La historia de la filosofía no es otra sino la del planteamiento, replanteamiento y depuración de las preguntas fundamentales que, finalmente, nos constituyen como seres humanos. También es, por supuesto, la de las respuestas significativas (aunque parciales) que les hemos procurado.
En el caso específico de la ética, cuya vocación es iluminar desde el pensamiento el actuar humano, la necesidad de aprender de la realidad para después orientarla —ese círculo hermenéutico— es especialmente evidente en su necesidad.
Y es que, aunque pensable, la carencia absoluta de normas de comportamiento (el nihilismo moral con que amenazan todos los indoctrinamientos) es, en realidad, imposible. El perverso —como el escrupuloso y el desentendido, como la mafia y el crimen organizado— recurren necesariamente a códigos, escritos o no, hechos de órdenes, prohibiciones, reglas, valores, premios, castigos y consecuencias. Disponen, pues, de un determinado sistema moral. Por su parte cualquier comunidad y sociedad es impensable sin sus usos y costumbres o sin un sistema jurídico, por precario que este sea.
De ahí que la filosofía moral no haya hecho sino proponer criterios para validar éticamente las normas de comportamiento. ¿Qué nos permite adjetivar de ética una práctica o una norma social? ¿Cómo perfeccionar nuestros criterios de acción —incluidos los usos y costumbres en los que estamos culturalmente inmersos— hasta hacerlos humanizantes? ¿Qué convierte a una norma en éticamente válida? Son preguntas que han acompañado la historia de esta disciplina filosófica.1
El entusiasmo por atender este llamado, junto con la motivación que despierta naturalmente el ideal ético en un corazón sensible, lleva a no pocos a elevar el listón ético hasta perder de vista el mundo real: el de la política, la sociedad, el trabajo, los negocios, la comunidad, la familia, la intimidad, la religiosidad y la amistad. Lejos de ennoblecer la ética, la terminan exiliando.
No es raro escuchar en la calle vacunas —humanas, necesarias— contra este idealismo moral. Se dice por ejemplo que la política se rige por reglas autónomas, ajenas a las de la ética. Se dice algo análogo de la economía, la ciencia y la tecnología, como se dice del comercio, de la acción empresarial, incluso de los dinamismos sociales y psicológicos. En un mundo enfermo de sobreespecialización, cada disciplina aspira a regirse por criterios propios y autónomos, impermeables a los que derivan de la reflexión filosófica.2 De estos argumentos, comunes, hasta correctos, se seguiría —cito de memoria a Adela Cortina— que la ética no es de este mundo.
Es necesario repatriar la ética a nuestra cotidianidad y a nuestro horizonte vital. De ahí que el criterio de viabilidad constituya un segundo eje, igualmente importante, de la reflexión y la acción ética.
En realidad, validez y viabilidad sostienen un único eje, no exento de tensión, del que pende el universo ético en su totalidad.
Una norma válida, cuando no es viable es un Quijote sin Sancho: nos condena a la doble moral. Quizá por ello los puritanos pierdan tanto en materia de sinceridad, vitalidad y espontaneidad. Por su parte, una norma viable que no es válida nos conduce necesariamente a la insatisfacción. Lo que más impresionó a uno de mis hijos en su visita reciente al Museo Memoria y Tolerancia es que el exterminio y la discriminación ¡hayan sido legales hace tan pocos años! Cualquiera de estos criterios, sin el otro, termina conduciéndonos al cinismo.
Cuando nos toca proponer una norma familiar o escolar, redactar un código de ética empresarial o legislar, la tensión viabilidad-validez se hace presente de manera casi automática, aunque no necesariamente consciente. De ahí que hacer explícita esta tensión tenga posiblemente sentido.
Pienso en esto a unos minutos de haber visto en televisión el primer debate entre candidatos a la presidencia de México. Y pienso que, si una norma ética debe pasar el doble tamiz de la validez y la viabilidad, en el mundo de la política —crecientemente subordinado a las artes contemporáneas de la persuasión, al manejo mediático, a la publicidad y al marketing— la ética debería contar más allá de lo discursivo.
No deja de ser lamentable que en el análisis posterior a un debate la dimensión ética tenga tan poca relevancia. Importa ciertamente la retórica: convencer, parecer, actuar, aparentar, ocultar con estilo, incluso mentir con seguridad, cínicamente. La ética se subordina a dicho empeño.
Pensar que las reglas de la política en nada tienen que ver con la ética es condenar a la sociedad a la ley del más fuerte. Pensar la ética como un mundo aparte del universo político, la hace levitar hasta desencarnarse.
Las mejores páginas de la historia de México y del mundo se han escrito sin duda cuando este difícil encuentro, el de la ética y la política, ha sido posible.
Y ahora que los ciudadanos estamos llamados a hacer tanto por México y su democracia, la ética política es quizá la más importante de nuestras herramientas.
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1 Tres han sido los grandes criterios que la ética ha propuesto para validar las normas morales. Corresponden a los tres grandes paradigmas desde los que se ha construido la filosofía en Occidente. Las éticas de raigambre metafísica, como la aristotélica, validan una norma en función de su adecuación a un principio de orden universal: el bien, el ser, la ley natural. Las éticas modernas, cuyo rostro identificable es el de Kant, encuentran en el ejercicio de la razón práctica, específicamente en su principio de universalidad, un criterio de validez. Estas dos formas las corresponden al paradigma del objeto y al del sujeto respectivamente. El criterio democrático, el de la aceptación de una norma por sus afectados y el del impacto de la misma en la calidad del vínculo intersubjetivo —en materia de justicia, solidaridad, de inclusión— constituye el tercer criterio para validar éticamente una norma o práctica social. Esta última puede asociarse al paradigma filosófico del encuentro.
2 Un ejemplo común en este sentido es el de la llamada falacia naturalista, que de la descripción científica de un proceso natural intenta derivar conclusiones en el orden del deber, desestimando cualquier metodología derivada de la filosofía moral.
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.