Así lo encontramos en su “Proustificaciones” narrando cómo era aquel joven escritor Marcel que no había mordido aún la magdalena evocativa; o cuando retrata al pusilánime Fedor antes de que llegara a su vida Ana, su segunda esposa: “Dostoievsky estaba arruinado y débil, y no tenía en su cabeza ningún perfil claro para una historia, aparte de sus experiencias como jugador arruinado y atormentado por una joven amante neurótica”. O nos puede regalar esta lúcida exégesis, en la cual se refiere a Eça de Queiroz, pero igual nos hace pensar en Pessoa: “A los portugueses les gusta aparentarse diminutos solo para sorprender después con su vigor. La humildad y la nostalgia portuguesas son atributos nacionales, y llegan a ser incluso destructivos”. Y en ocasiones —como cuando aborda el libro La vejez de Simone de Beauvoir— rebasa el campo puramente literario: “En cualquier caso, el instinto de la atracción sexual puede no depender de la belleza en absoluto. Una voz, por ejemplo, puede ser tan potente como un cuerpo”.
Es evidente la sensibilidad que tiene V.S. para escoger lo que hay que decir al abordar la arista desde donde planteará su crítica; obvia precisión que no es tan obvia para quien logra únicamente un soporífero trabajo académico. Su mirada no solo es acuciosa, milimétrica, sino que es certera; no solo aborda detalles, entabla vasos comunicantes entre autores: “[De Assis] como Sterne, está obsesionado con el tiempo, y es excéntrico, caprichoso incluso; como Stendhal, es exacto y sin embargo apasionado; como Swift, es ocasionalmente salvaje”. Externa opiniones basadas en el texto y en su experiencia, jamás se autocensura por pensar que la exégesis no es propia de un crítico. No temió aventurarse a pronunciar sus juicios por el escepticismo aniquilante que solo ha dejado insustancialidad en nuestros días. Nunca hay paja en su análisis, lo que trae a cuento no es para ampararse en una postura ajena ni para mostrar una erudición de cartón; no busca congraciarse con el Poder, es claro hasta ser —como le llaman los conservadores—“políticamente incorrecto”:
Una o dos reflexiones se imponen tras el deslumbramiento de Nostromo. La primera es una meditación general sobre el terreno social en que se enraíza la novela inglesa moderna. El gran tema inglés —está uno tentado a afirmar—, o en cualquier caso aquel gran tema que incorpora una imagen de la sociedad, se encuentra fuera de Inglaterra, simplemente porque la vida inglesa ha sido un parásito de la vida en el extranjero y no quiere admitirlo.
De hecho, Pritchett es de los pocos que asimila la profundidad de la crítica política que erige la obra de Conrad, y a la luz de aquella señala:
Nostromo es la más sorprendentemente moderna de las novelas de Conrad. Podría haber sido escrita en 1954 en lugar de 1904. Todos los problemas ligados a la explotación económica de un país atrasado aparecen aquí; la política de Costaguana a lo largo de dos o tres generaciones se explora a profundidad ante nuestros ojos sin perder de vista el presente. Vemos tanto los ideales como las mentiras de la explotación colonial, contra el telón de fondo de la lucha por el liberalismo, el progreso, la reforma, la inclinación revolucionaria y el advenimiento de un poder extranjero. Hasta el ascenso de dos de las fuerzas ahora dominantes en este tipo de situación está claramente descrito: la ambición estadounidense de apoderarse de todo en el mundo y, a contrapelo o en paralelo, el ascenso de las masas.
Con lo cual no queremos decir que Pritchett se aleje de Conrad, sino que estaba tan adherido al gran eslavo que reconoció: “Conrad no condensó todo esto en un ensayo político o histórico, ni en una novela de propaganda, sino en el impuro detalle de una ambiciosa y escéptica obra imaginativa”.
Realmente causa admiración su capacidad para abordar cada caso particular y verlo en su justa proporción; no se percibe que su crítica esté movida por la mala leche o por el sarcasmo, a pesar de que si algo saben esgrimir los ingleses son estas dos tesituras. Pritchett no sopesa los libros de los que habla a partir de sus propios prejuicios o exigencias, sino con base en las intenciones de cada uno de los autores. Es mesurado ideológicamente, no se regala al escarnio fácil contra el realismo socialista, por el contrario debate con tremenda objetividad al respecto de la situación de Chéjov, ni tampoco es un chien de garde del capitalismo de su época.
Debido a que está pensado desde nuestro presente y que todos los autores que aborda, salvo García Márquez (1972), han fallecido, El viaje literario tiene cierto aire de antigüedad, sin embargo V.S. lo dispersa con una ráfaga de lucidez y novedad que lo relaciona con libros recientes como De eso se trata (Anagrama, 2009) de Juan Villoro, Afluentes de Pura López Colomé (Pértiga, 2010) o George Steiner en The New Yorker (FCE, 2009). Sus lecturas sobre Musil, Kafka, Genet, Wilson, Pérez Galdós son de una vigencia indiscutible.
Si hemos tildado a este libro como respuesta oportuna para los tiempos corrientes es debido a que V.S. hace pasar por su criterio fidelísimo a la obra, al contexto y al autor. Por lo demás, lo que denuncia V.S. al deslindarse de los “críticos formales” es esa costumbre de llenar de tecnicismos la crítica literaria, y es lógico porque él escribía para la gente de la calle. Creo que debido a esto la crítica y sobre todo el mercado en los países anglosajones son tan autónomos. El lector es el que mantiene a su escritor, no la beneficencia del Estado. ¿Y por qué es así?, porque este siempre le ha hablado al lector ordinario, nunca se ha quedado en el solipsismo.
Pritchett se admite un admirador de Pushkin, Stendhal y Conrad; en cambio, duda de las contradicciones de Tolstói y no cambia sus principios estéticos según le venga la ocasión. Jamás lo podremos pensar como el crítico que se enmascara al vilipendiar toda la literatura presente, que actúa como un lector nostálgico y que llora viejas glorias. Incluso cuando uno no está de acuerdo con algunos reparos que hace a la obra de Faulkner —uno de los mayores novelistas seminales del siglo XX— se debe poner atención a sus argumentos, los cuales se intuyen honrados: “No obstante, la auténtica justificación del método radica, a mi manera de ver, en que recrea el sur como ningún otro lugar de la geografía de Estados Unidos ha sido plasmado a profundidad por ningún otro novelista, desde que yo recuerde, Huckleberry Finn.”
No queda más que sugerir este tomo a todos aquellos que guardan reservas a la jerga académica y sus términos de comodín, a quienes no les satisface una parte de la crítica actual y que quieren prestar oídos a quien en algún momento fue denominado el mejor crítico literario desde Virginia Woolf: Victor Sawdon Pritchett.
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Héctor Iván González (Ciudad de México, 1980) estudia la Licenciatura de Lengua y Literatura Francesas en la UNAM. Es escritor y colabora en publicaciones como Tierra Adentro, Revista de la Universidad de México, Crítica de la BUAP, “Laberinto” de Milenio. Su blog es hombresdeagua1.blogspot.com.