En los hechos, el grado de autonomía técnica y operativa de los órganos reguladores es variable. Este artículo revisa los casos de cuatro agencias de enorme importancia económica para mostrar hasta qué punto se conducen con la independencia que les corresponde.
Introducción
Los cambios importantes que se registraron en las últimas dos décadas en el sentido de acotar y establecer claros límites para que los Estados y gobiernos dejaran de intervenir en el terreno económico y dejaran también de servir como agentes centrales del desarrollo fue un resultado natural de los cambios que se dieron, a su vez, en los modelos económicos, que repercutieron de manera muy directa en estrategias de redimensionamiento del Estado.2 México no fue de ninguna manera ajeno a estas estrategias; los sucesivos gobiernos pusieron en marcha políticas de privatización y desregulación, que se entendieron, en un primer momento, como una solución para liberalizar la economía y aligerar el aparato gubernamental. Conforme estas políticas fueron madurando, se puede decir que transformaron de forma sustancial el papel, las funciones y el ámbito de intervención del Estado. Este abandonó su participación en muchos sectores para llevar a cabo funciones de equilibrio macroeconómico y de regulación de mercados, con el objetivo de asegurar la competencia, la inversión y la protección de los consumidores y ciudadanos.
Para asumir las nuevas funciones de regulación y vigilancia se crearon o reformaron diversas agencias o comisiones especializadas, a las que de origen se dotó con autonomía técnica y operativa, bajo la figura jurídica de “órgano desconcentrado o descentralizado”. Estas unidades se pensaron para atender y regular sectores específicos que se vincularan con actividades económicas o también para proteger a los consumidores de las asimetrías de información o los riesgos del mercado. El objetivo de esta colaboración es presentar una reflexión de cómo aparecieron en México algunas de las más importantes agencias o comisiones, y plantear una breve valoración de su desempeño.
La función reguladora del Estado mexicano
Desde el texto constitucional de 1857 aparece la preocupación por eliminar, por medio de mecanismos de regulación, lo que quedaba de la inercia de los monopolios coloniales. El Constituyente de 1917 recupera la reglamentación anterior y agrega las actividades que en forma exclusiva quedaban a cargo del Estado, así como las excepciones al precepto original; se regulan así los artículos llamados de “primera necesidad”, particularmente los alimentos, sobre todo en lo relativo a sus precios. Las adecuaciones en esta materia, mediante la aprobación de leyes reglamentarias, se dan a lo largo de las siguientes décadas: en 1926 aparece la primera Ley Reglamentaria del artículo 28 constitucional (DOF); en 1931, la segunda (DOF), y en 1934, la tercera (DOF), todas encaminadas a afinar mecanismos en los que el Estado aparecía como árbitro para evitar prácticas monopólicas entre empresas, pero sobre todo como autoridad para fijar precios. Javier B. Aguilar sostiene que el escaso empleo que se le dio a esta ley reglamentaria no tiene una explicación jurídica. La única causa posible podría ser la situación económica por la que atravesaba México en esa época. “En efecto, México sucumbió ante el proteccionismo y los controles de precio; es más, la expedición de su reglamento invalidó los alcances de la ley de 1934” (Aguilar, J.B., 2000: 15). Por lo que respecta a la regulación de precios, esta se hacía de manera directa a través de la secretaría del ramo —Secretaría de Economía (SE), antigua Secretaría de Comercio y Fomento Industrial (Secofi)— y posteriormente la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco), aunque los reclamos tanto de las empresas y, sobre todo, de los consumidores eran que esta intervención no resultaba todo lo efectiva que debiera ser, porque el Estado no lograba enfrentar con suficiente fuerza los intereses de empresas o sectores económicos.
México adopta el modelo de sustitución de importaciones, lo que en opinión de los expertos (Ortiz, 1998; Izquierdo, 1995) justificaba una interpretación restrictiva de lo que debía ser la competencia en una economía cerrada. La crisis económica que enfrentó México a partir de 1976 y que alcanzó su nivel más crítico en 1982 hizo visibles los límites del modelo adoptado, sobre todo al haber hecho del Estado el eje central del desarrollo, lo que obligó a un fuerte y creciente endeudamiento y a la búsqueda de financiamiento externo para sostener la inversión y un abultado gasto público. Por otro lado, la política económica que protegió de la competencia a empresas nacionales otorgándoles, por ejemplo, subsidios indiscriminados y precios preferenciales, no generó los incentivos necesarios para que estas tuvieran, salvo excepciones, el aliciente para participar en los mercados internacionales. Esto comprometió también la importación de bienes de capital intermedios, pues aunque había empresas que podían contar con el financiamiento necesario, existía una preocupante escasez de divisas de los mercados financieros (Pérez y Guerrero, 2002: 80). El modelo de sustitución de importaciones favoreció la oferta, protegiendo la industria y el comercio nacionales, para fomentar la producción interna e impedir que el naciente proceso de industrialización resultara comprometido por la competencia extranjera. Al limitarse las importaciones se redujo el abanico de productos a los que el consumidor podía haber acudido frente a un escenario de alza de precios. Gradualmente esta situación fue cambiando y, en la medida en que el Estado puso fin a las políticas económicas con base en el control de precios y en las limitaciones a la inversión, así como en las decisiones privatizadoras de las empresas paraestatales que empezó a adoptar, fue requiriendo de nuevos instrumentos de regulación económica que fomentaran el crecimiento y la eficiencia. De ahí que empezara a adoptar una política para proteger la competencia y no solo una política antimonopolios.
El giro trascendente en materia de regulación ocurre con el cambio de modelo económico debido, entre otras razones, a la mencionada necesidad de adoptar una política explícita de competencia económica como resultado de la creciente interdependencia comercial e industrial. Esta interdependencia se ve claramente materializada en la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan), cuyo capítulo xv está dedicado a la regulación de la “política en materia de competencia, monopolios y empresas del Estado”.3 Con el tlcan el Estado mexicano se comprometió, junto con Estados Unidos y Canadá, a promover condiciones de competencia en la zona de libre comercio que garantizaran la libre circulación de bienes y servicios entre sus territorios. A raíz de esos compromisos, el Congreso de la Unión aprobó la Ley Federal de Competencia Económica (DOF, 1992), que entró en vigor en junio del año siguiente, quedando abrogadas leyes anteriores relativas a esta materia.4 Como resultado de este cambio, aparecen agencias encargadas de la tarea reguladora, o sufren adecuaciones; se buscó que sus decisiones resultaran acordes tanto a criterios internacionales como a la legislación mexicana, además de “mandatarlas” para que operaran con transparencia y rapidez (Prado y Elizondo, 1998, citado por Aguilar, J.B., 2000: 57).
El cambio en el papel del Estado
Hacia finales de la década de 1970, el mencionado modelo de desarrollo por sustitución de importaciones que se desarrolla en México presenta claros rasgos de agotamiento. A este desgaste se suma la grave crisis fiscal que impacta al Estado mexicano en la década de los ochenta, resultando en fuertes presiones que pusieron en entredicho la legitimidad y supervivencia del, hasta entonces, estable régimen posrevolucionario que se había impulsado desde los años cuarenta. Ante esta crisis, el Gobierno decidió adoptar dos medidas relacionadas entre sí: un nuevo modelo económico orientado hacia el mercado y un importante esfuerzo encaminado a redimensionar el Estado. Ambas medidas implicaron que el Estado acotara su papel en la economía y, como agente de desarrollo, asumiera nuevas funciones para asegurar una efectiva competencia en los mercados.
El desgaste del modelo de desarrollo por sustitución de importaciones se reflejó particularmente en una muy visible crisis del sector agrícola (Cárdenas, 1996). En un primer momento, la respuesta que el Gobierno adoptó para tratar de enfrentar los problemas derivados de esa crisis fue la expansión del gasto público y una mayor intervención en materia económica. Pero en 1982 las cifras alarmantes de déficit fiscal y endeudamiento externo, que redundaron en una crisis económica sin precedentes, obligaron al Estado a llevar a cabo un cambio en el modelo de desarrollo (Rose, Chaison y De la Garza, 2000).
De esta manera, México adoptó a partir de 1982 el llamado “modelo neoliberal”, que implicaba favorecer los mecanismos de mercado en actividades económicas y reducir la participación, el papel regulador y el tamaño del Estado. Se consideraba que su excesiva presencia en la economía limitaba la competitividad de los mercados. La apertura económica, que inició con el ingreso del país al Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT) en 1986, quedó consolidada con la negociación y firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que entró en vigor en 1994.
Durante los gobiernos de Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Ernesto Zedillo se inició un proceso de reformas económicas, que redundaron en una importante reducción del papel del Estado en la economía, a partir de la puesta en marcha de políticas de liberalización comercial, desregulación, privatización y reducción en el gasto público, entre otras. Con el nuevo modelo, el Estado ya no sería el agente de desarrollo, sino que se encargaría más bien de lograr el equilibrio macroeconómico y la libre competencia.
Con respecto a las reformas regulatorias, desde 1988 la Secofi fue la encargada de llevar a cabo el Programa de Desregulación Económica, que tenía como objetivo eliminar y renovar una enorme cantidad de regulación obsoleta e innecesaria que afectaba negativamente la productividad y la competitividad de algunas actividades económicas (Aguilar, L.F., 2000a: 141). Pero, de manera paralela, algunos sectores reservados exclusivamente al Estado o regulados estrictamente por él fueron privatizados. Las reformas regulatorias más importantes en México se dieron en las áreas de transporte (1989-1990), electricidad (1992-1993), transportación marítima (1991-1993), tenencia de la tierra (1992), gas natural (1995) y telecomunicaciones (1995), entre otras. Todos estos procesos transformaron de forma sustantiva el papel, las funciones y el ámbito de intervención del Estado.
De esta forma, en las últimas dos décadas, el Gobierno transformó y redefinió sus funciones y su ámbito de intervención en la economía, y enfatizó que sus acciones debían estar encaminadas de manera mucho más decidida hacia los ciudadanos. Con una economía en su mayor parte liberalizada, el Gobierno empezó de manera gradual a asumir funciones de regulador y vigilante, para lo cual se crearon o reformaron diversas agencias especializadas, que desde sus diseños originales contaron con autonomía técnica y operativa. En México, al igual que en otros países, estas agencias han emergido como actores centrales para regular algunos sectores o para proteger al consumidor. En el siguiente apartado se analizarán algunas de estas agencias.
Las agencias reguladoras
La Comisión Federal de Competencia (Cofeco), creada en 1993, es un órgano desconcentrado de la Secretaría de Economía, con autonomía técnica y operativa, que tiene a su cargo prevenir, investigar y combatir los monopolios, las prácticas monopólicas y las concentraciones (generalmente, adquisiciones y fusiones de empresas) (Cofeco, 1993: art. 23). La tarea esencial de esta comisión es proteger el proceso de competencia y libre concurrencia mediante la prevención y eliminación de prácticas monopólicas y demás restricciones al funcionamiento de los mercados, para contribuir al bienestar de la sociedad. La Cofeco es la máxima autoridad en materia de regulación económica en el país y basa su desempeño en lo que establece la Ley Federal de Competencia Económica, en la que expresamente se señala que mediante ese ordenamiento se “protege el proceso de competencia y libre concurrencia al funcionamiento eficiente de los mercados de bienes y servicios (Cofeco, 1993: art. 2). Por ello, prohíbe y sanciona comportamientos que afecten a la competencia que busca la eficiencia económica como resultado de una mejor asignación de los recursos o mayor diferenciación en los productos, el desarrollo de ventajas competitivas en beneficios de la producción y de los consumidores” (Pérez y Guerrero, 2002: 83). Su vinculación con la Secretaría de Economía es de carácter estructural, en la medida en que “para efectos contables la relación entre ambas es fundamental, puesto que el presupuesto de la Comisión pasará por la Secretaría, aunque contará con autonomía para hacer investigaciones, para tomar resoluciones y para imponer sanciones” (Levy, 1994: 74-75). El grado de autonomía/subordinación con respecto al órgano central también varía dependiendo del liderazgo de quien preside la Comisión.
A más de una década de su creación, la Cofeco ha logrado avances significativos en promover la eficiencia económica y la competencia a favor de los consumidores. A pesar de lo anterior, la efectividad de la política de competencia se ha visto afectada por algunos vacíos legales que se vinculan con el hecho de que, por un lado, “la ley enfatiza sobre todo mecanismos para prevenir prácticas monopólicas y de concentraciones económicas; y, por el otro, no prevé que se puedan dar acciones de abuso de poder o de posición dominante de agentes económicos sobre el mercado, sino que hace una valoración de cualquier práctica o concentración con base en la determinación de un ‘poder sustancial del mercado’” (Cofeco, 1993), lo que ha resultado en que la Cofeco no haya podido remediar directamente problemas de falta de competencia en el mercado e incorporar suficientes consideraciones de competencia en la elaboración de reglamentos, normas y políticas públicas. Otro problema que obstaculiza el desempeño de la Comisión, como ha insistido el propio Poder Judicial de la Federación, es que la ley contiene importantes deficiencias que nulifican aspectos centrales de la política de competencia económica (Cofeco, 2006: 15). Baste señalar en este sentido que, en su primera década, la institución prácticamente ha recibido un amparo por cada ocho asuntos tramitados (Cofeco, 2010). Sobre el tema de las sanciones existen datos que refieren a que, en ese mismo periodo, solo se ha cobrado 14% de las multas impuestas, en tanto que 21% de ellas fue revocado y 58% continuaba en litigio. A pesar de que la Ley ha sido reformada (DOF, 2006), lo mismo que su reglamento (DOF, 2007), con el propósito de dotar de mejores instrumentos a la Comisión, los vacíos legales aún imponen presiones importantes a su labor. Finalmente, otro problema que puede explicar su limitado desempeño es que, de acuerdo con sus responsables, es necesario designarle mayores recursos pues, aunque el número de asuntos ha crecido, el presupuesto asignado se redujo 9% en términos reales entre 2000 y 2004 (Pérez, 2005: 6-9).
La Comisión Federal de Telecomunicaciones (Cofetel) es un órgano administrativo desconcentrado de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT), con autonomía técnica, operativa, de gasto y de gestión, encargado de regular, promover y supervisar el desarrollo eficiente y la cobertura social amplia de las telecomunicaciones y la radiodifusión en México (DOF, 1996). Pero, en opinión de los expertos,
el diseño institucional de la Cofetel, su carácter eminentemente consultivo y su poco poder en la toma de decisiones presentan un límite a su eficiencia. La Cofetel no goza de una independencia plena, ni de mecanismos de transparencia e inclusión en el diseño de política, lo que se ha traducido en el hecho de que el sector de las telecomunicaciones se haya desarrollado en medio de una gran cantidad de contiendas judiciales que han paralizado el ejercicio regulatorio (Mariscal y Ramírez, 2008: 5).
El papel de la Cofetel resulta crucial dado que interviene en uno de los sectores económicos más dinámicos. Entre 1990 y 2007 el sector creció casi cinco veces más rápido que la economía en su conjunto; en 2007 contribuyó con 6% del PIB, mientras que en 1990 lo había hecho con 1.1%. Por otra parte, México se ha colocado a nivel internacional en una posición competitiva en algunos segmentos del mercado; en 2006, por ejemplo, contaba con una penetración de internet de 19% y de banda ancha de casi 4%, lo que lo situaba por encima del promedio de América Latina.
En este caso, el problema de fondo tiene que ver justamente con el origen de la Cofetel, pues cuando se promulgó la Ley Federal de Telecomunicaciones, todas las atribuciones de regulación recayeron en la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT); más tarde, mediante un decreto, se creó la Comisión, transfiriéndosele algunas funciones, que en la práctica se traducen en opiniones y recomendaciones sobre otorgamiento de concesiones, generación de normas y planes técnicos, limitación del espectro radioeléctrico e imposición de sanciones, que pueden ser recusadas judicialmente. “Esta situación ha generado un esquema de doble ventanilla entre la agencia y la SCT, que ha provocado ambigüedad jurídica en la aplicación de la regulación” (Mariscal y Ramírez, 2008: 17). En un intento por resolver estas ambigüedades se reformó la Ley Federal de Telecomunicaciones en abril de 2006, para incluir cambios que fortalecieran algunos de los aspectos del diseño de la Comisión, lo que ha contribuido a avanzar en materia de desregulación y a la emisión de un número mayor de resoluciones sobre asuntos pendientes. Sin embargo, la doble ventanilla se mantiene, puesto que la Cofetel sigue siendo una unidad administrativa subordinada a la sct. Esto podría mejorar sustantivamente si se suprimieran las funciones reguladoras de la Subsecretaría de Telecomunicaciones, con lo que la Comisión podría quedar habilitada no solo para emitir opiniones, sino también para dictar resoluciones con carácter obligatorio (Mariscal y Ramírez, 2008: 5).
De ahí que haya limitaciones no solo formales sino también de percepción, en el sentido de suponer que el ente regulador puede ser “capturado” por el ente regulador o que el modelo regulatorio adoptado efectivamente logre alcanzar cabalmente sus objetivos. Por otra parte, persisten barreras regulatorias de entrada al sector que no han permitido a este desarrollar su potencial; se presenta, por ejemplo, el problema estructural de un muy escaso acceso a las tecnologías de la información y la comunicación (tic) por parte de los segmentos de población con menores recursos. La falta de autonomía y la limitación de las atribuciones de la Comisión han dado como resultado un proceso regulatorio lento e ineficaz, puesto que no dispone de procedimientos flexibles ni cuenta con la autoridad suficiente para tomar acciones decisivas. De ahí que la Cofetel haya jugado un papel eminentemente consultivo, aunado al hecho de que la sct ha intervenido directamente en la regulación cotidiana, creando la mencionada doble “ventanilla” (Tovar, 2000: 30). Esto ha generado tensión y hasta conflictos entre las dos dependencias, que han redundado en detrimento de la función reguladora. A esto habría que añadir los largos procesos legales entablados contra las decisiones del regulador y las quejas continuas de las empresas, notablemente las de Teléfonos de México, en relación con su actuación, que ponen de manifiesto la más evidente limitación para el desarrollo del sector: la debilidad de la institución regulatoria (cnn Expansión.com, 2008). Por ello, la ocde ha señalado que sería deseable que la Cofetel gozara de mayor independencia para actuar de manera más decidida frente a las presiones políticas y de las empresas reguladas, así como para mejorar sus procesos de transparencia y de responsabilidad sobre sus decisiones, de tal forma que estas tuvieran mayor peso e impacto (ocde, 2008: 88, 105).
La Comisión Reguladora de Energía (CRE) se creó en 1993 como un órgano consultivo en materia de electricidad. En 1995, la Ley de la Comisión Reguladora de Energía (LCRE) modificó su régimen jurídico, otorgándole la figura de órgano desconcentrado de la Secretaría de Energía, con autonomía técnica y operativa, encargado de la regulación del gas natural y la energía eléctrica en México. Los principales instrumentos de regulación que la ley brindó a la cre son otorgar permisos, autorizar precios y tarifas, aprobar términos y condiciones para la prestación de los servicios, expedir disposiciones administrativas de carácter general (directivas), dirimir controversias, requerir información y aplicar sanciones, entre otros (CRE, 2010).
Desde su creación en 1995, la cre ha jugado un papel fundamental en promover, desarrollar y regular el mercado energético del país. Asimismo, debe reconocerse la especialización y autonomía técnica y operativa que ha logrado frente a los regulados, puesto que, a diferencia de otros sectores, como el de las telecomunicaciones, en el energético no se registra evidencia de que los regulados hayan capturado las decisiones de la cre (Moreno, 1998: 4). De cara al futuro, el crecimiento en la demanda y el cambio tecnológico pueden hacer del monopolio natural un fenómeno temporal que requerirá de cambios importantes en el diseño del marco regulatorio (Tovar, 2000: 83, 94). Sin embargo, la ocde también ha recomendado fortalecer la independencia de la cre, cambiando su figura jurídica de “órgano desconcentrado” a “autoridad regulatoria independiente”, para que tenga mayores facultades administrativas, orgánicas y financieras, que permitan enfrentar los retos energéticos actuales y futuros (Pérez-Jácome, 2004b: 5). Finalmente, y como la misma cre ha reconocido, es necesario contar con mayores recursos humanos y materiales para hacer frente a las demandas crecientes del sector, ya que en el periodo 2000-2007 el presupuesto de la cre descendió 40%, pasando de 203 millones de pesos a solo 126 millones (Dussauge, 2008: 6).
La Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) es una de las instituciones reguladoras más antiguas en México. Es importante señalar que, en sus orígenes, las funciones bancarias y de valores se desarrollaron separadamente. A partir de la década de los noventa, sin embargo, la liberalización del sistema financiero, que permitió la competencia tanto interna como externa, impuso la necesidad de contar con mejores organismos y procedimientos de supervisión, para medir en forma consolidada el estado en que se encuentran las instituciones en lo individual o como parte de grupos financieros. Por esta razón, en 1995, la Ley de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (LCNV) consolidó, en un solo órgano, las funciones que correspondían a la Comisión Nacional Bancaria y a la Comisión Nacional de Valores. La ley otorgó a la CNBV la figura de órgano desconcentrado de la SHCP, con autonomía técnica y facultades ejecutivas (CNBV, 1995: art. 1).
La CNBV comprende en su esfera de atribuciones a todas las instituciones del sistema financiero con excepción del sector asegurador y afianzador, que se mantiene bajo la vigilancia de la Comisión Nacional de Seguros y Fianzas (CNSF), y las instituciones responsables de la protección de las pensiones y retiros, reguladas por la Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro (Consar). “La importancia de la tareas de la cnbv se puso de manifiesto frente a la crisis financiera de los años 94-95, en los que se garantizaba en la ley (Art. 3) que la misión de la Comisión era garantizar que las instituciones financieras tuvieran la solvencia necesaria y que esto protegiera al público inversionista y ahorrador”. Desde ese momento se creyó firmemente en la necesidad de contar con un marco de reglas robusto que estableciera pautas mínimas de acción “prudencial” para la actuación de las instituciones del sector.
De esta manera, las tareas de la Comisión se bifurcan en dos ramas: la que establece las reglas y la que se encarga de su cumplimiento a partir del desempeño de funcionarios de la Comisión llamados supervisores. El resultado de estas acciones se materializa en el hecho de que se revisa el cumplimiento de lo establecido en la reglas, favoreciendo que, frente a cualquier tipo de incumplimiento, pueda quedar subsanado. Si esto no pudiera lograse, la Comisión envía a las instituciones oficios de observaciones, de donde se pueden también derivar sanciones.
Sin embargo, sigue habiendo un déficit en el papel de la Comisión como agencia que coadyuve a fortalecer y hacer más competitivo el sistema financiero nacional, entre otras cosas debido a las acotaciones que le impone su propio estatus jurídico, puesto que, como órgano desconcentrado de la shcp, no puede intervenir más allá de los límites de la política o políticas que establece dicha secretaría.
La labor de la Comisión ha permitido avanzar de manera gradual en los aspectos que inciden en la dinámica de crecimiento del sistema en su conjunto, lo que a partir de 1994 se tradujo en un esfuerzo importante de homologación de reglas; destaca el establecimiento de principios para la contabilidad de las instituciones y la creación de consejos para proponer medidas para la administración integral de riesgos y de auditoría que operan como una suerte de mecanismo de control en el que se revisan asuntos importantes, como el hecho de autorizar créditos a personas relacionadas, esto es, tratar de evitar la concentración de créditos o diversificar el riesgo al evitar el otorgamiento de créditos a una sola persona. Estos comités favorecen decisiones sustentadas en un equilibrio de pesos y contrapesos entre las decisiones de los ejecutivos del más alto nivel (directores generales), el consejo de administración y los otros accionistas. El universo de instituciones objeto de la regulación de la Comisión se integra por bancos, bancos de desarrollo, casas de bolsa, sociedades de inversión, cajas de ahorro y crédito popular, factorajes, almacenes generales de depósito, casas de cambio, agencias calificadoras y proveedoras de precios. Como se mencionó, el sector asegurador y afianzador se mantiene bajo la vigilancia de la cnsf y las instituciones vinculadas con fondos de pensiones y retiro bajo la Consar, lo que en opinión de una alta funcionaria de la Comisión genera problemas de coordinación que podrían resolverse si las tres comisiones quedaran integradas en una sola.
Conclusiones
En las últimas dos décadas, el Estado mexicano transformó sustancialmente su papel en la vida económica y como agente de desarrollo. De un Estado que intervenía en prácticamente la mayoría de las ramas económicas, se transitó a uno más acotado y comprometido, entonces, con la tarea de regular la libre competencia y favorecer con ello funciones de equilibrio macroeconómico. Estas nuevas funciones que el Estado adoptó fueron consecuencia directa del redimensionamiento que se llevó a cabo en el aparato gubernamental y del nuevo modelo económico que se implantó desde la década de los ochenta, orientado hacia la liberalización comercial.
Para asumir las nuevas funciones de regulación y vigilancia en un entorno de libre competencia, se crearon o reformaron diversas agencias o comisiones especializadas que han buscado atender y regular sectores específicos que se vinculan con actividades económicas, o proteger a los ciudadanos de las asimetrías de información o riesgos del mercado.
Del análisis hecho se desprende que las agencias estudiadas asumen funciones que, por un lado, parecen rebasar la naturaleza de las propiamente reguladoras, como un fin per se, para englobar algunas otras como las preventivas, lo que de manera por demás paradójica resta vigor a la regulación propiamente dicha. Otra conclusión que también arrojó el estudio es que, aunque las funciones o atribuciones de las agencias están normadas por las leyes que dieron lugar a la creación de estas, en muchos casos no están claramente delimitadas con respecto a las que ejerce la dependencia sectorizada. Esto ocasiona que haya “dobles ventanillas”, traslapes o incluso que las agencias se vuelvan órganos meramente consultivos y no decisorios.
De ahí que nuestro análisis permite afirmar que en muchos casos, siendo quizás el de la Cofetel el más representativo, la relativa autonomía se desdibuja, puesto que las dependencias centrales (Secretaría de Economía y SHCP) ejercen un importante control sobre dichas comisiones, sea porque les dictan líneas generales de acción e intervienen de manera muy directa en su operación, o porque toman las decisiones relativas a los recursos presupuestales con los que cuentan. También ensombrece la nitidez de la operación de estas comisiones el hecho de que las empresas reguladas pueden llegar a ejercer presiones que acaben limitando las decisiones de aquellas. Esto ha dado lugar a severos cuestionamientos por parte de organismos internacionales, como la OCDE, que insisten en que debería otorgarse una autonomía real a estas agencias, puesto que la figura jurídica de la que gozan no es garantía de su independencia.
En suma, esta colaboración arranca con un título entre interrogantes debido a que puede concluirse que, en los últimos años, si bien ha aparecido en el andamiaje institucional del Estado un amplio abanico de agencias reguladoras, los diseños institucionales y la operación de estas, al menos normativamente, no necesariamente aseguran su independencia y, por ende, que cumplan cabalmente con sus objetivos, a pesar de contar con personal especializado. De ahí que pueda afirmarse que su desempeño muestra aún debilidades que impiden que el Estado asuma con plenitud su tarea reguladora, aunque al menos se le ha puesto en la vía de volverlo más eficiente, pues debe operar conforme a presupuestos normativos y tiene que reportar, aunque sea de manera formal, sus acciones; este tránsito se está logrando de manera lenta y gradual. Sin embargo, resulta evidente que, puesto que la regulación se ancla en muy buena medida en la normatividad, debe hacerse un importante esfuerzo en materia de desregulación para lograr “acompasar” la operación de la administración pública y sus agencias de manera más consistente y, por ende, eficiente.
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1 La versión original y más amplia de este trabajo se publicó en la colección Los Grandes Problemas de México, volumen XIV, dedicado a las Instituciones y Procesos Políticos, coordinado por Soledad Loaeza y Jean François Prud’homme, México, El Colegio de México, 2011.
2 Existe una opinión más o menos generalizada de que entre los años setenta y ochenta los gobiernos en el mundo transitaron de un positive State a un regulatory State, (Majone, 1997; citado por Dussauge, 2008: 53-69).
3 En el texto del TLCAN aparecen normas relativas a los monopolios exceptuados de la reglas de competencia, pero hasta cierto límite. Cuando los monopolios designados por una de las partes pueden afectar los intereses de las personas de las otras, la designación debe ser notificada a las otras partes. (Aguilar, J.B., 2000: 36-37).
4 La Ley sobre Atribuciones del Ejecutivo Federal en Materia Económica (LAEFME) de 1950, la Ley de la Industria de la Transformación (LIT) de 1941 y la Ley de Asociaciones de Productores para la Distribución y Venta de Productos (LAPDVP) de 1937.
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MARÍA DEL CARMEN PARDO es profesora-investigadora del Centro de Estudios Internacionales (CEI) de El Colegio de México y miembro del Consejo Rector de Transparencia Mexicana.