Para Javier y Diego
Mi educación, como la de mis hermanos y mis primos, como la de muchos de quienes transitamos la infancia a finales de los sesenta e inicios de los setenta en la Ciudad de México, no se explicaría sin el encuentro con personajes callejeros y vecinos que nos enriquecieron con experiencias, anécdotas y lecciones entrañables. A algunos de ellos les decíamos tíos, con otros emparentamos. Nuestras calles no solo eran metros cuadrados para el tránsito vehicular, mucho menos un lugar temido.
Fueron fundamentalmente espacios de encuentro y aprendizaje; terrenos ganados para la bicicleta, la pelota y el ocio; pequeños feudos en los que el loco, el señor de la tintorería, el de la tiendita y el vecino nuevo buscaban imponer sus excéntricas narrativas.
Luego, la vida me regaló otros espacios —ámbitos, diría el filósofo español López Quintás— en los que pude cultivar vínculos con las personas que hoy constituyen el sustento y el sentido de mi vida. En la universidad me amigué no solo con compañeros, sino con maestros, me acerqué a personas a las que admiro por su consistencia moral, por su obra, por su creatividad, por su espíritu. Muchos de ellos me ungieron con su amistad y me siguen bendiciendo con ella. Me casé con una de mis alumnas. A muchos de mis actuales amigos los conocí en el trabajo. En el fondo, me dedico a lanzar botellas al océano —conferencias, artículos, talleres, cursos, libros, reuniones, audiolibros— que sirvan de pretextos para el encuentro. Luego, en los lugares más insospechados, me asaltan las personas que las han recogido. Un compañero me regala otro. Tengo además el raro privilegio de trabajar con amigos que me nutren cotidianamente y de seguir, en el trabajo, cosechando nuevos amigos.
Soy, pues, un beneficiario de la generosidad de muchos. Hijo de la gratuidad, deudor de encuentros que me dan no solo sentido de pertenencia, sino de vida e identidad. En palabras de Martin Buber soy yo gracias al nosotros que me engendra y me sostiene.
Quizás es por todo ello que pienso en el encuentro (capital social, comunidad, nosotros, tejido social) no solo como terapia, sino como categoría sociológica, herramienta educativa y política. Después de todo, ¿qué es la política sino la posibilidad de tejer más y mejores vínculos —justos, enriquecedores, felicitantes— entre los ciudadanos? ¿Cuál es el sentido de las instituciones sino propiciar relaciones y desarrollo humano? Me desnudo incluso más: en la ruptura del tejido social descubro una causa común a muchas de nuestras dolencias, incluidas la injusticia y la inseguridad. Y en el encuentro, un rasgo necesario del desarrollo espiritual y humano: una verdadera esperanza y una apuesta irremplazable para el futuro. Más aún: entiendo mi vocación personal como la de facilitador de encuentros improbables ya sea por las barreras —urbanísticas, actitudinales, ideológicas, emocionales, económicas, culturales— que los dificultan, ya por la profundidad que, pudiendo alcanzar, no alcanzan. Muchos de mis momentos significativos, mis mejores emociones y mis logros están vinculados a este tipo de conexiones e interacciones.
No estoy hablando ciertamente de una panacea, pero tampoco de una propuesta (o de una vocación) ingenua, elitista, superficial o carente de sustento racional.
Existen múltiples desarrollos teóricos que le son afines. La sociología de Putnam, la psicología de Carl Rogers, la filosofía de Jaspers, de Levinas o de los citados Buber o Quintás serían algunos de ellos. Pero la intención de este escrito no es ahondar en ello, sino referir al encuentro humano —ese que trasciende ideologías y prejuicios para que las almas se muestren en su misterio y se toquen— como un presupuesto de la ética y la política que son, entre otras cosas, necesidades hondamente sentidas del momento mexicano.
Sin encuentros que nos permitan reconocer el carácter único, irrepetible e invaluable del otro, sin interacciones que nos permitan descubrirnos lúdicamente en nuestra historia, nuestras filias y fobias, contradicciones, anhelos y dolencias, el futuro se ve —a mi juicio— tremendamente comprometido.
Esto significaría que en instituciones ancestralmente atascadas en batallas ideológicas o en infiernos burocráticos, más que contratar especialistas para desatar el nuevo nudo de la madeja, habría que compartir la mesa. Significa que un concierto, una novela, una sinfonía, el baile o un buen partido de backgammon puede a veces hacer más por una pareja que un sermón o una terapia. Que los rituales pueden —ya nos lo había dicho el zorro de Saint-Exupéry— hacer más por la amistad que las razones. Que una cascarita hace mejores vecinos que la jefatura de manzana. Que hay que desconfiar de las instituciones en las que nunca se cuenta un chiste, de los amigos que no se abrazan ni leen poesía, de las academias en las que nunca hay tiempo, de las empresas en las que nadie le ha arrancado a nadie una carcajada o de las comunidades en las que nadie conoce la casa, los libros, los discos o las películas del otro. Que, a fin de cuentas, muchas veces no se trata sino de tomar una cerveza.
Todo esto —jugar, compartir la mesa, contemplar, descubrir juntos— significa hacer política. Y no sobra recordarlo en un año en el que las cosas parecen reducirse a la burda pregunta: ¿Por quién vas a votar? Pero significa también cimentar una ética que va más allá del respeto a valores abstractos, imperativos categóricos y códigos de ojos vendados: aquella que comprende el simple principio etimológico de que para sustentar una obligación, un ob-ligatio, es necesario, antes, construir un vínculo, un ligatio. ~
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.