La muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello.
Pero los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es.
Carlos Fuentes
A Carlos Fuentes le gustaban los inventos. A caballo entre la tradición y la modernidad se puso a inventar novelas como catedrales —cuentos como casas, ensayos como jardines— y llenó el paisaje nacional de sus palabras como si de componer la partitura de una gran obra se tratara. Fue una figura dominante en el panorama nacional de la cultura del siglo XX por muchas razones: por su esmerada exploración de México y lo mexicano a través de una literatura feroz, a veces apacible; por su lenguaje audaz y novedoso —capaz de incorporar neologismos, crudezas coloquiales, palabras extranjeras, las frases más correctas y las más insólitas—, y porque fue un autor que no gritaba, pero escribía, y pudo decir por escrito lo que nadie había dicho todavía. Porque fue portavoz, a veces al mismo tiempo, de la expresión más bella y de la más chocante. Chocante como un shock eléctrico. Porque todo lo que hizo Carlos Fuentes deslumbraba, si es que no enceguecía.
Muy guapo, alto y elegante —como ya es bien sabido—, nació con el nombre de Carlos Fuentes Macías en 1928 en la ciudad de Panamá, porque su padre era miembro del cuerpo diplomático mexicano en aquel país. Puede ser que ni los hados supieran que se convertiría en uno de los más grandes escritores latinoamericanos en una época precisa que acabaría por ser de todos los tiempos.
Fuentes tuvo una infancia cosmopolita debido al trabajo de su padre: viviendo en Panamá, Quito, Montevideo y Río de Janeiro; cursando sus primeros estudios en Estados Unidos —en la escuela Henry D. Cooke— de Washington dc; vacacionando en México para no perder la lengua castellana; mirando la Segunda Guerra Mundial desde Chile, donde conoció a Pablo Neruda, y después desde Argentina, donde platicó con David Alfaro Siqueiros. Desarraigado y viajero sin quererlo, y luego disfrutando de la lejanía y el arraigo, dicen que fue viajando como el joven Fuentes aprendió historia y geografía de México.
Cuando llegó a tierra azteca para quedarse tenía 16 años. Tanto había leído que ya escribía y obtuvo el primer lugar del concurso literario del Colegio Francés Morelos. Hizo la preparatoria y obtuvo el título de Licenciado en Derecho por la unam. En 1950 se fue de viaje otra vez. En Europa realizó estudios de Derecho Internacional en la Universidad de Ginebra, y quizás encontró la inspiración literaria de otras ciudades fantásticas. (“Poco importa que seamos sólidos o espectrales. Igual da. Venecia toda es un fantasma. No expide visas de entrada a favor de otros fantasmas. Nadie los reconocería por tales aquí. Y así, dejarían de serlo. Ningún fantasma se expone a tanto”, escribió Fuentes un día.)
Para entonces ya era un colaborador regular de la revista Hoy, había escrito algunos cuentos y se dedicaba a pensar en el lenguaje. (“Toda gran obra literaria nos propone la salvación mínima de la palabra. Toda gran obra literaria nos propone imaginar. Tenemos un pasado que debemos recordar. Tenemos un porvenir que podemos desear.”, decía Fuentes.)
En 1954 publicó sus primeros cuentos bajo el título de Los días enmascarados, en la colección Los Presentes. Al lado de Emmanuel Carballo dirigió la Revista Mexicana de Literatura, y El Espectador con Víctor Flores Olea y Enrique González Pedrero. Y de pronto, a los 29 años, escribió su primera novela: La región más transparente.
Más allá del clásico en que se convirtió, la novela lanzó a la literatura mexicana al estrellato cultural y se convirtió en un parteaguas en todos los sentidos. Por sus personajes, su estilo, su novedosa factura literaria y porque el protagonista principal fue un lugar claro —y transparente— que era la Ciudad de México iniciando su propia saga. Una novela que en su momento asombró y hoy nos provoca la más atroz pero también la más feliz de las nostalgias. Notable e inolvidable este fragmento:
Mi nombre es Ixca Cienfuegos. Nací y vivo en México, DF. Esto no es grave. En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta. Afrenta, esta sangre que me punza como filo de maguey. Afrenta, mi parálisis desenfrenada que todas las auroras tiñen de coágulos. Y mi eterno salto mortal hacia mañana. Juego, acción, fe —día a día, no solo el día del premio o del castigo: veo mis poros oscuros y sé que me lo vedaron abajo, abajo, en el fondo del lecho del valle.
El público lector, anonadado, fue testigo de cómo la literatura mexicana se iniciaba en la modernidad y terminaba con las letras dedicadas a la Revolución. Fuentes se convirtió en uno de los protagonistas del boom latinoamericano y abrió la brecha para que la literatura en español, la escrita en esta latinoamericana parte del planeta, tuviera lugar preponderante en el mundo. Es cierto: Fuentes no inventó el realismo mágico que Aureliano Buendía le dictó a García Márquez; poco tuvo que ver con lo real maravilloso que salió del arpa de Alejo Carpentier y, a diferencia del cuentista Cortázar, no imaginó la mejor antinovela del mundo jugando a la rayuela. Sin embargo escribió algunas obras fundamentales de la historia de la literatura mexicana. La primera, claro, La región más transparente. Después vinieron otros libros, todos imprescindibles: La muerte de Artemio Cruz, Aura, Las buenas conciencias, Zona sagrada, Cambio de piel, Terra nostra, La cabeza de la hidra, Gringo viejo y Cristóbal nonato.
Sus obras, más allá de ser tareas obligatorias en escuelas o universidades, gracias a los aniversarios marcados en el almanaque, volvieron a capturar la atención y la emoción de los lectores. Aura cumplió la cincuentena y es tan joven como siempre: la novela perfecta para empezar cuando no se ha leído a Carlos Fuentes. Una historia que va más allá de lo fantasmal, donde parece no haber diferencia entre el presente y el futuro, los límites entre la realidad y la ficción desaparecen y a muchos los arroja al martirio de la obsesión, a revisar la profundidad del amor… y el espanto que produce:
Te asomas al corredor; Aura camina con esa campana en la mano, inclina la cabeza al verte, te dice que el desayuno está listo. Tratas de detenerla; Aura ya descenderá por la escalera de caracol, tocando la campana pintada de negro, como si se tratara de levantar a todo un hospicio, a todo un internado.
La sigues, en mangas de camisa, pero al llegar al vestíbulo ya no la encuentras. La puerta de la recámara de la anciana se abre a tus espaldas: alcanzas a ver la mano que asoma detrás de la puerta apenas abierta, coloca esa porcelana en el vestíbulo y se retira, cerrando de nuevo.
En el comedor, encuentras tu desayuno servido: esta vez, solo un cubierto. Comes rápidamente, regresas al vestíbulo, tocas a la puerta de la señora Consuelo. Esa voz débil y aguda te pide que entres. Nada habrá cambiado. La oscuridad permanente. El fulgor de las veladoras y los milagros de plata.
Para Carlos Fuentes ninguna de sus obras fue ni la mejor ni la última. (“La novela perfecta rechazaría al lector”, solía decir.) En la última década —el último año y el penúltimo mes— publicó, por ejemplo, Instinto de Inez, que trata del romance tardío entre un director de orquesta y una cantante de ópera; La silla del águila, una novela política con un planteamiento ficticio pero posible sobre la podredumbre de la clase política; Viendo visiones, que reunió sus ensayos sobre arte escritos a lo largo de más de 30 años. Nos regaló una colección de relatos fantásticos llamada Inquieta compañía y, casi al final, publicó un libro sobre la gran novela latinoamericana.
Hasta su propia muerte fue descarga eléctrica. Un martes, 15 de mayo, Día del Maestro. En la Ciudad de México. En esta región que hace mucho tiempo dejó de ser transparente y a partir de aquel día es más oscura ya.
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CECILIA KÜHNE (Ciudad de México, 1965) es escritora, editora y periodista. Cursó la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM y estudios de maestría en Historia de México. Editó la sección cultural de El Economista por más de seis años. Fue directora del Museo del Recinto a don Benito Juárez y becaria del Fonca. Es coautora del libro De vuelta a Verne en 13 viajes ilustrados (Editorial Universitaria de la Universidad de Guadalajara, México, 2008).
que significa el corazon con la espada, yo tengo uno muy similar, por favor diganme.