Uno de los momentos más importantes del conservadurismo estadounidense fue la candidatura presidencial de Barry Goldwater, senador de Arizona, en 1964. El espíritu esencial de su campaña se encuentra en una de las frases políticas más célebres del último siglo, cuando Goldwater prometió ofrecer “una opción, en lugar de un eco”. (En inglés: A choice, not an echo.)
La idea implícita en la frase y la campaña de Goldwater fue de que el partido republicano no era realmente conservador, sino una falsa y flácida imitación de los demócratas. Goldwater buscaba algo diferente: una administración cuyo objetivo principal no era cambiar el rumbo del gobierno, sino limitar su alcance. Es decir, una administración verdaderamente conservadora.
Goldwater sufrió una de las derrotas más aplastadoras en la historia del país ante Lyndon Johnson, pero cambió fundamentalmente la oferta republicana: desde ese momento la tendencia ha sido desplazarse cada vez más hacia la derecha más dura, para dejar muy en claro cuáles fueron las diferencias entre los partidos. Y aunque perdió contundentemente, Goldwater sembró las semillas para triunfos futuros: después de 1964, los republicanos ganaron cinco de las próximas seis contiendas, y la llegada a la Casa Blanca de Ronald Reagan (devoto declarado de Goldwater) en 1980 representa el apogeo del conservadurismo estadounidense.
Pero mientras el país cambiaba, el partido seguía clavado en su pasado, y ahora se encuentra en una situación opuesta: son ellos que han ganado el voto popular solamente una vez en las últimas seis elecciones presidenciales. El problema que vimos en los resultados de la semana pasada es que los republicanos —después de casi 50 años de movimiento constante hacia la derecha— ahora ofrecen una opción clara, eso sí, pero una que los ciudadanos simplemente no quieren. Y sin cambios de fondo en la agenda y la composición del partido, seguirá perdiendo a nivel nacional.
Hay dos asuntos fundamentales frenando el futuro del partido. Uno es la demografía. La base electoral de los republicanos son los de raza blanca, especialmente los de mediana y tercera edad. Los asiáticos, hispanos, afroamericanos, y los blancos jóvenes votan contundentemente por los demócratas. Lamentablemente para los republicanos, sus leales serán cada vez menos. La proporción de raza blanca entre toda la población estadounidense será cada vez menos; en mayo de este año, el Buró del Censo anunció que por primera vez, una mayoría de los nacimientos eran de minorías raciales, y es nada más una cuestión de tiempo para que los mismos grupos se conviertan en una mayoría colectiva de los votantes también.
El otro asunto es la ideología. En su afán de emular a Goldwater, los republicanos han perdido todo sentido de pragmatismo. Prefieren un conservadurismo marcado encima de las opiniones de los expertos, y encima de las opiniones del electorado. (Por eso la obsesión con mantener los impuestos bajos para los más adinerados.) Durante los últimos cuatro años, han buscado frenar la agenda de Obama más que echar a andar la economía. (Por eso han detenido el nombramiento de puestos claves en el Fed.) Sus principios conservadores han llevado a los republicanos a respaldar una serie de posiciones impopulares.
Cuales lecciones toman los republicanos de su derrota es el asunto más importante para el futuro inmediato, tanto para el mismo partido como para el país. Si reconocen los límites de su composición actual, y buscan modernizar el partido y acoplarse con el futuro del país, pueden volver a ganar a nivel nacional regularmente. Más aún, pueden tener un aportación más positiva en las políticas públicas del país.
Pero si llegan a la conclusión de que el error fatal fue postular a un candidato moderado (Romney), y que su oferta es la que más gusta al país, seguirán luchando contra una desventaja. Las modificaciones superficiales –es decir, nominando candidatos latinos como Marco Rubio pero manteniendo la misma agenda– no serán suficientes para ponerlos en un terreno igualado.
Muchos de los que se inclinan hacia la izquierda celebran el extremismo de sus adversarios, porque así es más fácil ganar elecciones. Es una reacción equivocada, por varias razones. Primero, los demócratas tienen una ventaja estructural, pero los republicanos no están tan rezagados –Romney, por ejemplo, sacó 48 por ciento de los votos la semana pasada– y no es tan difícil que gane una elección pese a sus barreras. Cuando inevitablemente llegue ese momento, es mejor para todos si los republicanos ya no son los mismos intransigentes que son hoy en día.
Y segundo, un solo partido político nunca tiene todas las respuestas. Entre más tienen que defender sus ideas o someter sus propuestas a críticas rigurosas, más fuertes y acertados saldrán los productos finales. Últimamente, eso no ha sucedido, porque en varios asuntos, los republicanos ocupan el terreno de fantasía, y es difícil negociar sobre los puntos finos de la política económica si un lado no cree en las reglas básicas del juego.
Finalmente, el partido republicano actual no es construido para el país que pretende liderar. Eso tiene que cambiar, porque finalmente los partidos políticos quieren ganar. Es una cuestión de cuándo, y entre más pronto, mejor.