II
¿Qué buscaba el asesino al matar a tantos jóvenes comprometidos con la política de su país, crema y nata de las juventudes social-demócratas noruegas? Al igual que Jean-Baptiste Grenouille, los vikingos, o los descabezadores michoacanos y morelenses, “algo que le hiciera más fuerte”.
Lo simbólico de “la falta” fue retratado de forma inmejorable por Jean Genet en su obra Las Criadas. Dicho drama está basado en un hecho real: dos sirvientas francesas de excelencia mataron a sus amas cuando un corte de luz les impidió seguir planchando. La policía encontró los cadáveres descuartizados, las bragas bajadas, profundos tajos en vientres y muslos. “Buscábamos algo que nos hiciera más fuertes”, respondieron. Por supuesto estaban locas, pero todo sicario o asesino serial comparte dicha insensatez.
Sartre y Simone de Beauvoir participaron en el proceso seguido a las criadas defendiéndolas como producto de la explotación de varias generaciones. El argumento de Jaques Lacan fue más sutil, era necesario creer a pie juntillas la explicación por ellas brindada, andaban “buscando algo” no interiorizado: “el deseo”. Tal faltante las separaba de los demás seres humanos. Encerradas en sí mismas, se habían enamorado de sus amas, quienes hubieran deseado ser. La asesina enamorada de la cantante Selena actuó del mismo modo.
Para comprender la añoranza de Breivik, basta leer su compendio y hacer con él algo que su autor odiaría. Deconstruirlo: el asesino noruego es un ignorante que ha leído mucho. Ha revisado cuanta literatura halló contra el revisionismo marxista. Si sigue siendo un bruto es porque quien se pone a salvo de la crítica y evita insertarse en su circuito, no aprende nunca del error. Breivik quiso brincarse el expediente y ser leído por millones a partir de su estallido criminal.
Ideas que atribuye a Marx y a sus continuadores en realidad pertenecen a la tradición filosófica representada por Descartes y Kant. Es frente a estos últimos y contra toda la tradición filosófica y científica que el discurso de Breivik se posiciona. ¿Delirios de grandeza?
Cristiano integrista, macho conservador, las mujeres a la casa y los hombres a las fábricas. Ningún niño fuera de matrimonio y el establecimiento irrestricto de la diferencia entre los sexos (una diferencia del medioevo, además). Obsesionado contra la deconstrucción filosófica de textos y teorías, Breivik observa como amenaza la incertidumbre que cree generada por el marxismo.
Pero dudar de cuanto nos rodea fue un método introducido en la filosofía por Sócrates y replanteado junto al nacimiento de la ciencia por Descartes: supone como bien observó Heráclito, un hombre-río que fluye siempre.
Así, el hombre del renacimiento y la ilustración debe desprenderse del saber y tutela de un padre omnipotente representado por el monarca, el Papa, o el señor feudal, para convertirse él mismo en su propio legislador, haciendo suya la conciencia que las religiones administraban cuando la humanidad sufría su infancia.
Más tarde Shopenhauer y Nietzsche (éste último se volvería a morir si lo llamaran comunista) pudieron aceptar tal vacío existencial. La posmodernidad ha tomado de ellos su consigna: estamos solos y no existe religión ni ideología capaz de sostener nuestros saberes. El hombre está en constante transformación y ello es una experiencia enriquecedora: puede recrearse a sí mismo y orientar los cambios en su beneficio.
Ante la falta absoluta de certezas, los posmodernistas pregonan el lanzamiento al vacío del hombre en busca de su identidad. Tal salto, para muchos posible cuando “se desea”, aterra a otros cientos de miles que no quieren sino conservarse idénticos a sí mismos y a sus padres, y ven en la vuelta a la religión única, a la raza o al espíritu la salvación posible. Pero como tal retorno no es alcanzable mientras existan apóstatas, herejes o infieles –y por otra parte no será alcanzable nunca más– su primer deber es erradicarlos.
Breivik ha enseñado al mundo que no solamente los musulmanes de la yihad son incapaces de subirse al tren de la modernidad y por el contrario, encontrarse dispuestos a matar a quienes llaman “hijos del diablo”. El primer cruzado del mundo moderno podría estar brindándonos, a pesar de lo trágico de los acontecimientos, una enseñanza fundamental: la dificultad de los propios europeos para dar el salto. ¿Quiénes son estos sujetos incapaces de lanzarse al vacío?
Hasta 20% de la humanidad padece depresión y toma drogas legales o ilegales. Millones de personas vagan de un lado a otro como personajes de Todd Solondz (“Bienvenido a la casa de las muñecas”, “Happiness”, “Storytellings”, “Palindromes”). Inadaptados víctimas de bullying, marginados de sociedades individualistas que exigen demasiado a sus integrantes, rechazados por esa falta “de olor”, de la posición mantenida por quienes efectivamente detentan lo que la sociedad requiere: un deseo propio.
La humanidad se estaría dividiendo en dos partes. Por un lado, quienes han hecho suya la ley social y se han dado un lugar (así sea como integrantes frívolos de los mercados), y los otros, los que no entienden cómo se logra, outsiders perdedores solitarios eternos incapaces de hacerse incluso de una pareja, de un deseo propio. Más o menos entre ambos bandos –pero dirigiendo su discurso incendiario a los segundos– las derechas radicales evocan el retorno a nuevos fanatismos, a padres todo poderosos en quienes poder salvarse. El creacionismo contra la ciencia.
En su excepcional ensayo Los desconciertos del individuo-sujeto, Dany-Robert Dufour hace un recuento de las dificultades enfrentadas por el individuo:
“En nuestra época, la de las democracias liberales, todo descansa, a fin de cuentas, en el sujeto, en la autonomía económica, jurídica, política y simbólica del sujeto. Pero al lado de las expresiones más pretenciosas de ser uno mismo, se encuentra la mayor dificultad de ser uno mismo” … “la aparición de fallas psíquicas, la multiplicación de actos de violencia y la emergencia de formas de explotación a gran escala … nuevas formas de alienación y de desigualdad”.
Nada indica que todos los individuos estén preparados para cumplir con la exigencia del proyecto emancipador de las democracias liberales. Que uno de cada cien norteamericanos esté tras las rejas (casi cuatro millones) o las cada vez menos aisladas masacres de jóvenes, son síntomas de una grave enfermedad en sectores sociales nada periféricos. Algo –la ley del deseo– no se está transmitiendo de generación en generación. Miles de personas sufren indeciblemente y uno que otro en que tal falta es mayor, puede llegar a pensar en el asesinato como una solución a su añoranza.
Breivik está loco. En su delirio puede leerse un gran terror a la sexualidad y a la capacidad de las mujeres, a quienes querría ver de vuelta en los hogares, cuidando a los niños. Al tiempo de exigir que ningún hijo nazca fuera de una familia, lanza un reclamo –típico infante incapaz de madurar– a su padre ausente “cuando él entró a la edad de los graffitis” (tales palabras son suyas).
La deconstrucción de los sexos vislumbrada como complot trotskista en las universidades, podría tener que ver con una elección sexual que le fue imposible realizar, permaneciendo estanco en la infancia.
Breivik está loco pero no sólo. Si su lucha tuvo eco en las derechas radicales, es porque sus integrantes andan como él, en busca de una esencia perdida. La avanzada sociedad Noruega tarde o temprano deberá entender el reclamo detrás de la locura. Si lo hace, se pondrá en ruta para instituir los mecanismos que eviten a otros niños convertirse en asesinos y lanzarse a las calles con armas de alto calibre. Deberá coadyuvar con todas las familias en la transmisión de la “ley del deseo”, aroma propio faltante a Breivik.
No andan tan mal los noruegos con su loco solitario. Aquí en México todo secuestrador y cortador de cabezas es más o menos un Anders Breivik sin ideología delirante.