En unos cuantos meses, con un nuevo presidente instalado en Los Pinos, México iniciará una nueva fase de su desarrollo económico, la primera después de la crisis mundial de 2008 y 2009. Además, lo más probable es que se acaben los 12 años del panismo en Los Pinos, así que el cambio inevitable de una nueva administración será aún mayor por un probable cambio de partido también.
Seguramente las voces opuestas al neoliberalismo y el Consenso de Washington verán una oportunidad para opinar que ya es hora de cambiar el modelo, que la filosofía no ha funcionado. Es indudable que los años del Consenso no han producido crecimiento adecuado en México. (Desde 1991, el crecimiento ha superado 6.0 por ciento en solamente dos ocasiones, mientras en China, ha sumado más que 7 por ciento en cada año de ese periodo.) Pero el debate importante es determinar por qué no. Resulta que el Consenso, aunque se ha asociado con un modelo poco exitoso, es un marco muy amplio, y la mayor parte es bastante recomendable.
El padrino del Consenso se llama John Williamson, un economista de larga trayectoria del Peterson Institute for International Economics. En 1989, lanzó sus 10 mandamientos que formaron el Consenso: disciplina fiscal, para evitar que un déficit presupuestario exagerado; redirección del gasto público hacia sectores que fomentan el crecimiento, como la infraestructura, la educación, y la salud pública; reforma tributaria, para que haya una base impositiva amplia; tasas de interés determinadas por el mercado; un tipo de cambio competitivo; liberalización de comercio; liberalización de inversión extranjera directa; privatización de los paraestatales; quitar regulaciones que impiden la entrada de nuevas empresas; y protección legal para los derechos propietarios.
Llama la atención que no es una lista muy polémica. No hay un economista en el mundo que esté en contra de la disciplina fiscal, el gasto educacional, o la competitividad. Quitando la entrada sobre la privatización, parece más bien una lista de Lula que el credo de Reagan o Pinochet.
Entonces, si casi todo lo que sugirió Williamson era tan sensato, ¿por qué tanto rencor?
El factor clave es la implementación: las reformas se llevaron a cabo de una forma dogmática, apresurada, e ideológica. Es decir, los políticos latinoamericanos y los asesores en las instituciones como el FMI resultaron más papistas que el papa, e ignoraron cualquier matiz o nota de precaución que Williamson expuso.
Vean, por ejemplo, lo que escribió Williamson sobre la privatización:
“Mi opinión personal es que la privatización puede ser muy constructivo cuando una mayor competencia es el resultado, y útil cuando alivia las presiones fiscales, pero no estoy convencido de que el servicio público siempre sea inferior a las adquisiciones privadas como la fuerza impulsadora.”
Ese comentario cauteloso tiene muy poco que ver con la campaña de liquidación de los paraestatales de Salinas, presidente responsable por 96 por ciento de las privatizaciones de los 1980s y ‘90. En lugar de más competencia, México recibió el Telmex de Carlos Slim; en lugar de la eficiencia, México se quedó con la banca que se desplomó en la crisis que estalló en el ‘94.
Al mismo tiempo, la segunda recomendación casi desapareció de la conciencia reformista. La inversión educativa era nada más un afterthought, una idea ignorada. Aquí es posible criticarle a Williamson directamente; si la lista original hubiera hecho más hincapié en el gasto social, en tejer una red de seguridad económica básica en lugar de buscar solamente en el crecimiento, puede que haya provocado menos ira popular.
Además, lo que luego se entendió como el Consenso de Washington incluyó muchas cosas que la receta original ignoró. La más obvia es liberalización de la cuenta de capital, clave para la crisis de 1994 en México, y varias otras por todos los rincones del mundo. Williamson no ofreció una opinión sobre el asunto, lo cual indica ambivalencia o hasta oposición. Sin embargo, el FMI y otros grupos presentaron la apertura de la cuenta de capital como un paso importante de la modernización económica. Igual con el régimen monetario: Williamson habla de un tipo competitivo, que puede significar muchas cosas. Sin embargo, los regímenes de tipo de cambio fijo fueron la moda impulsada en los ‘90, entre más duro—como el sistema de convertibilidad de Argentina—mejor. Aunque Williamson no abogaba por los tipos fijos, estos se convirtieron en la doctrina, y fueron otra clave para las crisis como la de México, varios países asiáticos, y Argentina.
No importa la filosofía, siempre es peligroso llevarla a extremos sin tomar en cuenta el contexto; un toque de humildad y precaución pragmática no vienen nada mal. A mi parecer, esta ignorancia del contexto y falta de modestidad fueron los pecados principales del Consenso de Washington, y conllevaron consecuencias bastante graves, tanto para México como para toda la región. Pero eso no quiere decir que la receta en sí fue errónea. Si el próximo presidente mexicano habla de cambiar el modelo económico, ojalá y recuerde todo lo positivo que aparece en la lista de Williamson.
Claro, las prescripciones del Consenso, aún aplicada de manera práctica, no son suficientes para asegurar el crecimiento rápido y sostenido que México necesita. Unas sugerencias para lograr precisamente eso serán el tema de un post futuro.