Al doctor Hugo Alberto Niño,
agradecido por su intuición
y su confianza.
El diagnóstico que Mario Vargas Llosa vierte sobre nuestro tiempo en La civilización del espectáculo trasciende cualquiera de los que las ciencias sociales —limitadas en las parcelas de sus especialidades, condenadas a la asepsia estadística— construyen cotidianamente.
Es (necesariamente) la obra de un hombre de letras, de un intelectual y un humanista. Desde la entrañable tesitura de los asistemáticos (Lipovetsky, Eco, McLuhan, Paz) nos ofrece una visión lúcida, amplia y contundente, incluso urgente y de profundidad filosófica, sobre nuestro momento histórico.
Nos muestra la manera como los ámbitos político y social, heridos de superficialidad y de impudor, se transforman frente a nuestros ojos, como una fruta a la intemperie, hasta descomponerse.
Como toda crítica fundamental, nos alcanza a nosotros mismos. Sutil pero necesariamente nos alerta: la frivolidad amenaza con deshumanizarnos. El velorio de la cultura1 sería el de una manera de comprender lo humano y el nuestro propio. Inevitablemente nos recuerda a Ortega y Gasset: ser hombre significa correr el riesgo de dejar de serlo.
El ensayo tiene un efecto paradójico. Es cierto, el síndrome parece ser irreversible. Lo que nuestros abuelos entendieron por cultura ha sido invadido por la producción exponencial de imágenes, ha sido incluso desvirtuado en espectáculo y convertido en sirviente del mismo. Como consecuencia ha perdido de manera exponencial la capacidad de nutrir la vida social. Pero, si todo esto es cierto, leer el libro de Vargas Llosa, saborear su prosa, pasar los ojos y los dedos por sus páginas, incluso olerlo, termina siendo un acto subversivo, casi mágico, mismo que agradecemos justo en la medida en que sus tesis nos convencen. El libro mismo es un arca desde la que, a salvo, contemplamos el diluvio universal. Resulta tan alarmante como esperanzador: al igual que un diagnóstico del Doctor House, nos deja el consuelo del diagnóstico mismo, nos hace sentir a salvo, en el arrimo de la inteligencia, resguardados —hasta liberados— por el propio ensayo.
En el debate entre apocalípticos e integrados, descrito por Umberto Eco en los años ochenta, Vargas Llosa se ubica decididamente entre los primeros. Comparte preocupaciones con ensayistas como Giovanni Sartori2 o Federico Reyes Heroles3. Se suma, sin embargo, a los argumentos de estos con un punto de vista original y lúcido, que los enriquece.
Propone, por ejemplo, una reflexión —inesperada, reveladora— sobre la sexualidad, sobre la manera en que nuestra civilización, impúdica, la denigra y la corrompe. Lamenta el triunfo de la lambada sobre el flamenco. Le duele declarar al erotismo en peligro de extinción, ver todo ese universo de rituales, tiempos, encubrimientos y descubrimientos, prohibiciones y transgresiones, reducido a actos fisiológicos desprovistos de misterio y de significado: a gimnasia y pornografía, a una cuestión de desempeño.
Otro de sus segmentos es una reflexión lúcida, derivada de un artículo de Savater, sobre la necesidad de respetar el ámbito de lo privado y de reconocer sus fronteras. Poner en una vitrina lo que debe ser resguardado en un archivo, a la manera de Assange, es tan grave como ocultar aquello que debe ser sometido a la opinión y al debate público: ni el espionaje ni la clandestinidad enriquecen la vida democrática.
Pero la reflexión que me fue más significativa, quizá por inesperada, es la que realiza sobre el ámbito de la espiritualidad.
Vargas Llosa reconoce, de la mano de pensadores liberales como John Stuart Mill, Ludwig Von Mises, Milton Friedman y Karl Popper, que el funcionamiento de la democracia no puede estar confiado exclusivamente al orden jurídico, por perfecto que este sea; tampoco a las instituciones, aun contando con su funcionalidad.
Sociedades como las nuestras —interdependientes, plurales, con vocación de libertad— dependen (incluso en su capacidad de hacer valer los derechos humanos que las justifican) de la vivencia de un sistema de valores amplio, capaz no solo de abrazar el sentido de justicia, sino de acoger diversas nociones sobre la felicidad, la muerte y el sentido de la vida; uno que reconozca en su autonomía y promueva la dimensión espiritual de nuestra existencia.
El Nobel peruano reconoce estar pisando terrenos comprometidos pero comparte su apuesta: “Así como tengo la firme convicción de que el laicismo es insustituible en una sociedad de veras libre, con no menos firmeza creo que, para que la sociedad lo sea, es igualmente necesario que en ella prospere una intensa vida espiritual —lo que para la gran mayoría significa vida religiosa— pues, de lo contrario, ni las leyes ni las instituciones mejor concebidas funcionan a cabalidad y, a menudo, se estragan o corrompen”.4
Consecuente con esta convicción, despliega una reflexión para el terreno de la educación pública: «Abolir enteramente toda forma de enseñanza religiosa en los colegios públicos sería formar a las nuevas generaciones con una cultura deficiente y privarlas de un conocimiento básico para entender su historia, su tradición, disfrutar el arte, la literatura y el pensamiento de Occidente […], equivaldría a entregarlas, atadas de pies y manos a la civilización del espectáculo, a la frivolidad, la superficialidad, la ignorancia, la chismografía y el mal gusto». Al mismo tiempo, se aventura a proponer: «Una enseñanza religiosa no sectaria, objetiva y responsable, en la que se explique el papel hegemónico que ha cumplido el cristianismo en la creación de la cultura de Occidente, con todas sus divisiones y secesiones, sus guerras, sus incidencias históricas, sus logros, sus excesos, sus santos, sus místicos, sus mártires y martirizados, y la manera como todo ello ha influido, para bien y para mal, en la historia, la filosofía, la arquitectura, el arte, la literatura, es indispensable si se quiere que la cultura no degenere al ritmo que lo viene haciendo y el mundo del futuro no esté dividido entre analfabetos funcionales y especialistas ignaros e insensibles».5
A esta propuesta —osada, problemática, postsecular— parece contraponerse por momentos otro Vargas Llosa (quizás uno previo, quizá producto de un reflejo liberal, propio de la era secular6) que asume que cualquier participación de la comunidad de creyentes en la esfera pública es sinónimo de fundamentalismo o integrismo y pide en consecuencia que cualquier iglesia se constriña al ámbito de lo privado.
Un Vargas Llosa apoya la libertad de las sectas como expresión de desarrollo y de libertad religiosa. Otro se pronuncia por la prohibición de la hiyab en los colegios franceses y el retiro de las cruces en los alemanes7. Uno se pronuncia por una educación espiritual necesaria y urgente. El otro propone guardar las convicciones espirituales en el clóset de lo privado.
Su propuesta, como todas las que agregan valor al debate público, abre nuevos problemas8 y preguntas que sugieren diálogos fundamentales. ¿Acaso no todo ejercicio educativo —incluido el propuesto por Vargas Llosa— acontece en el ámbito de lo público? ¿Es posible pensar en fórmulas y espacios en los que la participación de las diversas confesiones en la plaza púbica no sea necesariamente una regresión al fundamentalismo o al integrismo? ¿Acaso no es el terreno —público— de la educación, el diálogo racional y la cultura aquel en el que las diversas opciones religiosas pueden enriquecerse mutuamente y curarse de sus enfermedades endémicas e infecciones? ¿Qué tan viable es que sanen estas últimas cuando, constreñidas al ámbito de lo privado, no se ventilan? Más aún, ¿no está en la misma esencia de la experiencia religiosa la vocación a la celebración comunitaria, y en la de cualquier ética el llamado a la publicidad? ¿Acaso la secularización occidental no está lo suficientemente madura y asimilada (segura de sí misma) como para permitirse ensayos de diálogo plural en universidades, escuelas, centros de investigación y diversos foros culturales? ¿No está acaso el propio ensayo de Vargas Llosa (al menos uno de sus pies) ya instalado en una era postsecular en la que, más que enarbolar el laicismo, podemos proponer la laicidad?
Si la metamorfosis involutiva de la cultura es también hija, aunque no deseada, de la secularización, quizás estemos llamados a asumir plenamente el inicio de una nueva era, postsecular, en la que la prohibición (de los símbolos religiosos, por ejemplo) ya no tenga sentido y en la que la esperanza esté cifrada en la generación de marcos creativos —sobre todo confiables— para el diálogo así como en el florecimiento de una espiritualidad profunda, impensable sin el encuentro entre las diversas tradiciones religiosas, agnósticas y ateas. ~
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1 El ensayo parte de la defensa de la noción clásica de cultura, esa que —hija del educación, del esfuerzo, de la lectura— supone la cercanía con los clásicos y que, por influencia de la antropología social y de lo políticamente correcto, ha sido equiparada con cualquier sistema simbólico, incluidos aquellos que derivan del culto a la imagen.
2 Giovanni Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida, Taurus, Madrid, 1998.
3 Federico Reyes Heroles, Alterados. Preguntas para el siglo XXI, Taurus, México, 2009.
4 Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, Alfaguara, México, 2012, p. 178.
5 Ibíd., pp. 184-185.
6 Charles Taylor, A Secular Age, Harvard University Press, Boston, 2007.
7 Es sabido que la prohibición del velo y la hiyab islámica en no pocas ocasiones ha dejado a las mujeres musulmanas fuera ¡de la escuela misma! En otras ocasiones el sentido religioso prohibido en sus símbolos externos se canaliza a idolatrías de orden consumista; una alumna no podrá llevar un velo al colegio, ni un alumno una cruz: portarán en su lugar devotamente el cocodrilo de Lacoste, las letras GAP, el rostro del Ché Guevara o una esvástica nazi.
8 Quizás el fundamental de estos problemas, sentido especialmente en los países europeos, lo representa el que la mayor parte de los países islámicos no haya transitado la era secular de la misma manera en que lo ha hecho el Occidente cristiano, que hoy puede ser adjetivado con justicia de posmoderno y postsecular. Uno más: el que en países específicos, como México, coexistan surrealistamente el tiempo premoderno, el moderno y el posmoderno. Todo ello, a mi juicio, habla del reto de investigar y desarrollar caminos —ámbitos— en los que el encuentro humano y el diálogo se hagan posibles.
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.